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El mundo ha sido creado, no para despedazarse de inmoralidades, sino para ser recreado por los ojos humanos. Es un escándalo que continúen las contiendas más vivas que nunca, comenzando por las propias familias, que abandonan a sus progenitores. De igual modo, también es una indecencia, que millones de personas coexistan en la extrema pobreza.
La ignorancia no tiene porqué ser perniciosa, son muchas sus modalidades, de consideraciones diversas a tener en cuenta. Estamos afincados en ámbitos rodeados de misterios inescrutables. El interés puesto en la adquisición de mejores conocimientos es desigual, así como las diferentes capacidades para las investigaciones.
Descubramos firmamentos, pero respetemos los caminos, tanto los de aquí abajo como los de arriba. Quizás nuestra asignatura pendiente sea la de aprender a reprendernos, a vivir desviviéndonos por los demás y además por nosotros mismos; haciéndolo con humildad, con el afecto que lleva soportarnos entre sí, abriendo el corazón.
Ciertamente, estamos asistiendo a un cambio social que supera todo lo conocido hasta la fecha. Entramos en la era de la imagen y de la digitalización, con todo lo que eso supone. Me refiero a las formas de vida que se construyen y deconstruyen con una velocidad de vértigo. Lo efímero parece que es lo permanente.
No siempre son las cosas tan complicadas como pudieran parecer, suceden con toda naturalidad, aunque nos empeñemos con frecuencia en obstaculizar su fluidez. Es un fenómeno habitual, que con frecuencia pasa desapercibido. Nos encandilan las complejidades, aunque sean una acumulación de falsedades; llegamos a menospreciar la sencilla espontaneidad de ciertos conocimientos.
La eutanasia está siendo debatida en varios parlamentos. Pero el problema no está resuelto. De una parte se plantea la solución de casos de enfermedad muy dolorosa o de muerte segura, y en el fondo está la emoción que hemos tenido todos al vivir de cerca algunos casos. De otra parte tenemos la novela Amsterdam de Ian McEwan, historia de un pacto de eutanasia entre dos amigos.
Existe un miedo visceral, una turbación que se resiste a cualquier sinonimia de la razón y que nos impulsa a intentar transcenderlo, a luchar contra él de manera ilógica y animal. Conductas como el apuro o la ansiedad parten de este profundo miedo. Aprovechar el tiempo dicen algunos; carpe diem dicen los hombres cultos; frases que contienen un sentido, una vida, pero que se malinterpretan en pos del mundo consumista.
Necesitamos despojarnos de conflictos, ponernos a trabajar cada uno de nosotros en la cultura del abrazo cada día; ilusionarnos también por forjar de la concordia un quehacer artesanal, que precisa disciplina y orden. Hoy más que nunca, requerimos ser consolados bajo la mirada acariciadora del pecho, sentirnos acompañados para poder acompasar el itinerario de las alegrías.
Todos estamos en la barca de la vida, pero muy pocos nos atrevemos a navegar. La existencia del ser humano es un misterio infinito que se da desde su concepción: el niño, el joven, el adulto y el anciano no han llegado a comprender la grandeza y la inmensidad de su existir.
En las actividades cotidianas nos vemos sometidos a un sinfín de exigencias de variados calibres; junto a numerosas banalidades, afrontamos disyuntivas inquietantes, ni los conocimientos ni las fuerzas nos permiten resoluciones plenamente satisfactorias. En esta vida somos menesterosos por naturaleza, la lógica apuntaría a un decidido afán de colaboración en busca de las satisfacciones oportunas.
El mejor partido existencial es el que uno juega consigo mismo. Todos deseamos la paz, pero apenas trabajamos la justicia para defender la vida, ni tampoco abrazamos lo armónico que germina de lo auténtico y se desarrolla con un ánimo autónomo, despojado de intereses mundanos.
El dolor desgarra el alma, pero la esperanza venda sus heridas. En la actualidad es inevitable experimentar la desolación que habita en el corazón humano, es notable ver que frecuentemente nos enfrentamos a la carga y fatigas que acompañan nuestra permanencia terrenal.
Sufre la mujer en el parto, el hijo ante la muerte de la madre, sufren los que están en guerra, o sufren una calamidad climática, sufren las personas que están en medio de una ley de la selva en la economía y sociedad, sufren los animales en su selva cuando unos se comen a otros. Hay muchos sufrimientos.
Nos movemos en la sorpresa que, nos sacude creativos, para recrearnos en la esperanza. Sin duda, es justo el momento de repensar los tiempos y la época de un cambio global transformador, que hemos de compartir de modo equitativo en su prosperidad, sin dejar a nadie atrás.
"Una cosa se llama necesaria o por razón de su esencia o por razón de la causa. En efecto, la existencia de una cosa se sigue necesariamente o bien de su misma esencia y definición o bien de una causa eficiente dada. Y por estas razones se dice también que una cosa es imposible, a saber, o bien porque su esencia o definición implica contradicción, o bien porque no se da ninguna causa externa que esté determinada a producir tal cosa", dice Spinoza en su Ética.
No es infrecuente encontrarnos con personas que alardean de una determinada fijación en torno a sus convicciones o maneras de actuar. Si esa postura está basada en serios razonamientos pueden albergar un buen talante e incluso tratarse de la mejor solución. Sin embargo, los ambientes evolucionan y las circunstancias se mantienen en una constante efervescencia.
El domingo anterior, al regresar, nos alistamos y volvimos a salir; unos amigos nos esperaban. El camino estaba despejado y las nubes abiertas auguraban una buena tarde. Almorzamos entre la charla de los temas más variados: educación, espiritualidad y de cómo las estrellas podían ayudar a seducir.
Difícilmente sabemos hasta qué punto y en qué dimensiones ciertas personas nos influyen. A veces, la incidencia que tienen otros en nosotros no es cuestión de tiempo ni del número de repeticiones, sino de la confluencia de las condiciones y las circunstancias.
En cada amanecer entramos a la vida, tras reponernos del cansancio y de los tormentos diarios. Lo cruel es dejarse envolver por el aislamiento y la búsqueda enfermiza de los placeres mundanos. Hoy más que nunca, necesitamos despertar, salir de nuestro territorio cómodo, activar la conciencia del acompañamiento y sonreír a corazón abierto, por una tierra de todos y de nadie en particular.
Un apasionado militante de la “revolución”, Jacques Louis David (que después lo fue también de Napoleón), pintó “El juramento de los Horacios”, que acabó devenido en epítome gráfico, y propagandístico, de la Francia de la Convención, a pesar de haber sido un encargo de Luis XVI, cuando aún no se vislumbraba la “toma de la Bastilla”.
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