Llegar a la élite de cualquier deporte es muy complicado y mantenerse requiere mucho sacrificio. En la mayoría de los casos, supone dedicarse en cuerpo y alma a la competición y renunciar al resto de preocupaciones que tiene la vida, o postergarlas para más adelante. Si se consiguen títulos y medallas, éstos se acompañan a su vez de éxito, felicitaciones, atención mediática… Sin embargo, siempre llega el día en el que el atleta cruza su última línea de meta o realiza su último salto, o en el que el pitido final de un partido es también el pitido final de su vida deportiva. Supone su jubilación y les llega cuando ni han cumplido los 30 o 40 años. Para ellos, ese momento significa volver a empezar, y no todos saben asumirlo.
Las ayudas económicas desaparecen, los focos y las cámaras se apagan, y los reconocimientos que durante una época alimentaron la autoestima quedan como simples recuerdos. Por muy alto que se haya llegado, toca volver a aterrizar en la vida “normal”. Eso supone replantearse el presente y el futuro, preocuparse por todo lo que en su momento dejaron relegado a un segundo plano, y a muchos eso se les hace una montaña. Algunos, bien asesorados, saben ir encauzando la nueva etapa ya en sus últimos años de competición. Aconsejados por quienes realmente les quieren, son cada vez más los que compaginan el deporte con los estudios, o invierten lo que logran en sus momentos de bonanza en proyectos empresariales, o simplemente son conscientes de que tienen que “reciclarse” y ponen los medios para lograrlo.
En todos los casos, la fortaleza mental es lo más importante. Encontrar el nuevo sitio en el que encajar no es igual de fácil para todos. Además, hay deportes que dejan más notoriedad que otros o que, incluso, facilitan la transición con un simple cambio de rol, pasando de ser atleta a ser entrenador o a ocupar cargos institucionales relacionados con la disciplina que antes ejercían. Quizá la mayoría piense en el fútbol como ejemplo de ese “reciclaje”, aunque también ha dejado casos de profesionales que no han sabido aceptar su jubilación. Asimismo, hay que reconocer que no todos los deportistas tienen un entorno igual de favorable para readaptarse y que, en algunos casos, las circunstancias negativas se acumulan y les superan.
De manera entrañable recuerdo a Jesús Rollán, seguramente el mejor portero del waterpolo mundial. Llegué a conocerle personalmente en la universidad, gracias a una charla que impartió en unas jornadas deportivas. Su carisma, unido a su carácter extrovertido y alegre, me sobrecogieron en aquel marzo de 2005, pese a que ya entonces los problemas de diversa índole se sumaban a su retirada profesional. En él también pude ver entonces un rastro de melancolía y de inquietud ante un futuro incierto. Justo un año después, cuando apenas tenía 37 años, optó por poner fin a su particular partido. En mi memoria me quedo con su sonrisa y su fascinante relato de los años de gloria olímpica.
Yago Lamela, el mejor saltador que ha dado el atletismo español en su historia, es el último que se ha acercado al abismo. Hace una semana que tuvo que ser ingresado en una unidad de psiquiatría, de la que salió cuatro días después con el compromiso de luchar y recuperarse. La preocupación de sus padres es lo que quizá le haya salvado de seguir cayendo. Su caso encaja con el modelo de plusmarquista de éxito cuyas lesiones precipitan una retirada precoz y, de la noche a la mañana, cree que se ha vuelto invisible para el mundo; también con el modelo de acumulación de obstáculos para salir adelante. Tiene ante sí el reto de dar su “salto” más importante. Uno le hizo en su momento subcampeón del mundo. Otro le puede hacer recuperar su vida y ganar su futuro.