La estupefacción que siente el mundo entero ante la tragedia a la que se enfrenta Ucrania es resultado de haber creído durante décadas que la guerra era en exclusividad endémica de África o de Asia y que el primer mundo, con sus innumerables mecanismos diplomáticos y su concepción inequívoca de la paz, la había desterrado in aeternum.
Al ver estos extemporáneos desmanes del siglo XXI, uno piensa que hogaño la diplomacia ha quedado reducida a un mero ejercicio consuetudinario y formal, usada por todo aquel miembro de la comunidad internacional que pretenda granjearse cierto respeto y apoyo de sus homólogos, en la medida en que dicho individuo es paladín de unas normas establecidas de iure por organizaciones internacionales a las que, en calidad de representante de una nación o territorio, ha decidido adscribirse. Si se reflexiona en este argumento, no resulta quizá tan sobrecogedor pensar que la invasión era inexorable, pero que, previamente, tal y como exigen el sentido común y los mecanismos políticos de nuestra era, había que recorrer, en primera instancia, la senda que popularmente se conoce como “diplomacia”.
En política, al igual que en las situaciones más banales, hay que procurar ser extremadamente primoroso a la hora de expresarse y de posicionarse. La elección de un sustantivo o de un verbo ha de realizarse siempre con una exacerbada reflexividad, pues, de lo contrario, los vocablos que denoten o connoten el mínimo matiz marcial, e incluso pacifista, pueden hacer bascular bruscamente-para bien o para mal- el statu quo de la sociedad del momento. Es por ello por lo que el empleo de términos considerados abyectos, como «desnazificar», «purgar» o «genocidio», conlleva que lo que hasta ahora había sido una exhibición de músculo militar y un toma y daca de reproches adquiera un barniz radicalmente distinto. La utilización de estos conceptos coadyuva a que la invasión quede legitimada.
La noción de la guerra en legítima defensa, establecida por Roma, abomina la de la guerra preventiva, manejada en innumerables ocasiones desde la Antigüedad y, según parece, aplicada ahora por parte de Moscú.
Para mayor desazón, nuestras sociedades tienden a reducir los problemas a posiciones bastante maniqueas, lo que implica suprimir la posibilidad de encontrar algún punto intermedio y lo más objetivo posible en el estudio de cualquier conflicto. O se está de parte del villano o del superhéroe. Craso error, pues radicalizar y bipolarizar las posiciones ofusca el camino conducente a la búsqueda de soluciones.
EVITAR SER EL PEÓN
El ser humano está constantemente maravillado por las sinergias políticas, que solo dependen del capricho de los correspondientes líderes entronizados en distintos momentos de la historia. No muta el destino de los pueblos, frecuentemente abandonados a su suerte. Parece ser que el ucranio no será una excepción.
Putin no hablaría de «desmilitarizar» el ejército de Ucrania si su presidencia estuviese en manos de Yanukovich. A la China de Xi Jinping-heredera de la de Mao, denostada por Stalin-, le interesa ahora unir fuerzas con Rusia para fagocitar el declinante poder de Estados Unidos. En la Guerra Fría, Mao llegó a unirse con Nixon para deslucir a la URSS, pero Moscú debe de haberlo soslayado. Durante su mandato presidencial, Trump sintonizó mucho mejor con Putin que con Xi Jinping. Parece que Biden no lo va a conseguir con ninguno. Resulta curioso que Varsovia se una ahora a los veintiséis para imponer sanciones a Rusia cuando, hace solo cinco meses, cuestionaba el acervo comunitario.
Ejemplos que muestran que las volubles alianzas pueden tornarse en componendas, todo ello con el fin de erigir a las respectivas potencias como las reinas del tablero internacional. Una retórica y unos movimientos pavorosos, como si de una partida de ajedrez se tratase, salvo que esto no es un juego de mesa; esto es la realidad, donde las guerras no son una ilusión menor, sino el fruto catalizado por la avidez de una determinada pléyade.
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