El poder desgasta más que corrompe, sobre todo si uno ha llegado al lugar de privilegio que ahora ocupa ya corrompido de casa. En corrupción no hay niveles ni grados. Uno es corrupto tanto si roba 500 como si sólo distrae 50. Otra cosa es la pena que se le imponga al sujeto, que normalmente va a ir en consonancia con la gravedad del delito cometido.
Algunos de nuestros políticos, huelga decirlo, no lo tienen muy claro. Se creen que prevaricar con el cargo forma parte de una cultura intrínsecamente arraigada y propia, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. Pero eso no es así o no debe serlo, al menos en el norte de Europa, donde el talante demócrata de la ciudadanía eslava no parece conceder un ápice de tregua a la podredumbre estamental.
En el Sur es distinto. Aquí, determinados políticos creyeron que atar a los perros con longanizas, como hicimos la mayoría de nosotros hasta poco antes de explotar la burbuja económica -porque nos creíamos ricos, no sé muy bien si por convicción o por delirio, era señal inequívoca de que las ubres de la nación iban sobradas. Pero como siempre sucede en los cuentos con finales cruentos, la dura realidad se ha encargado de ponernos una vez más en nuestro sitio.
Si somos uno de los estados del continente con más corrupción por centímetro cuadrado, no es por demérito de los demás. Nuestro trabajo nos ha costado lograr esas cifras, sólo alcanzadas en determinados países con trayectoria más larga o de tradición secular más corrupta todavía que nosotros. De no ser por eso, y por la gran mayoría de la clase política que no está adherida a su cargo para medrar económicamente, la situación haría ya tiempo que hubiese estallado. Por fortuna, todavía quedan mirlos blancos.