Esta canción que da título al artículo de hoy la escribió Hans Leip en 1915. Le puso música Norbet Shulse en 1938, y Lale Andersen la hizo famosa cantándola una y otra vez, noche tras noche, a los soldados alemanes que estaban en el frente ruso a través de Radio Belgrado. Incluso los componentes de la División Azul la adaptaron para cantarla. Siempre que pienso en Alemania me viene a la cabeza la tonadilla de esa canción, que aunque tiene una letra bastante triste me recuerda amigos, copas y gente muy interesante.
Sin embargo, no sé por qué, lo digo muy en serio, no sé por qué, siempre he tenido mala suerte con las autoridades cuando estoy por Alemania. Puedo asegurar que no siempre ha sido culpa mía, algunas sí, pero no todas. En esta última ocasión, para colmo de males, ni siquiera es que estuviera en el país de farra, estaba simplemente de paso. Después de estar unos días viendo a mi hijo, entré en internet para comprar el billete de vuelta. Le dije a mi ex mujer que era una pena no estar en Alemania porque había un vuelo a un tercio del precio normal desde el aeropuerto de Francfort. Ella, ni corta ni perezosa, improvisó un viaje por carretera de forma que el niño y yo pudiéramos pasar juntos un par de días más. Además, mi hijo no había visto Austria y la verdad es que se lo pasó muy bien.
Llegamos al aeropuerto con cuatro horas de antelación. Así que comimos algo y una hora y media después nos despedimos. Facturé equipaje con bastante tiempo y me dirigí a la zona de embarque con la intención de comprar el periódico y sentarme a leerlo con tranquilidad. Pero cual fue mi sorpresa cuando al pasar mi bolsa de mano –uso una Tatonka muy vieja que acarreo desde hace mucho tiempo por esos mundos de dios, en cuyo interior siempre va un portátil, CDs, algún libro, bolígrafos, libretas... lo normal, vamos– me piden que me aparte de la cola, aunque no había nadie más, y me dicen que espere un momento. Llegó un señor trajeado escoltado por otros dos policías y me solicita el pasaporte, que tenía encima pero que no me dio la gana de darle, así que le facilité mi DNI. Miró la foto, me miró a mi, volvió a mirar la foto, y me pidió que abriera la Tatonka, que sacara el portátil y que lo encendiera. Así lo hice.
En cuanto apreté el botón de encendido el buen señor me lo quitó de delante. Si hasta ese momento pensé que tal vez creyeran que mi portátil podría ser una bomba camuflada, a partir de allí me di perfecta cuenta que lo que querían era saber qué había en el interior del disco duro. Claro que para eso es necesario tener tres contraseñas. La primera para entrar desde el MBR a cualquiera de los dos sistemas operativos que tengo instalados, la segunda para identificarse como administrador o usuario de esos sistemas y la tercera para acceder a la partición del disco duro donde almaceno datos. Al ver la primera petición de contraseña, trastear ligeramente y darse cuenta de que no podía entrar en ningún sistema operativo, vuelve a entregarme el aparato y me pide que entre en el sistema. A lo que lógicamente me negué.
Terminé en una habitación de dos por dos en el aeropuerto. Cuatro horas después el mismo señor trajeado –que todavía no sé siquiera si era policía, imagino que sí, aunque en ningún momento se identificó como tal– entró y me preguntó la razón de mi negativa. Mi simple respuesta fue que lo que contuviera el disco duro era privado (no es que tenga gran cosa en él, pero eso no niega que me pertenezca). Así que el equipo quedó retenido y a mi me soltaron con un recibo.
Yo di media vuelta –conseguí recuperar mi equipaje gracias a una chica muy amable de Iberia, ya que lo habían desembarcado y fue minuciosamente registrado– y me fui directo a una comisaría a poner una denuncia por retención ilegal de efectos personales. El policía que me recogió la denuncia fue de lo más correcto. Con la denuncia en la mano me fui a un locutorio y la envié por fax a la embajada española, que está en Berlín, en Lichtensteinallee, 1, explicando en un escrito adjunto lo que me había pasado. Camino a casa de una antigua amiga, Jutta, a la que jamás le estaré lo suficientemente agradecido, recibí la llamada de la embajada al móvil pidiéndome más información. He de decir que su celeridad, teniendo en cuenta que era sábado, y las gestiones que, me consta, realizaron, dista mucho de otras experiencias que he tenido con embajadas españolas en tiempos pasados. El domingo por la tarde volvieron a llamarme conminándome a ir al mismo aeropuerto el lunes a las doce del mediodía, y así lo hice.
Me devolvieron el equipo en perfecto estado –no fue el señor trajeado, sino un policía muy sonriente y amable– y un billete abierto sin cargo con destino a casita. Ante mi pregunta de la razón para retener el equipo... Yo no entendí nada, no sé si a causa de que mi alemán es cuasi nulo o porque tampoco es que existiera una explicación plausible –yo votaría por la segunda-. Así que ayer lunes me volví.
Sé que no es excusa, pero yo diría que al señor trajeado, policía, imagino, no le gustó no poder mirar que había dentro del disco duro. Y lo más gracioso de todo es que NO tenía derecho a mirarlo, a no ser que un juez lo diga, y al muchacho no le gustó. Posiblemente, sino me hubiera dirigido a la comisaría y enviado la denuncia a la embajada, el muchacho se hubiera saltado la ley. Y eso es algo que me preocupa. No porque pudiera haber visto lo que había en el disco duro, eso es lo de menos, sino porque lo habría hecho sin que la ley lo permita, saltándose mis derechos, cosa que a la que no da capacidad una placa.
Lo dicho, no tengo mucha suerte con las autoridades alemanas cuando estoy por aquellos lares.
Buenas noches, y buena suerte...
Suena de fondo “Adios, Lili Marlen”, de Marlén Dietrich.
|