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Hay lugares emblemáticos en cada población. En mi paraíso particular de la costa malagueña se trata de “la vía”

La vía

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Es lo que queda de aquel trazado de vía estrecha, que permitía la circulación del tren de cercanías entre Málaga y las Ventas de Zafarraya. Se trata de un carril polvoriento de unos cuatro o cinco metros de ancho, que circula paralelo a las playas de la Torre de Benagalbón a partir del “puente romano”, llegando hasta la altura de la unión con la carretera nacional 340 a la altura de Chilches.

          

A lo largo de todo el verano se convierte en una especie de circuito olímpico en el que se desarrollan carreras, marcha, ciclismo, “patinetaje” y hasta modestos paseos. Los “deportistas” participantes, exhiben sin pudor las consecuencias de los excesos alimenticios del invierno, en forma de kilos sobrantes por todas las partes de su cuerpo, con el propósito de rebajarlos. Tarea inútil. La posterior “estación” en los merenderos de la zona, las visitas a las heladerías y las copiosas barbacoas y moragas, día sí y día también, consiguen que se recuperen, e incluso rebasen, las posibles perdidas de peso.

          

La buena noticia de hoy es que todos nos sentimos felices en el empeño. Volvemos de nuestro modesto ejercicio con la sensación de que hemos conseguido nuestro propósito. Que estamos en forma. Que estamos autorizados para clavarnos una cerveza y un espeto en cuanto podamos.

           

“La vía” se convierte en el verano en un gimnasio de “alto standing” y un circuito de cicloturismo importante. Y además… barato. Las mentes pensantes lo quieren convertir en un “paseo marítimo” lleno de cemento y de farolas. Pobres de nosotros y de los perretes que circulan por su suelo polvoriento y aprovechan para aliviar sus intestinos (ojo, sus amos están sensibilizados y suelen recogerlos inmediatamente) si nos lo tunean.

          

Poco a poco nos van quitando la magia del veraneo de mi niñez. Los copos, los charnaques (casetas de cañizo) familiares, el camión de los helados, el tren de humo, los anocheceres sentados en la puerta de la casa junto a la carretera, el paso del “Alsina”, las pupas que curaba D. José el practicante, etc.  Pero aun nos queda la vía. Una buena noticia. Que no nos la quiten.

La vía

Hay lugares emblemáticos en cada población. En mi paraíso particular de la costa malagueña se trata de “la vía”
Manuel Montes Cleries
lunes, 18 de julio de 2022, 09:13 h (CET)

Es lo que queda de aquel trazado de vía estrecha, que permitía la circulación del tren de cercanías entre Málaga y las Ventas de Zafarraya. Se trata de un carril polvoriento de unos cuatro o cinco metros de ancho, que circula paralelo a las playas de la Torre de Benagalbón a partir del “puente romano”, llegando hasta la altura de la unión con la carretera nacional 340 a la altura de Chilches.

          

A lo largo de todo el verano se convierte en una especie de circuito olímpico en el que se desarrollan carreras, marcha, ciclismo, “patinetaje” y hasta modestos paseos. Los “deportistas” participantes, exhiben sin pudor las consecuencias de los excesos alimenticios del invierno, en forma de kilos sobrantes por todas las partes de su cuerpo, con el propósito de rebajarlos. Tarea inútil. La posterior “estación” en los merenderos de la zona, las visitas a las heladerías y las copiosas barbacoas y moragas, día sí y día también, consiguen que se recuperen, e incluso rebasen, las posibles perdidas de peso.

          

La buena noticia de hoy es que todos nos sentimos felices en el empeño. Volvemos de nuestro modesto ejercicio con la sensación de que hemos conseguido nuestro propósito. Que estamos en forma. Que estamos autorizados para clavarnos una cerveza y un espeto en cuanto podamos.

           

“La vía” se convierte en el verano en un gimnasio de “alto standing” y un circuito de cicloturismo importante. Y además… barato. Las mentes pensantes lo quieren convertir en un “paseo marítimo” lleno de cemento y de farolas. Pobres de nosotros y de los perretes que circulan por su suelo polvoriento y aprovechan para aliviar sus intestinos (ojo, sus amos están sensibilizados y suelen recogerlos inmediatamente) si nos lo tunean.

          

Poco a poco nos van quitando la magia del veraneo de mi niñez. Los copos, los charnaques (casetas de cañizo) familiares, el camión de los helados, el tren de humo, los anocheceres sentados en la puerta de la casa junto a la carretera, el paso del “Alsina”, las pupas que curaba D. José el practicante, etc.  Pero aun nos queda la vía. Una buena noticia. Que no nos la quiten.

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Estamos fuertemente imbuidos, cada uno en lo suyo, de que somos algo consistente. Por eso alardeamos de un cuerpo, o al menos, lo notamos como propio. Al pensar, somos testigos de esa presencia particular e insustituible. Nos situamos como un estandarte expuesto a la vista de la comunidad y accesible a sus artefactos exploradores.

En medio de los afanes de la semana, me surge una breve reflexión sobre las sectas. Se advierte oscuro, aureolar que diría Gustavo Bueno, su concepto. Las define el DRAE como “comunidad cerrada, que promueve o aparenta promover fines de carácter espiritual, en la que los maestros ejercen un poder absoluto sobre los adeptos”. Se entienden también como desviación de una Iglesia, pero, en general, y por extensión, se aplica la noción a cualquier grupo con esos rasgos.

Acostumbrados a los adornos políticos, cuya finalidad no es otra que entregar a las gentes a las creencias, mientras grupos de intereses variados hacen sus particulares negocios, quizá no estaría de más desprender a la política de la apariencia que le sirve de compañía y colocarla ante esa realidad situada más allá de la verdad oficial. Lo que quiere decir lavar la cara al poder político para mostrarle sin maquillaje.

 
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