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Oigo bullicio fuera de casa. Ya son las ocho

​¿Son las ocho?

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Recuerdo los ladridos de Loba avisando que mi padre había llegado de trabajar, aunque todavía no había puesto un pie en la entrada.

Son las ocho, hora fijada en toda España para agradecer con aplausos a los sanitarios su duelo contra el coronavirus, su extenuante lidia por salvar vidas.

Salgo a la terraza. Balcones y ventanas de los edificios que rodean al mío están aplaudiendo. Me uno a ellos.

Gratitud, fortaleza, ánimo y solidaridad son los sentimientos que envío con cada palmada, con las mismas manos transmisoras de la infección.

Con estas mismas manos lanzo un grito de agradecimiento. Y lo hago con las manos libres, sin protección, porque estoy en casa a salvo. Ellos no.

El ruido de una sirena irrumpe en los aplausos. Me asomo. La policía nacional está haciendo su ronda y se unen al homenaje. Otros héroes que están en primera línea, pienso. Pero enseguida recuerdo haber leído declaraciones de médicos afirmando que no son héroes, que son profesionales. ¡Qué grandes!

Este alboroto se adentra en la noche y deseo que la oscuridad que nos rodea a todos sea transmisora de mi afecto para aquellos que se enfrentan cara a cara al COVID-19.

Me siento bien. Me siento útil.

Las ocho. Palmas y silbidos me invitan a agradecer, otro día más, la labor de nuestros custodios. Y lo hago junto a decenas de vecinos en sombras.

Muere el primer profesional de la sanidad con coronavirus, leo en la pantalla del portátil. Me sobresalto, no debido a la noticia, que me encoje el corazón, sino a una explosión de decibelios que ha rasgado sin piedad el silencio de la noche.

¿Son las ocho?

Recuerdo a mis padres, no por su confinamiento, sino por sus historias de guateques a ritmo del Dúo Dinámico. No me resisto y me sumo a las palmas a ritmo de los sesenta.

Otra noche que piso mi terraza para alentar a todos, en especial a mi cuñada y amigos sanitarios. Luego me evado por unos minutos al son de la música. Ellos no. Ellos no podrán.

Siento que las ocho ya no es el aliento de ánimo de unos muchos a unos pocos. El aplauso agradecido y tenso ha sido degradado a una verbena de barrio.

Me siento mal. Se merecen un instante de mi tiempo dedicado exclusivamente a ellos. Un aplauso con un antes y un después en silencio, ese que no disfrutan desde hace tiempo. Y, después, bailemos.

Volveré a salir al frío de la noche para aplaudir calladamente con la esperanza de infundir a nuestros veladores calma, recogimiento y paz. Y esto con la solemnidad que precisa, la misma que ellos aplican a nuestras vidas.

Mientras, siguen estando presentes en mis oraciones.

​¿Son las ocho?

Oigo bullicio fuera de casa. Ya son las ocho
María del Carmen Portugal Bueno
lunes, 30 de marzo de 2020, 13:09 h (CET)

Recuerdo los ladridos de Loba avisando que mi padre había llegado de trabajar, aunque todavía no había puesto un pie en la entrada.

Son las ocho, hora fijada en toda España para agradecer con aplausos a los sanitarios su duelo contra el coronavirus, su extenuante lidia por salvar vidas.

Salgo a la terraza. Balcones y ventanas de los edificios que rodean al mío están aplaudiendo. Me uno a ellos.

Gratitud, fortaleza, ánimo y solidaridad son los sentimientos que envío con cada palmada, con las mismas manos transmisoras de la infección.

Con estas mismas manos lanzo un grito de agradecimiento. Y lo hago con las manos libres, sin protección, porque estoy en casa a salvo. Ellos no.

El ruido de una sirena irrumpe en los aplausos. Me asomo. La policía nacional está haciendo su ronda y se unen al homenaje. Otros héroes que están en primera línea, pienso. Pero enseguida recuerdo haber leído declaraciones de médicos afirmando que no son héroes, que son profesionales. ¡Qué grandes!

Este alboroto se adentra en la noche y deseo que la oscuridad que nos rodea a todos sea transmisora de mi afecto para aquellos que se enfrentan cara a cara al COVID-19.

Me siento bien. Me siento útil.

Las ocho. Palmas y silbidos me invitan a agradecer, otro día más, la labor de nuestros custodios. Y lo hago junto a decenas de vecinos en sombras.

Muere el primer profesional de la sanidad con coronavirus, leo en la pantalla del portátil. Me sobresalto, no debido a la noticia, que me encoje el corazón, sino a una explosión de decibelios que ha rasgado sin piedad el silencio de la noche.

¿Son las ocho?

Recuerdo a mis padres, no por su confinamiento, sino por sus historias de guateques a ritmo del Dúo Dinámico. No me resisto y me sumo a las palmas a ritmo de los sesenta.

Otra noche que piso mi terraza para alentar a todos, en especial a mi cuñada y amigos sanitarios. Luego me evado por unos minutos al son de la música. Ellos no. Ellos no podrán.

Siento que las ocho ya no es el aliento de ánimo de unos muchos a unos pocos. El aplauso agradecido y tenso ha sido degradado a una verbena de barrio.

Me siento mal. Se merecen un instante de mi tiempo dedicado exclusivamente a ellos. Un aplauso con un antes y un después en silencio, ese que no disfrutan desde hace tiempo. Y, después, bailemos.

Volveré a salir al frío de la noche para aplaudir calladamente con la esperanza de infundir a nuestros veladores calma, recogimiento y paz. Y esto con la solemnidad que precisa, la misma que ellos aplican a nuestras vidas.

Mientras, siguen estando presentes en mis oraciones.

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