| ||||||||||||||||||||||
Lidiar con una persona pasivo-agresiva puede ser como caminar por un campo minado cubierto de flores. No gritan, no insultan abiertamente, pero cada palabra que dicen lleva veneno disfrazado de cortesía. A primera vista parecen inofensivos, incluso agradables, pero su forma de actuar deja una sensación de incomodidad que va calando poco a poco, como aquella gota de la que hablaba el sabio Salomón. “Decía el Sabio Salomón que una gota constante, ablanda un duro peñón”.
Dejó escrito Salvador Távora sobre Andalucía que «la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables». No sé si mi interpretación es acertada, pero desde que vi por primera vez su obra maestra, Quejío, en el teatro universitario de Málaga creo que muy poco después de su estreno en 1972, el término adquirió para mí un sentido diferente al que antes tenía.
Todas las avalanchas comienzan con el pequeño movimiento de un diminuto fragmento de nieve, hielo o roca, el cual, en su caída, mueve a otros pequeños fragmentos similares a él y todos juntos rodando cada vez más rápido pueden derribar grandes obstáculos del camino que al caer pueden a su vez derrocar otros más grandes que al desprenderse agrietarán una ladera entera.
Como mucho, esperamos a que las comenten desde el canal que se encuentra más acorde con nuestras ideas políticas. Pronto acabamos olvidándonos del fondo de la cuestión. Una “bronca más, distinta y distante”. Se trata de otro problema lejano que apenas nos atañe. Como lo de Ucrania, que poco a poco vamos olvidando. O el desgraciado accidente de un joven achicharrado en un tren, o… Tantas cosas que apenas nos conmueven hasta que aparece la siguiente.
¿Qué es lo peor que puede pasarle a un país para que progrese adecuadamente? A mi modo de ver, tener una sociedad inoperante, anestesiada, conformista, sin escrúpulos, sin autocrítica, sin saber tomar decisiones, sin saber discernir lo bueno de lo malo, inculta, despreocupada y abúlica por saber la historia, no digo ya clásica o antigua del país, sino la reciente, la de antes de ayer, la justa para no cometer los mismos errores, en resumen, saber hacer uso del sentido común.
Aglutinamos lenguajes, agrupamos semánticas y hasta tenemos una necesidad imperiosa de activar el intelecto, con un raciocinio de estímulo constante, aunque nos falte tiempo para reflexionar y para aprender a reprendernos cuando caigamos en la confusión. En realidad, nos hemos convertido en autómatas del tiempo y no vemos más allá de los escenarios virtuales.
El trasiego diario alcanza ritmos frenéticos, nos faltan minutos para contentar a la prisa acechante. Al menos en lo referente al personal activo en las variadas esferas comunitarias o cargado con sus inquietudes particulares. En el otro bando se encuentran los individuos dominados por la pasividad, sea por su carácter indolente o debido al sometimiento a una serie de carencias e impotencias.
|