Omar es —o podría serlo— un palestino cualquiera que se dedica a la agricultura como medio de subsistencia en un entorno no precisamente favorable. Trabaja duro para, al final de cada jornada, poder sentarse con su familia y comer. No pide mucho. Sólo que le dejen cultivar su tierra, pero eso, en una región donde el odio reina desde décadas, es demasiado pedir. Levanta la cabeza y mira el muro que sus vecinos, los israelíes, le han levantado —dicen que para protegerse de Hamás y también del pobre Omar que lo único que quiere es que lo dejen en paz y, si no es mucho pedir, vivir como se pueda. Omar mira al cielo temiendo que algún iluminado de su lado lance un cohete a la otra parte; sabe que detrás de él vendrán cientos del otro lado y esos sí que hacen estragos .
Los de Hamás —que dicen defender a Omar— se muestran temerarios porque no tienen nada que perder y los israelíes responden sacudiendo la tierra bajos sus pies. Omar mira el fuego cruzado consciente que en este conflicto lo único repartido en grandes cantidades y por igual entre los dos vecinos es el odio. El dolor, la sangre y las vidas, lo ponen en esta historia gente como Omar que reza por que entre sus vecinos no haya nigún yihadista ni líder de Hamás —únicos objetivos, en teoría, de los ataques israelíes—, pero aun no habiéndolos corren igual peligro. Al amanecer, Omar se levanta y se dispone a cultivar su pequeño terruño sabiendo que igual que la sal quema los campos el odio arrasa con la sensatez y la convivencia pacífica.