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"Convivencia es, ante todo, compartir, participar en la vida ajena y hacer participar al otro en la propia". Enrique Rojas. Catedrático de psiquiatría

La frontera del aislamiento

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Desde los Pactos de la Moncloa, no se había conocido nunca en esta etapa democrática una posición tan claramente obstruccionista a la gobernanza del país por parte del partido perdedor de las elecciones. En política, es legítima, comprensible, y frecuentemente inevitable la discrepancia, y como consecuencia, la adopción de una postura contraria a la del partido ganador. Pero el hecho de negarse a que se produzca el más mínimo diálogo; de mantenerse en un no sistemático e irreductible a mantener cuando menos una mínima exploración de intercambio de ideas; de levantar un muro infranqueable para impedir la posibilidad de encontrar algún tipo de coincidencia que conduzca, aunque sea a un acuerdo de mínimos que posibilite el que el país no quede paralizado, demuestra un desprecio intolerante y extremista, no solo hacia el partido ganador; no solo hacia esa parte de españoles que votaron dicha opción política, sino un arrogante menosprecio hacia el propio país y un talante totalitario que nada tiene que ver con la democracia a la que verbalmente diviniza a diario.

El problema no es de hoy. En España, desde 1931, las izquierdas muestran un complejo histórico que hace gala de una predestinada legitimidad. Una legitimidad que han creído que les otorga el don omnipotente que solo a ellas les hace acreedoras al derecho de gobernar. Si hemos de atender a su propio discurso, las izquierdas son la única verdad revelada, válida para dirigir al pueblo. Los que discrepen de su casi religiosa filosofía política, los partidos centristas, liberales o conservadores, no pueden ser más que palmeros condenados a aplaudir mansamente sus políticas, porque en su concepto de la democracia, solo ellas representan al pueblo. Esta es realmente la base ideológica en la que las izquierdas españolas se sustentan, y la que les lleva a no aceptar el hecho de perder. En su busca del poder, no solo no reconocen adversario alguno, sino que lo consideran un enemigo al que hay que aniquilar o cuando menos, convertirlo en ridícula y grotesca marioneta que renuncie a sus propios principios y les sirva para justificar su particular concepto de la democracia. Este objetivo es el que une a las izquierdas españolas, tan indisolublemente, como el cordón umbilical une al embrión con su placenta.

Hasta ahora, cuando las izquierdas temían perder el poder, siempre recurrían a abrir las heridas del resentimiento y el victimismo, agitando el fantasma de la guerra civil. Ahora, trazan directamente una frontera de aislamiento que ignora al adversario y lo condena al ostracismo.

En las últimas décadas, algún partido de los que configuran las izquierdas españolas, ha experimentado un aparente cambio ideológico. Ha abandonado las formas del marxismo clásico para adoptar la máscara de la ideología dominante en nuestros días: el decorado de la corrección política o el buenismo, envuelto en la cultura del victimismo, que se ha apoderado de una buena parte de la sociedad. Esto se pone de manifiesto claramente en su interpretación de la guerra civil y en el sentido sectario y victimista de la llamada Ley de la memoria histórica que se atribuye el poder omnímodo de sentenciar quienes son las víctimas y quienes los verdugos. En el fondo se trata de seguir profundizando en el pozo de los buenos y los malos, los salvadores, que son ellos, y los opresores, que naturalmente son siempre sus adversarios.

Contrariamente a lo que hicieron los alemanes, que supieron enfrentarse a su pasado, y asumirlo para encontrar un equilibrio democrático, en nuestro caso, existe un déficit cultural cuyas raíces se hunden en la modernización tardía de España. Y esta realidad es la que hace, que a pesar de la evolución lograda, sin embargo, no se haya alcanzado la madurez política que se ha promovido en otros países de Europa.

Realmente, lo único que le queda al socialismo en España, en términos ideológicos, es el ascenso imparable de la corrección política, que pretende imponer su versión de todas las cosas de un modo exclusivo, silenciando la voz de los discrepantes. El desarrollo de esta nueva cultura de izquierdas se produce en las universidades estatales, que son la mayoría. Por eso el socialismo es siempre partidario del monopolio de la cosa pública controlado por el poder dominante del Estado, cerrando de este modo la puerta a la pluralidad de las ideas. Esto hace que el discurso sea monolítico de izquierdas y dominado siempre por los mismos. El que discrepa es denunciado y eliminado del debate. Recordemos la clarividente frase de Alfonso Guerra en su momento: “El que se mueve no sale en la foto”.

La frontera del aislamiento

"Convivencia es, ante todo, compartir, participar en la vida ajena y hacer participar al otro en la propia". Enrique Rojas. Catedrático de psiquiatría
César Valdeolmillos
jueves, 17 de marzo de 2016, 09:55 h (CET)
Desde los Pactos de la Moncloa, no se había conocido nunca en esta etapa democrática una posición tan claramente obstruccionista a la gobernanza del país por parte del partido perdedor de las elecciones. En política, es legítima, comprensible, y frecuentemente inevitable la discrepancia, y como consecuencia, la adopción de una postura contraria a la del partido ganador. Pero el hecho de negarse a que se produzca el más mínimo diálogo; de mantenerse en un no sistemático e irreductible a mantener cuando menos una mínima exploración de intercambio de ideas; de levantar un muro infranqueable para impedir la posibilidad de encontrar algún tipo de coincidencia que conduzca, aunque sea a un acuerdo de mínimos que posibilite el que el país no quede paralizado, demuestra un desprecio intolerante y extremista, no solo hacia el partido ganador; no solo hacia esa parte de españoles que votaron dicha opción política, sino un arrogante menosprecio hacia el propio país y un talante totalitario que nada tiene que ver con la democracia a la que verbalmente diviniza a diario.

El problema no es de hoy. En España, desde 1931, las izquierdas muestran un complejo histórico que hace gala de una predestinada legitimidad. Una legitimidad que han creído que les otorga el don omnipotente que solo a ellas les hace acreedoras al derecho de gobernar. Si hemos de atender a su propio discurso, las izquierdas son la única verdad revelada, válida para dirigir al pueblo. Los que discrepen de su casi religiosa filosofía política, los partidos centristas, liberales o conservadores, no pueden ser más que palmeros condenados a aplaudir mansamente sus políticas, porque en su concepto de la democracia, solo ellas representan al pueblo. Esta es realmente la base ideológica en la que las izquierdas españolas se sustentan, y la que les lleva a no aceptar el hecho de perder. En su busca del poder, no solo no reconocen adversario alguno, sino que lo consideran un enemigo al que hay que aniquilar o cuando menos, convertirlo en ridícula y grotesca marioneta que renuncie a sus propios principios y les sirva para justificar su particular concepto de la democracia. Este objetivo es el que une a las izquierdas españolas, tan indisolublemente, como el cordón umbilical une al embrión con su placenta.

Hasta ahora, cuando las izquierdas temían perder el poder, siempre recurrían a abrir las heridas del resentimiento y el victimismo, agitando el fantasma de la guerra civil. Ahora, trazan directamente una frontera de aislamiento que ignora al adversario y lo condena al ostracismo.

En las últimas décadas, algún partido de los que configuran las izquierdas españolas, ha experimentado un aparente cambio ideológico. Ha abandonado las formas del marxismo clásico para adoptar la máscara de la ideología dominante en nuestros días: el decorado de la corrección política o el buenismo, envuelto en la cultura del victimismo, que se ha apoderado de una buena parte de la sociedad. Esto se pone de manifiesto claramente en su interpretación de la guerra civil y en el sentido sectario y victimista de la llamada Ley de la memoria histórica que se atribuye el poder omnímodo de sentenciar quienes son las víctimas y quienes los verdugos. En el fondo se trata de seguir profundizando en el pozo de los buenos y los malos, los salvadores, que son ellos, y los opresores, que naturalmente son siempre sus adversarios.

Contrariamente a lo que hicieron los alemanes, que supieron enfrentarse a su pasado, y asumirlo para encontrar un equilibrio democrático, en nuestro caso, existe un déficit cultural cuyas raíces se hunden en la modernización tardía de España. Y esta realidad es la que hace, que a pesar de la evolución lograda, sin embargo, no se haya alcanzado la madurez política que se ha promovido en otros países de Europa.

Realmente, lo único que le queda al socialismo en España, en términos ideológicos, es el ascenso imparable de la corrección política, que pretende imponer su versión de todas las cosas de un modo exclusivo, silenciando la voz de los discrepantes. El desarrollo de esta nueva cultura de izquierdas se produce en las universidades estatales, que son la mayoría. Por eso el socialismo es siempre partidario del monopolio de la cosa pública controlado por el poder dominante del Estado, cerrando de este modo la puerta a la pluralidad de las ideas. Esto hace que el discurso sea monolítico de izquierdas y dominado siempre por los mismos. El que discrepa es denunciado y eliminado del debate. Recordemos la clarividente frase de Alfonso Guerra en su momento: “El que se mueve no sale en la foto”.

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