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22- M: Un grado más en el termómetro de la violencia callejera

La estrategia de la agitación

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La policía es en las dictaduras un brazo represor. Lo utiliza el Estado para abortar cualquier conato de rebelión o disidencia. Y en las muchas, férreas dictaduras, que hoy existen recubiertas con una piel de cordero, las “fuerzas de seguridad” ejecutan órdenes y, en demasiadas ocasiones, al propio ciudadano, sin que importe ni poco ni mucho el origen legítimo de la misma protesta o manifestación. Un ejemplo de lo anterior sería la dictadura disfrazada de democracia popular del sátrapa Maduro, digno heredero de quien ahora se le aparece en forma de pajarillo para susurrarle cancioncillas al oído, y su manera sistemática de violar uno a uno todos los derechos humanos en las calles de Venezuela.

La prerrogativa de manifestarse, de expresar en la calle de una forma pacífica el descontento que sentimos hacia quienes nos gobiernan, es algo indiscutible. Molesta siempre a los políticos que están en el Poder, claro, ya que es una manera de decirles: “No nos gusta; no aprobamos lo que hacéis” Mas ello, como la transparencia en las cuentas, el no prevaricar y la decencia en la gestión de lo público, es algo a lo que están sujetos. Los ciudadanos no sólo tienen derecho a exigirles explicaciones; también el deber. En el pecado los políticos llevan aparejada la penitencia.

Existe algo, sin embargo, que caracteriza a las manifestaciones: su inutilidad. Manifestarse no sirve para casi nada como no sea el dar rienda suelta al gaznate y quedarse afónico a fuerza de repetir eslóganes prefabricados y ramplones; un derecho al pataleo. Nunca o, por hacer una concesión retórica, en muy pocas ocasiones “la voz de la calle” ha cambiado una ley o variado algo sustancial (la participación en una guerra, la adscripción a un tratado etc.) Sé que habrá quien diga que esto no es cierto; que, por ejemplo, las protestas masivas en contra de la privatización de la sanidad en la Comunidad madrileña dieron su fruto y que entre todos se consiguió parar el despropósito. Pero me parece que en esa postura hay tanto de quimera como de voluntarismo, junto con una buena dosis de ingenuidad. El tiempo habrá de decirlo, pero los políticos ya intentarán colar la cosa de otra guisa, como nos colaron en el Euro, en la OTAN (“de entrada, no” ¿se acuerdan?), en la Guerra de Irak y en otros muchos asuntos sin duda muy convenientes para sus intereses.

La de cal ya está dicha; ahora la de arena
La llamada “marcha por la dignidad” que asoló las calles de Madrid el pasado fin de semana ha sido, según creo, la mayor expresión de lo que puede lograr la manipulación de la opinión pública alentada desde la demagogia más extrema. He escrito “asolado”, y me remito a la primera acepción del Diccionario: “asolar”= destruir, arruinar, arrasar.

El propósito de Cañamero, Sánchez Gordillo y otros que los secundan no es otro que el de desestabilizar el lábil equilibrio del castillo de naipes sobre el que se asienta la convivencia en nuestro país. Utilizan hábilmente la frustración y el cabreo justificado de la gente con un objetivo que no ocultan: acabar con el orden constitucional, derribando al Gobierno elegido en las urnas.

No hay que dudar, como en tantas otras ocasiones, de la buena voluntad de la mayoría de las personas que marcharon desde distintos puntos de España a concentrarse en Madrid el pasado domingo. Pero de la misma manera parece indudable que sólo unos pocos –los que planearon la gran manifestación- conocían los auténticos objetivos de aquellos que sólo pretenden crear el caos callejero para que España llegue a ser con el tiempo una república bananera.

Es posible, aunque dudoso, que los que atacaron con palos, piedras y todo lo que encontraron a mano a la policía fueran sólo los famosos “antisistema” (que, por cierto, siempre han existido y los que tenemos unos cuantos años todavía recordaremos al famoso “cojo Manteca”, un energúmeno que destrozaba escaparates y todo lo que se le pusiera por delante con ayuda de su muleta, aprovechando cualquier manifestación “de tronío”) Pero no es menos cierto que la policía en un país democrático no está para reprimir –y, de hecho, no reprimió- sino para garantizar la seguridad de las personas. En un país no democrático esa canalla enfurecida habría acabado muy mal a manos de la policía; aquí, esta se limitó a aguantar el tipo e intentó impedir que la lincharan.

Esas imágenes que estos días inundan las redes sociales y las televisiones lo dicen todo: los antidisturbios fueron víctimas no de la ira popular, sino de la de unos descerebrados cuya única consigna es destruir.

Y resulta muy preocupante ver cómo poco a poco esos artífices de la revuelta populista (los Cañameros, Gordillos y Willy Toledos) van logrando que suba la temperatura en las calles y que en ella crezca la violencia.

La próxima vez puede ser peor y la siguiente, mucho peor.

La estrategia de la agitación

22- M: Un grado más en el termómetro de la violencia callejera
Luis del Palacio
jueves, 27 de marzo de 2014, 08:10 h (CET)
La policía es en las dictaduras un brazo represor. Lo utiliza el Estado para abortar cualquier conato de rebelión o disidencia. Y en las muchas, férreas dictaduras, que hoy existen recubiertas con una piel de cordero, las “fuerzas de seguridad” ejecutan órdenes y, en demasiadas ocasiones, al propio ciudadano, sin que importe ni poco ni mucho el origen legítimo de la misma protesta o manifestación. Un ejemplo de lo anterior sería la dictadura disfrazada de democracia popular del sátrapa Maduro, digno heredero de quien ahora se le aparece en forma de pajarillo para susurrarle cancioncillas al oído, y su manera sistemática de violar uno a uno todos los derechos humanos en las calles de Venezuela.

La prerrogativa de manifestarse, de expresar en la calle de una forma pacífica el descontento que sentimos hacia quienes nos gobiernan, es algo indiscutible. Molesta siempre a los políticos que están en el Poder, claro, ya que es una manera de decirles: “No nos gusta; no aprobamos lo que hacéis” Mas ello, como la transparencia en las cuentas, el no prevaricar y la decencia en la gestión de lo público, es algo a lo que están sujetos. Los ciudadanos no sólo tienen derecho a exigirles explicaciones; también el deber. En el pecado los políticos llevan aparejada la penitencia.

Existe algo, sin embargo, que caracteriza a las manifestaciones: su inutilidad. Manifestarse no sirve para casi nada como no sea el dar rienda suelta al gaznate y quedarse afónico a fuerza de repetir eslóganes prefabricados y ramplones; un derecho al pataleo. Nunca o, por hacer una concesión retórica, en muy pocas ocasiones “la voz de la calle” ha cambiado una ley o variado algo sustancial (la participación en una guerra, la adscripción a un tratado etc.) Sé que habrá quien diga que esto no es cierto; que, por ejemplo, las protestas masivas en contra de la privatización de la sanidad en la Comunidad madrileña dieron su fruto y que entre todos se consiguió parar el despropósito. Pero me parece que en esa postura hay tanto de quimera como de voluntarismo, junto con una buena dosis de ingenuidad. El tiempo habrá de decirlo, pero los políticos ya intentarán colar la cosa de otra guisa, como nos colaron en el Euro, en la OTAN (“de entrada, no” ¿se acuerdan?), en la Guerra de Irak y en otros muchos asuntos sin duda muy convenientes para sus intereses.

La de cal ya está dicha; ahora la de arena
La llamada “marcha por la dignidad” que asoló las calles de Madrid el pasado fin de semana ha sido, según creo, la mayor expresión de lo que puede lograr la manipulación de la opinión pública alentada desde la demagogia más extrema. He escrito “asolado”, y me remito a la primera acepción del Diccionario: “asolar”= destruir, arruinar, arrasar.

El propósito de Cañamero, Sánchez Gordillo y otros que los secundan no es otro que el de desestabilizar el lábil equilibrio del castillo de naipes sobre el que se asienta la convivencia en nuestro país. Utilizan hábilmente la frustración y el cabreo justificado de la gente con un objetivo que no ocultan: acabar con el orden constitucional, derribando al Gobierno elegido en las urnas.

No hay que dudar, como en tantas otras ocasiones, de la buena voluntad de la mayoría de las personas que marcharon desde distintos puntos de España a concentrarse en Madrid el pasado domingo. Pero de la misma manera parece indudable que sólo unos pocos –los que planearon la gran manifestación- conocían los auténticos objetivos de aquellos que sólo pretenden crear el caos callejero para que España llegue a ser con el tiempo una república bananera.

Es posible, aunque dudoso, que los que atacaron con palos, piedras y todo lo que encontraron a mano a la policía fueran sólo los famosos “antisistema” (que, por cierto, siempre han existido y los que tenemos unos cuantos años todavía recordaremos al famoso “cojo Manteca”, un energúmeno que destrozaba escaparates y todo lo que se le pusiera por delante con ayuda de su muleta, aprovechando cualquier manifestación “de tronío”) Pero no es menos cierto que la policía en un país democrático no está para reprimir –y, de hecho, no reprimió- sino para garantizar la seguridad de las personas. En un país no democrático esa canalla enfurecida habría acabado muy mal a manos de la policía; aquí, esta se limitó a aguantar el tipo e intentó impedir que la lincharan.

Esas imágenes que estos días inundan las redes sociales y las televisiones lo dicen todo: los antidisturbios fueron víctimas no de la ira popular, sino de la de unos descerebrados cuya única consigna es destruir.

Y resulta muy preocupante ver cómo poco a poco esos artífices de la revuelta populista (los Cañameros, Gordillos y Willy Toledos) van logrando que suba la temperatura en las calles y que en ella crezca la violencia.

La próxima vez puede ser peor y la siguiente, mucho peor.

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