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El riesgo de vivir es a la vez entrañable, azaroso y acuciante. Es intransferible, lo que vive cada uno discurre con matizaciones imperceptibles para el resto, por supuesto en cuanto a la intimidad, pero también en las actuaciones públicas. Ni qué decir en lo referente al carácter incierto de las vicisitudes, se extiende a las actuaciones propias cuyo alcance real no controlamos.
En esto de los parámetros todavía queda mucho por dilucidar. De esa tarea pendiente forma parte el cómo calibremos el trecho existente desde la velocidad a la precipitación, o en el sentido inverso, de la parsimonia a la dejadez; no obstante, de dichas evaluaciones derivará gran parte de las alegrías o las penas conquistadas.
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