En tiempos de Herman Melville, a los administrativos se les llamaba escribientes, pero a mí, que soy del gremio, me gusta mucho más amanuense, que como explica la RAE era la persona que tenía por oficio copiar escritos, pasarlos a limpio o escribir al dictado. Eso es, grosso modo, lo que hace hoy día un burócrata, y es que trabajar para la función pública tiene muy pocos alicientes. Aun así, el que más seduce de ellos es la estabilidad en el sueldo, que no es muy alto por otra parte, pero es seguro. Y tal como está el país, con una tasa de paro superior al veinte por ciento sobre la población activa, cualquiera con trabajo es visto como todo un privilegiado.
Miles de candidatos dispuestos a dejarse la piel en el intento de obtener una plaza fija en la administración se dan cita en academias, sindicatos u otros espacios al uso, donde se les forma con ciertas garantías, en fondo y forma, para superar un determinado examen que les abra las puertas del empleo público. Por eso mismo no es de recibo lo que sucede en algunos entes de titularidad municipal, provincial o autonómica, verdaderos reinos de taifa que son acaudillados por una suerte de patronos que hacen y deshacen a su antojo.
Será muy complicado para el que decida tomar cartas en el asunto, atajar de plano el compadreo reinante. Y digo que será porque todavía no he visto a nadie, además de con la potestad que le otorgan las urnas, con la determinación necesaria para poner fin a eso. Palabras son amores y no buenas razones, diría el acervo, y por ahora no hemos sido testigos de nada que me hiciese albergar verdaderas esperanzas de cambio en las estructuras de la administración.
La administración pública es como una enorme ballena blanca muy difícil de dominar, un sueño imposible que a la menor oportunidad te destroza. Sólo aquellos que conocen y aceptan la ley del mar tienen una oportunidad de poder salir indemne. Quienes no, ya saben lo que les espera: el destierro más obstinado e hiriente.