Erase una vez un templado soberano que, para poder sentirse verdaderamente todo un mandatario, nunca pensó ni por asomo que a su regencia le faltase algo, a su juicio, tan intrascendente como el ejercicio de haber condenado a alguno de sus súbditos durante su reinado. Pero como tampoco es menos cierto, que determinados miembros de su corte, algunos con la boca pequeña, pero otros tan de viva voz que era imposible no oírles, le reprochaban que no adoptase decisiones en esos términos, parece ser que acabó convenciéndose a sí mismo de ello.
Consciente de que su reinado podía tener los días contados si no demostraba poseer el arrojo que le exigía su Corte, y habiéndose presentado una buena oportunidad de poner aquel despropósito en práctica, en la figura de un virrey que llevaba meses desafiando su autoridad, se puso pesadamente manos a la obra. Y como se esperaba no fue, ni mucho menos, dicho y hecho, porque apenas ponerse en marcha el primer problema con el que se encontró fue que él solo, por su cuenta y riesgo, no podía ejercer la justicia como le viniese en gana. ¡Cómo aborreció, en ese preciso instante, no ser un rey absolutista para poder dictar sentencia condenatoria contra aquel súbdito que pretendía poner en entredicho su poder!
Y todo ello, neciamente, por satisfacer a todos aquellos merced a los cuales su reinado pendía de un hilo. Pero eso no era cierto del todo porque sus cortesanos, que se venían aprovechando de su peculiar modo de gobernar, porfiando a sus espaldas con todo aquello que les podía beneficiar de algún modo, no le agradecerían nunca el haberse expuesto al inclemente escarnio de su pueblo por algo en lo que no creía realmente, declinando su aprecio por el monarca cuando éste ya no les satisfacía como facilitador de sus componendas.