La crisis le golpeó a destiempo, haciéndole sentirse único, y a ratos incluso habitante de un planeta distinto al del resto. Cuando estos (los demás) navegaban en una relativa y artificial estabilidad, él languidecía por falta de oportunidades, del mismo modo que lo hacían los prestamistas y los apóstoles del apocalipsis. Igual que no recordaba cómo había llegado a aquel estado indolente propio de alguien que se ha cansado de coleccionar días grises, olvidó el momento en que salió de él, cuando volvió a sonar el teléfono o el zumbidito del wasap, y el día a día volvió a ser una aventura ilusionante. Los dramas particulares que contemplaba en los noticiarios incidían en su desarraigo respecto al mundo que le rodeaba. Algo parecido les sucedía a los fabricantes de taquígrafos con luces. Era tentador llegar a sentirse culpable de prosperar en el desierto.
Su tarea era pintar. Pintor de líneas rojas, naturalmente. No había día en que alguna agrupación no le encargara dos o tres, trazadas en medio de propuestas aparentemente irreconciliables. Por eso, por el “aparentemente”, es por lo que nuestro hombre usaba siempre pinturas lavables.