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El inconsciente de Tordesillas aspira a ser, a trascender, a invertir una cosmogonía que la condena a un permanente segundo plano

El toro de la Vega

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Una moderna secuela de la película "King Kong" nos mostraba a los convecinos del gran mono en pleno trance místico, mientras ofrendaban en sacrificio un "pintxo de rubia" a la bestia totémica. Diríase que el martirio del "Toro de la Vega"  encierra también una cierta liturgia de la superstición y de lo arcano. Tordesillas invita a recordar a Juana la loca, allí recluida durante sus últimos 35 años de vida, a su padre Fernando, a la resistencia comunera contra Flandes y Carlos V, pero todo eso, acaso interesa poco al español. En esta ocasión se trata de dar caza al Tótem ibérico para sacrificarlo con lanzas. Cual "camisas pardas" los valerosos muchachos de la aldea desafían a cualquiera que pretenda cuestionar el ancestral sacrificio. El honor del pueblo está en juego y sabrán corresponder. Un día al año los medios se congregan en Tordesillas para dar cuenta de un "oscuro festejo". Sus habitantes se sienten relevantes: “no os queremos aquí”  espetan a los periodistas, mientras saborean con un cierto orgullo sus desplantes a los reporteros.

Ya salen los lanceros a caballo evocando a las tropas de Alejandro, una exaltada infantería los escolta, las mujeres saludan y despiden a sus héroes desde las ventanas. Es la Marcha de los Voluntarios hacia un frente desconocido donde cámaras ocultas buscan no perderse el sacrificio. Hoy son ellos y no otros, los protagonistas. No es "la celebración", sino Tordesillas lo que está en juego. No es "El Toro" sino el pueblo. Si una ley regional decretara trasladar el ancestral martirio a la vecina localidad de Medina del Campo, el estallido civil resultaría de igual proporción que suprimiendo el "Show celtibérico". Más allá de buscar preservar el bochornoso espectáculo, el inconsciente de Tordesillas aspira a ser, a trascender, a invertir una cosmogonía que les condena a un permanente segundo plano. Para los partidarios de la matanza, prohibir "El Toro" es negar a su pueblo, negarse a ellos mismos, someter su voluntad de "querer ser", recluir a sus habitantes -igual que a Juana-, a la evidencia de una efímera e irrelevante existencia.  El Toro muere para que Tordesillas viva. Todo un alarde.

El toro de la Vega

El inconsciente de Tordesillas aspira a ser, a trascender, a invertir una cosmogonía que la condena a un permanente segundo plano
Alex Vidal
martes, 11 de septiembre de 2012, 06:46 h (CET)
Una moderna secuela de la película "King Kong" nos mostraba a los convecinos del gran mono en pleno trance místico, mientras ofrendaban en sacrificio un "pintxo de rubia" a la bestia totémica. Diríase que el martirio del "Toro de la Vega"  encierra también una cierta liturgia de la superstición y de lo arcano. Tordesillas invita a recordar a Juana la loca, allí recluida durante sus últimos 35 años de vida, a su padre Fernando, a la resistencia comunera contra Flandes y Carlos V, pero todo eso, acaso interesa poco al español. En esta ocasión se trata de dar caza al Tótem ibérico para sacrificarlo con lanzas. Cual "camisas pardas" los valerosos muchachos de la aldea desafían a cualquiera que pretenda cuestionar el ancestral sacrificio. El honor del pueblo está en juego y sabrán corresponder. Un día al año los medios se congregan en Tordesillas para dar cuenta de un "oscuro festejo". Sus habitantes se sienten relevantes: “no os queremos aquí”  espetan a los periodistas, mientras saborean con un cierto orgullo sus desplantes a los reporteros.

Ya salen los lanceros a caballo evocando a las tropas de Alejandro, una exaltada infantería los escolta, las mujeres saludan y despiden a sus héroes desde las ventanas. Es la Marcha de los Voluntarios hacia un frente desconocido donde cámaras ocultas buscan no perderse el sacrificio. Hoy son ellos y no otros, los protagonistas. No es "la celebración", sino Tordesillas lo que está en juego. No es "El Toro" sino el pueblo. Si una ley regional decretara trasladar el ancestral martirio a la vecina localidad de Medina del Campo, el estallido civil resultaría de igual proporción que suprimiendo el "Show celtibérico". Más allá de buscar preservar el bochornoso espectáculo, el inconsciente de Tordesillas aspira a ser, a trascender, a invertir una cosmogonía que les condena a un permanente segundo plano. Para los partidarios de la matanza, prohibir "El Toro" es negar a su pueblo, negarse a ellos mismos, someter su voluntad de "querer ser", recluir a sus habitantes -igual que a Juana-, a la evidencia de una efímera e irrelevante existencia.  El Toro muere para que Tordesillas viva. Todo un alarde.

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