Un territorio de la República de las Letras había sido asediado, invadido y conquistado por unos procedimientos lingüísticos que instituyeron sobre aquel perímetro un reino muy prosaico al que pusieron el nombre de “Lugar Común”, el cual fue repoblado con distintos tipos de palabras a las que a su vez encuadraron en estrictas categorías gramaticales con las que crearon un tejido socio-lingüístico muy riguroso. En aquel reino fueron purgados todos aquellos términos implicados en licencias poéticas, en florituras estilísticas o en tropológicos contubernios, entre otras fantasiosas conspiraciones. Se impuso la precisión en el uso del lenguaje y se cortaron las alas a todo vuelo retórico. La imaginación quedó proscrita y bajo sospecha cuantos otrora pudieron emparentar con ella en un momento dado.
Exiliados algunos conceptos implicados en hábitos estilísticos de sublimador cariz, otros que habían estado implicados en secuencias de un tenor harto experimentalista sufrieron una ardua represión tras la cual fueron encarcelados, para que no pudieran entreverarse en la sintaxis que impusieron para la nueva narración allí desarrollada, fundada en el viejo esquema “Sujeto-Verbo-Predicado-Punto y Seguido” que se repetía con ritmo marcial una y otra vez arrollando en su avanzar cualquier mínimo atisbo de literaria ensoñación.
Cada día, los habitantes de aquel reino concebían ingentes nuevas páginas en las que quedaba contenido el letargo y rigidez consustanciales a una soporífera existencia literaria.
Cierto día, las fuerzas de la imaginación, que habían estado pergeñando un plan de asalto al reino del Lugar Común, consiguieron sortear los pétreos muros que lo circundaban, asaltando la prosaica deriva allí instaurada y liberando a todos los elementos retóricos largo tiempo retenidos, con lo que quedaron desbordados los anodinos e insustanciales escritos que allí se fueron plasmando al dictado de las fuerzas vivas.
Muchos elementos de Lugar Común se unieron a las fuerzas rebeldes; otras palabras, locuciones, sintagmas y oraciones huyeron para refugiarse en entornos lingüísticos a los que pudieran unirles ciertas afinidades poéticas.
A Lugar Común se le llamó desde entonces “Literatura Universal”, virando la anterior estructura organizativa hacia un sistema asambleario en el que tenían representación las más variopintas fórmulas lingüísticas y quedando armonizadas incluso las más “a priori” excluyentes.
Filólogos y críticos literarios historiaban entre tanto los avatares de aquellos y muchos otros lances geopolíticos que se producían a toda hora en la inmensidad que comprende la República de las Letras.