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Opinión
Etiquetas | Animalismo | Animales | Toro de la Vega | Maltrato animal
Quiero pensar que quizá las cosas estén cambiando a un ritmo más ágil y profundo del que piensa el segmento animalista más mustio, porque seguro que hay factores que se nos escapan

Brotes verdes

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Solemos pasar algunos días al año en eso que se dio en llamar la “España profunda”. Con esta terminología etiquetadora hay que observar exquisito cuidado, no sea que estés adosando calificativos a diestro y siniestro con tanta alegría como injusticia. De todo hay en la viña del Señor, y uno se alegra bastante más de que ciertos avances se perciban más en unas partes que en otras. Pues bien, les cuento que de una de nuestras visitas a la zona vinimos con renovado espíritu (ya les digo que no siempre es así, por desgracia), tras la anécdota sobre la cual gira este artículo.


Mi pareja y un servidor sabemos que el viaje acarrea un cierto cambio de mentalidad, pues hay que tratar allí con gente «algo diferente» a nosotros. No entro en el subjetivo asunto de si mejor o peor, dada la relatividad de las cosas en general y de las cosas morales en particular. Pero somos muy conscientes de que, por el bien de todos, procede en tales casos un severo cambio de chip, a menos que queramos acabar más pronto que tarde a trompadas con casi todo lo [humano] que por allí se mueve. Es por ello que nos conectamos en «modo diplomático» en cuanto pisamos dicha tierra, pues al fin y al cabo cada cual brega con su cultura ―mamada igual en todas partes― y su forma de ver las cosas, y de engreídos sería suponer que cada uno de nosotros se libra en según qué grado de todo cuanto achacamos a los demás.


Instalados en la casa familiar, tenemos por sana costumbre coger el coche cuando languidece la tarde, sin rumbo fijo, y lo mismo acabamos bordeando la aliseda de un río que subiendo hasta el promontorio donde se asienta la iglesia de un pueblo perdido en el páramo. Este fue el caso.


Aparcamos allí (Quintanilla de Urz, enigmático nombre) como podríamos haberlo hecho en cualquier otra localidad. Está presidida esta por la referida iglesia, de piedra tosca pero cuidada hasta el mimo, con un jardincillo en su fachada que la hace singular. Al poco apareció una mujer de complexión fuerte, acompañada de una cachorrita, cuyo rabo eléctrico anunciaba a los forasteros amistad perruna sin dobleces. Por nuestra parte, huérfanos de Koska desde hacía apenas dos meses, nos lanzábamos a acariciar cualquier bicho de pelo o pluma: son las cosas del querer y de la ausencia. Nos preguntó la mujer si éramos turistas, y asentimos. Entró en escena entonces otra perrita, esta adulta, regordeta y por igual efusiva en su contoneo, acompañada de su madre (me refiero a la madre de la señora inicial, para que no nos liemos entre canes y humanos). La conversación fue la clásica en estos casos: que de dónde éramos, que si estábamos alojados en la zona y demás. Nos interrumpió una tercera pareja persona‑perro. Y dieron comienzo al paseo cotidiano, al que fuimos amablemente invitados. Aceptamos el detalle, por tratar unos minutos con el paisanaje local, y ver qué se cocía allí. Porque allí se cocía algo de nuestro interés, o al menos del interés de mi pareja, la parte perspicaz e inteligente del dúo (es lo que hay). Nos contó la portavoz que quedaban a diario “a pasear a las perras”, hecho ya curioso y hasta ilusionante en según qué sitios, o esa es la idea que manejamos algunos. Nos dijeron que para ellas sus animales eran muy queridos, tras señalar un lugar en el suelo, junto a una hilera de humildes arbolitos, donde al parecer reposaban los restos de la última integrante del grupo canino fallecida. Evito relatarles lo que aquella confesión supuso para quienes llevamos defendiendo a los animales bastante más de la mitad de nuestras vidas. Ya de vuelta, tras manifestar uno de los integrantes del grupo que era de Manganeses de la Polvorosa, se nos ocurrió preguntar, por cerciorarnos, si se trataba del famoso pueblo de cuyo campanario arrojaban una cabra los mozos durante las fiestas locales, allá por los pasados años noventa, costumbre que acabó por abolirse tras reiteradas protestas animalistas. Nos confirmó que, en efecto, ese era el pueblo, y hubiéramos continuado con la banal conversación de no haber comentado una de ellas, sin serle solicitado, algo que nos dejó helados de alegría: “Sí, una barbaridad; como lo del Toro de la Vega de Tordesillas”. Ambos nos miramos incrédulos y pasmados, pensando en si se trataría de un traicionero sueño o si el comentario era real como la vida misma.


Aquella gente, que normalmente identificamos ―por el mero hecho de formar parte de una determinada sociedad― desde la lejanía con la defensa acérrima de todo lo suyo, también de la tortura pública de animales, se mostraba inequívoca ante unos desconocidos contra el lanzamiento de una cabra desde un campanario, contra la persecución y alanceo de un morlaco aterrado por el vocerío y un dolor lacerante… ¡y hasta contra las tradicionales corridas de toros! Les trasladamos nuestra perplejidad al tiempo que nuestra ya inocultable satisfacción, que aumentó si cabe al decirnos que allí había bastante gente que no comulgaba con dichas «barbaridades». Apenas fueron veinte minutos de contacto, pero suficientes para que nos trajéramos esa vez la fugaz experiencia como un regalito extra, gratis total, porque la ética se vende hoy a precio de oro, y bastante más en unos sitios que en otros, o eso cree uno.


Quiero pensar en «brotes verdes». Pensar que quizá las cosas estén cambiando a un ritmo más ágil y profundo del que piensa el segmento animalista más mustio, porque seguro que hay factores que se nos escapan en la evaluación global.


Tras aquella edición del linchamiento de Tordesillas se produjo una especie de tsunami “anti Toro de la Vega”. Parecía como si de repente (nada súbito ni espontáneo, en cualquier caso, pues había detrás un arduo y arriesgado trabajo de décadas) hubiera triunfado, o como mínimo se hubiera abierto cierto paso, lo «políticamente correcto»; es decir, condenar ese esperpento medieval, convirtiendo en «fea e inapropiada» su defensa. Si acaso la cuestión iba por ahí, no la consideramos entonces mala noticia.


Hoy el animal obligado a participar en tan grotesca liturgia sale vivo del trance ―aunque acaba muriendo en el matadero, otra lucha en plena efervecencia―, y lo que no hace tanto parecía sencillamente imposible cumple ya varias ediciones, eso sí, con la mueca de los partidarios de la «pureza» del festejo. ¡Sabrán ellos y ellas de purezas e impurezas! El tiempo hará que también se les pase el gesto mohíno.


Pasados los años, no puedo quitarme de la retina a aquella doña tordesillana arrebatándole el micrófono al periodista distraído, para lanzar a voz en grito al país su defensa de la tradición: “¡Esto no lo quitarán nunca, porque esto muy antiguo; de cuando los romanos viene esto!”.

Brotes verdes

Quiero pensar que quizá las cosas estén cambiando a un ritmo más ágil y profundo del que piensa el segmento animalista más mustio, porque seguro que hay factores que se nos escapan
Kepa Tamames
martes, 4 de julio de 2023, 09:07 h (CET)

Solemos pasar algunos días al año en eso que se dio en llamar la “España profunda”. Con esta terminología etiquetadora hay que observar exquisito cuidado, no sea que estés adosando calificativos a diestro y siniestro con tanta alegría como injusticia. De todo hay en la viña del Señor, y uno se alegra bastante más de que ciertos avances se perciban más en unas partes que en otras. Pues bien, les cuento que de una de nuestras visitas a la zona vinimos con renovado espíritu (ya les digo que no siempre es así, por desgracia), tras la anécdota sobre la cual gira este artículo.


Mi pareja y un servidor sabemos que el viaje acarrea un cierto cambio de mentalidad, pues hay que tratar allí con gente «algo diferente» a nosotros. No entro en el subjetivo asunto de si mejor o peor, dada la relatividad de las cosas en general y de las cosas morales en particular. Pero somos muy conscientes de que, por el bien de todos, procede en tales casos un severo cambio de chip, a menos que queramos acabar más pronto que tarde a trompadas con casi todo lo [humano] que por allí se mueve. Es por ello que nos conectamos en «modo diplomático» en cuanto pisamos dicha tierra, pues al fin y al cabo cada cual brega con su cultura ―mamada igual en todas partes― y su forma de ver las cosas, y de engreídos sería suponer que cada uno de nosotros se libra en según qué grado de todo cuanto achacamos a los demás.


Instalados en la casa familiar, tenemos por sana costumbre coger el coche cuando languidece la tarde, sin rumbo fijo, y lo mismo acabamos bordeando la aliseda de un río que subiendo hasta el promontorio donde se asienta la iglesia de un pueblo perdido en el páramo. Este fue el caso.


Aparcamos allí (Quintanilla de Urz, enigmático nombre) como podríamos haberlo hecho en cualquier otra localidad. Está presidida esta por la referida iglesia, de piedra tosca pero cuidada hasta el mimo, con un jardincillo en su fachada que la hace singular. Al poco apareció una mujer de complexión fuerte, acompañada de una cachorrita, cuyo rabo eléctrico anunciaba a los forasteros amistad perruna sin dobleces. Por nuestra parte, huérfanos de Koska desde hacía apenas dos meses, nos lanzábamos a acariciar cualquier bicho de pelo o pluma: son las cosas del querer y de la ausencia. Nos preguntó la mujer si éramos turistas, y asentimos. Entró en escena entonces otra perrita, esta adulta, regordeta y por igual efusiva en su contoneo, acompañada de su madre (me refiero a la madre de la señora inicial, para que no nos liemos entre canes y humanos). La conversación fue la clásica en estos casos: que de dónde éramos, que si estábamos alojados en la zona y demás. Nos interrumpió una tercera pareja persona‑perro. Y dieron comienzo al paseo cotidiano, al que fuimos amablemente invitados. Aceptamos el detalle, por tratar unos minutos con el paisanaje local, y ver qué se cocía allí. Porque allí se cocía algo de nuestro interés, o al menos del interés de mi pareja, la parte perspicaz e inteligente del dúo (es lo que hay). Nos contó la portavoz que quedaban a diario “a pasear a las perras”, hecho ya curioso y hasta ilusionante en según qué sitios, o esa es la idea que manejamos algunos. Nos dijeron que para ellas sus animales eran muy queridos, tras señalar un lugar en el suelo, junto a una hilera de humildes arbolitos, donde al parecer reposaban los restos de la última integrante del grupo canino fallecida. Evito relatarles lo que aquella confesión supuso para quienes llevamos defendiendo a los animales bastante más de la mitad de nuestras vidas. Ya de vuelta, tras manifestar uno de los integrantes del grupo que era de Manganeses de la Polvorosa, se nos ocurrió preguntar, por cerciorarnos, si se trataba del famoso pueblo de cuyo campanario arrojaban una cabra los mozos durante las fiestas locales, allá por los pasados años noventa, costumbre que acabó por abolirse tras reiteradas protestas animalistas. Nos confirmó que, en efecto, ese era el pueblo, y hubiéramos continuado con la banal conversación de no haber comentado una de ellas, sin serle solicitado, algo que nos dejó helados de alegría: “Sí, una barbaridad; como lo del Toro de la Vega de Tordesillas”. Ambos nos miramos incrédulos y pasmados, pensando en si se trataría de un traicionero sueño o si el comentario era real como la vida misma.


Aquella gente, que normalmente identificamos ―por el mero hecho de formar parte de una determinada sociedad― desde la lejanía con la defensa acérrima de todo lo suyo, también de la tortura pública de animales, se mostraba inequívoca ante unos desconocidos contra el lanzamiento de una cabra desde un campanario, contra la persecución y alanceo de un morlaco aterrado por el vocerío y un dolor lacerante… ¡y hasta contra las tradicionales corridas de toros! Les trasladamos nuestra perplejidad al tiempo que nuestra ya inocultable satisfacción, que aumentó si cabe al decirnos que allí había bastante gente que no comulgaba con dichas «barbaridades». Apenas fueron veinte minutos de contacto, pero suficientes para que nos trajéramos esa vez la fugaz experiencia como un regalito extra, gratis total, porque la ética se vende hoy a precio de oro, y bastante más en unos sitios que en otros, o eso cree uno.


Quiero pensar en «brotes verdes». Pensar que quizá las cosas estén cambiando a un ritmo más ágil y profundo del que piensa el segmento animalista más mustio, porque seguro que hay factores que se nos escapan en la evaluación global.


Tras aquella edición del linchamiento de Tordesillas se produjo una especie de tsunami “anti Toro de la Vega”. Parecía como si de repente (nada súbito ni espontáneo, en cualquier caso, pues había detrás un arduo y arriesgado trabajo de décadas) hubiera triunfado, o como mínimo se hubiera abierto cierto paso, lo «políticamente correcto»; es decir, condenar ese esperpento medieval, convirtiendo en «fea e inapropiada» su defensa. Si acaso la cuestión iba por ahí, no la consideramos entonces mala noticia.


Hoy el animal obligado a participar en tan grotesca liturgia sale vivo del trance ―aunque acaba muriendo en el matadero, otra lucha en plena efervecencia―, y lo que no hace tanto parecía sencillamente imposible cumple ya varias ediciones, eso sí, con la mueca de los partidarios de la «pureza» del festejo. ¡Sabrán ellos y ellas de purezas e impurezas! El tiempo hará que también se les pase el gesto mohíno.


Pasados los años, no puedo quitarme de la retina a aquella doña tordesillana arrebatándole el micrófono al periodista distraído, para lanzar a voz en grito al país su defensa de la tradición: “¡Esto no lo quitarán nunca, porque esto muy antiguo; de cuando los romanos viene esto!”.

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