Mucho se ha escrito sobre los efectos secundarios que deja el coronavirus en quienes lo han sufrido. Pero no voy a escribir de esto, porque mi ignorancia médica es proverbial. Más me interesa la influencia en aspectos centrales de la convivencia humana, que exigirían un giro copernicano, para superar las gravísimas consecuencias de ese otro virus inmaterial, que lleva a la visión meramente económica de las relaciones personales. El covid-19 plantea un cambio de rumbo radical en la civilización moderna, para no acabar de transformar al homo sapiens en homo economicus, dominado en gran medida por la cultura del bróker, que busca máximo rendimiento en el plazo más corto posible.
El ser humano se resiste a ser tratado como un número, ni siquiera para organizar sistemas informáticos que puedan rastrear contagios y contribuyan a evitar la difusión de la pandemia. Muchos no están dispuestos a pagar ese precio, aun a costa de contraer una enfermedad que sigue siendo letal, quizá menos ya, por la edad inferior de quienes se contagian.
El reciente debate –en Italia, Francia o España- sobre las bajas parentales en relación con la atención a hijos que puedan haber contraído la enfermedad, muestra una alarmante inversión de criterios éticos esenciales. Lo sabíamos ante la lentitud de encontrar soluciones para armonizar las exigencias familiares con las derivadas del trabajo, que solían centrarse en la maternidad, no en la unidad de la pareja como tal. Hoy, la atención a hijos enfermos requiere un tratamiento jurídico y social que anteponga la relación humana al rendimiento económico –aunque se quejen los solteros de Silicon Valley-, por grave que pueda ser la situación de empresas e instituciones. Al cabo, la pandemia impone elegir prioridades.