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En nuestra cultura nos centramos en lo visible, no hacemos caso de las cosas que no se ven

Experiencias de esperanza y resurrección

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Nos han contado de muchos tenemos conciencia de casos de experiencia pneumática en casos de muerte clínica, J. Leloup nos cuenta la suya [1]: en medio de su incredulidad, al pasar por esa experiencia se abrió a una realidad más allá de la del espacio-tiempo. Al narrar aquella experiencia cercana a la muerte, habla del “cuerpo de gloria”, cuerpo resucitado que está a punto de germinar en cada uno de nosotros, y abrir así nuestra pesadez a aquello que es infinitamente ligero. Es como la transformación de gusano en mariposa, donde podemos sentir “cierta ‘comezón de las alas’… son momentos de contemplación, de belleza. La oruga que somos siente ya el batido de la mariposa, que también somos, y nos sentimos así en medio de la estrechura de este cuerpo, en medio de la estrechez de las palabras, en medio de la estrechez de nuestras pequeñas emociones, en nuestros pequeños amores…” (p. 97). Salimos de la jaula, de una prisión que nos hacía daño, que nos limitaba, pues el vuelo parece que quiere salir del pájaro... un vuelo que abandona el pájaro, hacia algo que no pueden hablar las palabras, y que llamamos luz, pero eso lo puede explicar cuando el vuelo vuelve al pájaro, cuando vuelve a haber palabras (p. 97).


M. de Hennezel opina que no es necesaria esa experiencia de muerte clínica para poder “sentir” que somos corporalidad animada, alma viva, cuerpo pneumático… pero quizá es difícil en un mundo donde el sentir se vuelve difícil. También nos puede haber pasado a nosotros, que en algún momento hemos tenido una luz clara que nos ha hecho entender algo que estaba oscuro hasta entonces: la presencia del amor, de Dios, de la verdad, de la belleza, del bien… Podremos crear un ambiente adecuado para esos momentos de luz con el silencio, la meditación, donde podemos relajarnos de cuerpo y abrir nuestro espíritu a esas experiencias.


Tenemos este cuerpo pero no somos este cuerpo. El “cuerpo objeto” es pobre, y la “corporalidad animada” es lo que somos, con una libertad interior, que se mueve ahora en el espacio, que es cuerpo de luz, esencializado… y eso es lo que los moribundos ven, que las percepciones de espacio-tiempo cambian, que hay algo invisible a nuestros ojos y que ellos ya ven.


Los antiguos llaman a eso despertar de los sentidos espirituales. Orígenes habla de ellos, como también Simeón teólogo y muchos otros. Rilke iba con frecuencia a admirar, en el museo de Cluny (París), los tapices de la Mujer del unicornio, con la representación de los sentidos, y ahí el poeta veía los sentidos espirituales, lo que podríamos llamar el cuerpo de gloria. En hebreo lo llaman havod: el cuerpo habitado, habitado por la presencia. La gloria es el peso de la presencia. Cuando el moribundo despierta a esos sentidos espirituales, puede ver, oír, sentir… ser en su Presencia esencial. Quizá por eso Plutarco ya decía que en el momento de la muerte, todo ser humano llega al estado que han conocido los más altos iniciados: es decir que penetran en una conciencia no cristalizada en conceptos, representaciones, imágenes. Lo que ha podido vivir quien sigue un proceso de interiorización, lo atisba en el momento de morir quien no estaba preparada para ello: una apertura a la Realidad. En las tradiciones vemos ese sentido:


En el Bardo Thodol, el lama dirá: “noble amigo, no tengas miedo…” de las subidas de tu subconsciente. No te pares en sitios sabrosos… ve más allá tanto de lo que nos da miedo como de los que nos atrae... para controlar esa repulsión y atracción en el camino a lo mejor.


En el Evangelio de Juan, la Luz (Phos) ilumina a todos los que vienen a este mundo (no sólo a los cristianos). Pero en nuestra cultura (y en la de muchos tiempos) nos centramos en lo visible, no hacemos caso de las cosas que no se ven. Tenemos miedo a la muerte, pero lo malo es que también podemos tener miedo al amor. El problema está en que si hay miedo no hay amor, pues lo contrario al amor no es tanto el odio como el miedo, y dice también san Juan: “el que tiene miedo no es perfecto en el amor”.


Y esta educación digamos para la muerte, podría servir –sigue Leloup- para la vida: si en las relaciones de amor no hubiera solo la relación limitada de los cuerpos (que serán un día cadáveres), ni la de las psiques (que nos plantean muchos problemas) sino la apertura a los cuerpos pneumáticos, el amor sería auténtico. Porque esas capacidades las poseemos desde el nacimiento, pero las desarrollamos poco en la apertura, la presencia y el contacto. Un niño es apertura, pero necesita seguridad. Cuando luego vienen los traumas que van cerrando la mente del niño, va perdiendo esa apertura. Así nosotros los mayores no tenemos desarrollados esos sentidos espirituales si tenemos miedo de que nos hieran, se desarrolla un estado de alarma que nos impide abrirnos. La clave será sentirse seguros. Pero ¿cómo tener esa seguridad? Para ello, necesitamos alguien que nos dé confianza. Alguien que haga que nos sintamos aceptados como lo que somos, tal como somos. Alguien que hace que nos sintamos amados.


Y eso tan importante para nuestra vida, pero es igualmente importante para acompañar a moribundos: que sientan esa seguridad en ser aceptados como son, pues la actitud de paz es mucho mayor cuando sentimos esa compañía, que facilita estar abiertos al misterio, a ese despertar a esa otra realidad más alta, que podemos experimentar en nuestra interioridad que trasciende a esa nueva dimensión que se palma como muy cercana en los momentos finales de esta vida.



Jean-Yves Leloup, L’absurde et la grâce, Albin Michel, 1991


Experiencias de esperanza y resurrección

En nuestra cultura nos centramos en lo visible, no hacemos caso de las cosas que no se ven
Llucià Pou Sabaté
jueves, 26 de octubre de 2023, 08:40 h (CET)

Nos han contado de muchos tenemos conciencia de casos de experiencia pneumática en casos de muerte clínica, J. Leloup nos cuenta la suya [1]: en medio de su incredulidad, al pasar por esa experiencia se abrió a una realidad más allá de la del espacio-tiempo. Al narrar aquella experiencia cercana a la muerte, habla del “cuerpo de gloria”, cuerpo resucitado que está a punto de germinar en cada uno de nosotros, y abrir así nuestra pesadez a aquello que es infinitamente ligero. Es como la transformación de gusano en mariposa, donde podemos sentir “cierta ‘comezón de las alas’… son momentos de contemplación, de belleza. La oruga que somos siente ya el batido de la mariposa, que también somos, y nos sentimos así en medio de la estrechura de este cuerpo, en medio de la estrechez de las palabras, en medio de la estrechez de nuestras pequeñas emociones, en nuestros pequeños amores…” (p. 97). Salimos de la jaula, de una prisión que nos hacía daño, que nos limitaba, pues el vuelo parece que quiere salir del pájaro... un vuelo que abandona el pájaro, hacia algo que no pueden hablar las palabras, y que llamamos luz, pero eso lo puede explicar cuando el vuelo vuelve al pájaro, cuando vuelve a haber palabras (p. 97).


M. de Hennezel opina que no es necesaria esa experiencia de muerte clínica para poder “sentir” que somos corporalidad animada, alma viva, cuerpo pneumático… pero quizá es difícil en un mundo donde el sentir se vuelve difícil. También nos puede haber pasado a nosotros, que en algún momento hemos tenido una luz clara que nos ha hecho entender algo que estaba oscuro hasta entonces: la presencia del amor, de Dios, de la verdad, de la belleza, del bien… Podremos crear un ambiente adecuado para esos momentos de luz con el silencio, la meditación, donde podemos relajarnos de cuerpo y abrir nuestro espíritu a esas experiencias.


Tenemos este cuerpo pero no somos este cuerpo. El “cuerpo objeto” es pobre, y la “corporalidad animada” es lo que somos, con una libertad interior, que se mueve ahora en el espacio, que es cuerpo de luz, esencializado… y eso es lo que los moribundos ven, que las percepciones de espacio-tiempo cambian, que hay algo invisible a nuestros ojos y que ellos ya ven.


Los antiguos llaman a eso despertar de los sentidos espirituales. Orígenes habla de ellos, como también Simeón teólogo y muchos otros. Rilke iba con frecuencia a admirar, en el museo de Cluny (París), los tapices de la Mujer del unicornio, con la representación de los sentidos, y ahí el poeta veía los sentidos espirituales, lo que podríamos llamar el cuerpo de gloria. En hebreo lo llaman havod: el cuerpo habitado, habitado por la presencia. La gloria es el peso de la presencia. Cuando el moribundo despierta a esos sentidos espirituales, puede ver, oír, sentir… ser en su Presencia esencial. Quizá por eso Plutarco ya decía que en el momento de la muerte, todo ser humano llega al estado que han conocido los más altos iniciados: es decir que penetran en una conciencia no cristalizada en conceptos, representaciones, imágenes. Lo que ha podido vivir quien sigue un proceso de interiorización, lo atisba en el momento de morir quien no estaba preparada para ello: una apertura a la Realidad. En las tradiciones vemos ese sentido:


En el Bardo Thodol, el lama dirá: “noble amigo, no tengas miedo…” de las subidas de tu subconsciente. No te pares en sitios sabrosos… ve más allá tanto de lo que nos da miedo como de los que nos atrae... para controlar esa repulsión y atracción en el camino a lo mejor.


En el Evangelio de Juan, la Luz (Phos) ilumina a todos los que vienen a este mundo (no sólo a los cristianos). Pero en nuestra cultura (y en la de muchos tiempos) nos centramos en lo visible, no hacemos caso de las cosas que no se ven. Tenemos miedo a la muerte, pero lo malo es que también podemos tener miedo al amor. El problema está en que si hay miedo no hay amor, pues lo contrario al amor no es tanto el odio como el miedo, y dice también san Juan: “el que tiene miedo no es perfecto en el amor”.


Y esta educación digamos para la muerte, podría servir –sigue Leloup- para la vida: si en las relaciones de amor no hubiera solo la relación limitada de los cuerpos (que serán un día cadáveres), ni la de las psiques (que nos plantean muchos problemas) sino la apertura a los cuerpos pneumáticos, el amor sería auténtico. Porque esas capacidades las poseemos desde el nacimiento, pero las desarrollamos poco en la apertura, la presencia y el contacto. Un niño es apertura, pero necesita seguridad. Cuando luego vienen los traumas que van cerrando la mente del niño, va perdiendo esa apertura. Así nosotros los mayores no tenemos desarrollados esos sentidos espirituales si tenemos miedo de que nos hieran, se desarrolla un estado de alarma que nos impide abrirnos. La clave será sentirse seguros. Pero ¿cómo tener esa seguridad? Para ello, necesitamos alguien que nos dé confianza. Alguien que haga que nos sintamos aceptados como lo que somos, tal como somos. Alguien que hace que nos sintamos amados.


Y eso tan importante para nuestra vida, pero es igualmente importante para acompañar a moribundos: que sientan esa seguridad en ser aceptados como son, pues la actitud de paz es mucho mayor cuando sentimos esa compañía, que facilita estar abiertos al misterio, a ese despertar a esa otra realidad más alta, que podemos experimentar en nuestra interioridad que trasciende a esa nueva dimensión que se palma como muy cercana en los momentos finales de esta vida.



Jean-Yves Leloup, L’absurde et la grâce, Albin Michel, 1991


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Estamos fuertemente imbuidos, cada uno en lo suyo, de que somos algo consistente. Por eso alardeamos de un cuerpo, o al menos, lo notamos como propio. Al pensar, somos testigos de esa presencia particular e insustituible. Nos situamos como un estandarte expuesto a la vista de la comunidad y accesible a sus artefactos exploradores.

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Acostumbrados a los adornos políticos, cuya finalidad no es otra que entregar a las gentes a las creencias, mientras grupos de intereses variados hacen sus particulares negocios, quizá no estaría de más desprender a la política de la apariencia que le sirve de compañía y colocarla ante esa realidad situada más allá de la verdad oficial. Lo que quiere decir lavar la cara al poder político para mostrarle sin maquillaje.

 
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