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La mañana después de que cogiéramos a Osama bin Laden, me levanté con un fuerte deseo de sembrar mi jardín

Un triunfo en todo su esplendor

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WASHINGTON - .El mayestático plural "nosotros" refleja una elección deliberada. Como periodista, soy temperamentalmente inadecuada para pensar en mí misma como miembro de cualquier equipo. O, tal vez, la causalidad funciona en la dirección opuesta: me sentí atraída por la profesión periodística a causa de un deseo inconsciente de enajenación. De cualquier manera, esa emoción acabó el 11 de Septiembre. Al-Qaeda nos atacaba.

Y cuando nosotros le cogimos, mi reacción inmediata fue de sombría exuberancia.

Sombría por las cicatrices que deja atrás -- en las dolidas familias, el cambiado paisaje de Manhattan, la psique nacional. Mi hija menor, con cuatro años en aquella época, me preguntó durante las espantosas jornadas posteriores de qué trataban los informativos antes de tratar exclusivamente de terrorismo. Nos sentamos en su cama y escuchamos los cazas sobrevolando Washington.

La inocencia de la infancia no acaba nunca, pero bin Laden, y es el menor de sus pecados, se cobró prematuramente la de nuestros hijos. Ellos conocen un caprichoso mundo de atentados terroristas, ántrax en el correo y francotiradores que disparan a los extraños al azar. Por casualidad resulta, por suerte, que las noticias ya no tratan únicamente de terrorismo, pero ellos se acordarán siempre: Puede suceder, de nuevo, en un instante. Viven en un mundo no de "si pasa", sino de "cuándo pasará".

De ahí mi entusiasmo. Puede usted cuestionar el buen gusto de las celebraciones callejeras que parecen más propias de arrebatar en el último momento un campeonato de fútbol que de atrapar a un terrorista. Pero para los jóvenes que crecieron con el omnipresente fantasma del terrorismo, no puedo sino envidiarles la vuvuzela. Había un aire de victoria en mi casa.

El mundo "es un lugar mejor a causa de la muerte de Osama bin Laden", decía el lunes el Presidente Obama. Es una declaración innegable y grave al mismo tiempo. El presidente no dijo que el mundo fuera mejor porque Obama entrara en prisión, sino a causa de su muerte. Los funcionarios de la Casa Blanca decían haber estado igual de satisfechos de capturar a Osama con vida si la oportunidad se hubiera presentado, pero también parecían estar igual de encantados de que se hubiera apretado el gatillo.

Yo también. Me alegro de que Osama esté muerto -- y estoy un poco avergonzada de esta alegría.

Es la ambivalencia de la madurez. Está encajada entre la naturaleza humana y la tensión insalvable entre el impulso natural de cobrarse venganza y el deseo encomiable de superar ese impulso.

Los judíos acababan de celebrar la Pascua, que cuenta la historia de la forma en que Dios separó las aguas del Mar Rojo para que el pueblo de Israel pasara e hizo que las aguas volvieran a cerrarse, ahogando al ejército egipcio perseguidor. El Talmud enseña que cuando los ángeles empezaron a cantar alabanzas, Dios les hizo callar diciendo, "¿Mi obra se ahoga en el mar, y vosotros queréis cantar?"

Pero aun así Moisés y los israelitas se pusieron a cantar después de cruzar, alabando a Dios -- y al parecer sin recibir reproches -- por arrojar al mar los carros y los capitanes del faraón. Los seres humanos no son ángeles. Y hasta los ángeles, se conoce, sucumben al deseo de venganza.

Lo que me lleva al jardín. Soy una jardinera inconstante. Tiendo a comprar más de lo que planto, y planto más de lo que tiendo a plantar. Mis ojos son más grandes que mi pila de abono. Pero pensar en bin Laden exige una visita al vivero para deleitarse en la belleza que convive junto al mal -- la obra de Dios mejor, por así decirlo.

Cada año, opto por una paleta de colores diferente. El año pasado probé una mezcla vibrante y vistosa de caléndulas naranja y petunias reales moradas en el porche delantero. Este año parece pedir algo más moderado y suave -- blancos y lavandas y una pizca de amarillo. Lleno mi carro de lavanda e impatients blancos para las jardineras de la fachada, alyssum moteados para los laterales del camino, un jarro de optimistas gerberas para las escaleras.

Parte de los perennes del año pasado lograron sobrevivir a mi negligencia. Lo que creí una mala hierba resulta ser una salvia morada gloriosa, rodeada de trozos de planta mostaza de los que me había olvidado.

Hoy voy a sembrar las advenedizas. Una orgullosa amapola amarilla va a ser mi silencioso recordatorio de Afganistán. Y una peonía blanca llamativa, con su vestido de novia de capas de pétalos, dará fe de que un mundo capaz de producir un mal como bin Laden también contiene ejemplos de esplendor mucho más raros.

Un triunfo en todo su esplendor

La mañana después de que cogiéramos a Osama bin Laden, me levanté con un fuerte deseo de sembrar mi jardín
Ruth Marcus
jueves, 5 de mayo de 2011, 06:52 h (CET)
WASHINGTON - .El mayestático plural "nosotros" refleja una elección deliberada. Como periodista, soy temperamentalmente inadecuada para pensar en mí misma como miembro de cualquier equipo. O, tal vez, la causalidad funciona en la dirección opuesta: me sentí atraída por la profesión periodística a causa de un deseo inconsciente de enajenación. De cualquier manera, esa emoción acabó el 11 de Septiembre. Al-Qaeda nos atacaba.

Y cuando nosotros le cogimos, mi reacción inmediata fue de sombría exuberancia.

Sombría por las cicatrices que deja atrás -- en las dolidas familias, el cambiado paisaje de Manhattan, la psique nacional. Mi hija menor, con cuatro años en aquella época, me preguntó durante las espantosas jornadas posteriores de qué trataban los informativos antes de tratar exclusivamente de terrorismo. Nos sentamos en su cama y escuchamos los cazas sobrevolando Washington.

La inocencia de la infancia no acaba nunca, pero bin Laden, y es el menor de sus pecados, se cobró prematuramente la de nuestros hijos. Ellos conocen un caprichoso mundo de atentados terroristas, ántrax en el correo y francotiradores que disparan a los extraños al azar. Por casualidad resulta, por suerte, que las noticias ya no tratan únicamente de terrorismo, pero ellos se acordarán siempre: Puede suceder, de nuevo, en un instante. Viven en un mundo no de "si pasa", sino de "cuándo pasará".

De ahí mi entusiasmo. Puede usted cuestionar el buen gusto de las celebraciones callejeras que parecen más propias de arrebatar en el último momento un campeonato de fútbol que de atrapar a un terrorista. Pero para los jóvenes que crecieron con el omnipresente fantasma del terrorismo, no puedo sino envidiarles la vuvuzela. Había un aire de victoria en mi casa.

El mundo "es un lugar mejor a causa de la muerte de Osama bin Laden", decía el lunes el Presidente Obama. Es una declaración innegable y grave al mismo tiempo. El presidente no dijo que el mundo fuera mejor porque Obama entrara en prisión, sino a causa de su muerte. Los funcionarios de la Casa Blanca decían haber estado igual de satisfechos de capturar a Osama con vida si la oportunidad se hubiera presentado, pero también parecían estar igual de encantados de que se hubiera apretado el gatillo.

Yo también. Me alegro de que Osama esté muerto -- y estoy un poco avergonzada de esta alegría.

Es la ambivalencia de la madurez. Está encajada entre la naturaleza humana y la tensión insalvable entre el impulso natural de cobrarse venganza y el deseo encomiable de superar ese impulso.

Los judíos acababan de celebrar la Pascua, que cuenta la historia de la forma en que Dios separó las aguas del Mar Rojo para que el pueblo de Israel pasara e hizo que las aguas volvieran a cerrarse, ahogando al ejército egipcio perseguidor. El Talmud enseña que cuando los ángeles empezaron a cantar alabanzas, Dios les hizo callar diciendo, "¿Mi obra se ahoga en el mar, y vosotros queréis cantar?"

Pero aun así Moisés y los israelitas se pusieron a cantar después de cruzar, alabando a Dios -- y al parecer sin recibir reproches -- por arrojar al mar los carros y los capitanes del faraón. Los seres humanos no son ángeles. Y hasta los ángeles, se conoce, sucumben al deseo de venganza.

Lo que me lleva al jardín. Soy una jardinera inconstante. Tiendo a comprar más de lo que planto, y planto más de lo que tiendo a plantar. Mis ojos son más grandes que mi pila de abono. Pero pensar en bin Laden exige una visita al vivero para deleitarse en la belleza que convive junto al mal -- la obra de Dios mejor, por así decirlo.

Cada año, opto por una paleta de colores diferente. El año pasado probé una mezcla vibrante y vistosa de caléndulas naranja y petunias reales moradas en el porche delantero. Este año parece pedir algo más moderado y suave -- blancos y lavandas y una pizca de amarillo. Lleno mi carro de lavanda e impatients blancos para las jardineras de la fachada, alyssum moteados para los laterales del camino, un jarro de optimistas gerberas para las escaleras.

Parte de los perennes del año pasado lograron sobrevivir a mi negligencia. Lo que creí una mala hierba resulta ser una salvia morada gloriosa, rodeada de trozos de planta mostaza de los que me había olvidado.

Hoy voy a sembrar las advenedizas. Una orgullosa amapola amarilla va a ser mi silencioso recordatorio de Afganistán. Y una peonía blanca llamativa, con su vestido de novia de capas de pétalos, dará fe de que un mundo capaz de producir un mal como bin Laden también contiene ejemplos de esplendor mucho más raros.

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