Sábado, 16 de septiembre de 2017. Las seis noticias protagonistas de uno de los más
conocidos diarios nacionales versan sobre “El desafío catalán”. Otro rotativo dobla la
apuesta: sus ocho nuevas más vistosas son tejidas con el tramo catalán. De sus portadas
han desaparecido esos horribles testimonios de gente damnificada por la crisis
económico-financiera.
No se nos puede olvidar que esos desahucios de familias enteras que estremecían y
enojaban a la sociedad se siguen dando. Solo en el primer trimestre del año 2017, el
periódico Público cifraba en 17.000 los lanzamientos inmobiliarios practicados.
Tampoco se esfuman de nuestros cerebros esos barracones que tenían por colegio
centenas de niños valencianos. Es evidente que no pueden desaparecer de nuestras
mentes los inmigrantes que, entregando su vida a una ilusión, la perdían en el periplo, o
eran heridos en las concertinas, o eran recibidos en crueles CIEs. Fulgen en mi memoria
los 179.485 puestos de trabajo destruidos, la mayor cifra para un mes de agosto desde
2008, según el diario El Mundo.
Pero todo esto, la verdadera imagen de España, está siendo sometida a una suerte de
pausa por los medios de comunicación y los partidos políticos. Estamos como en un
tiempo muerto en todos estos dramas que entrañan lo más real de España. Parecemos
absorbidos por la problemática catalana, que es tal y de una magnitud excesiva. ¿Tanto
como para abstenerse de hablar de aquellos que son más vulnerables?
La cuestión identitaria es crucial, pues perfila una gran porción de nuestra vida. Empero,
comer, tener una educación y una sanidad pública y de calidad, una Justicia decente y
rápida, unas instituciones transparentes y participativas, una vivienda en la que poder
construir un hogar, la posibilidad de hacer frente a los medicamentos que recetan los
galenos, unas condiciones laborales que no linden con la explotación,… nos da la vida.
España no es un partido de tenis entre la Generalitat de Catalunya y La Moncloa; es un
joven trabajando doce horas por un sueldo pírrico, un colegio público que no recibe el
dinero suficiente para alimentar a sus alumnos, un anciano que mantiene con su pensión
a la familia de su hija y que hunde sus manos en la basura para comer… Esta
descripción es sobre la que hay que verter todos nuestros esfuerzos.
Yo he escrito bastante sobre Catalunya, porque es un territorio al que estimo mucho,
como una parte de mí. La conozco bien y sé de su problemática. En ningún caso
pretendo minimizar los anhelos independentistas o los deseos unionistas. Sin embargo,
creo que este conflicto, que ha se tener una solución inmediata, no puede apartar a la
gente que sufre de nuestras cabezas y de nuestros corazones. Y, sobre todo: no se
pueden apartar de las propuestas que se hagan desde los Poderes Públicos para
combatirlo. Asimismo, Catalunya también es Guillém, ese joven que trabaja doce horas
como camarero por un sueldo de novecientos euros sin apenas vacaciones, y Joana, que
mantiene con su pensión de escasos seiscientos euros a su hija, a su yerno y a sus dos
nietos. Guillém y Joana necesitan la atención de las autoridades para poder columbrar
un futuro mejor, allende si pretenden una Catalunya fuera de España o dentro de ésta.