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Dos realidades contradictorias

Medios y ética

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Produce una sensación muy cercana a la náusea ver la forma en que buena parte de la sociedad reacciona ante un hecho tan triste e incomprensible como el asesinato de una niña de doce años. Desde hace más de una semana casi no existe informativo o “magazine” en radio o televisión donde no se trate hasta la saciedad un asunto que sólo debería competer a las autoridades y expertos que investiguen cómo se produjo la muerte y qué indujo a los autores –cualesquiera fuesen- a cortar una vida que apenas empezaba. Pero a la crueldad que ello supone se le añade otro crimen: el linchamiento mediático –verdadera lacra en nuestro país- también llamado “pena de telediario”. Y hablo de “crimen” porque crimen es prejuzgar y ejecutar sumariamente –aunque sólo sea en efigie- a quien no conocemos ni hemos escuchado jamás; a personas de las que ignorábamos su mera existencia hasta hace poco más de diez días.

Las cadenas de televisión, y en menor medida las de radio y la prensa escrita, hacen su agosto cada vez que se produce uno de estos hechos. Y no voy a decir que se frotan las manos, porque sería un juicio precipitado en el que no quiero caer y, además, no faltarían los fariseos que me afearían el comentario. Pero lo cierto es que estos medios de comunicación, que rara vez acogen a programas que formen el espíritu sino a aquellos que lo deforman, explotando los más oscuros y menos amables recovecos de la naturaleza humana, ven cómo sus índices de audiencia se elevan hasta la estratosfera, explotando la curiosidad malsana y eso que llamamos “morbo”.

La ética de los que deciden explotar el filón brilla por su ausencia. Sólo cuentan los intereses comerciales. Pero lo peor no está ahí. La televisión es un medio que no sólo “crea” opinión, sino que hábilmente la manipula. Y la sociedad quiere un culpable. Es preciso encontrar cuanto antes la figura de Caín para volcar en ella parte de la ira y la frustración que acogota a muchos en su vida diaria.

Esos medios aportan la carnaza. Montan en el plató un tribunal del Santo Oficio al que acuden improvisados fiscales que airean sus teorías y sus prejuicios. El “presidente” –es decir, el presentador del programa- dosifica con maestría las descargas de adrenalina en forma de entrevistas con gente relacionada con el caso, con abogados y forenses y con la vecina del quinto que “creía saber algo”. Interrumpe estas intervenciones con el consabido “cinco minutos para la publicidad y volvemos con más información. No se vayan” Es el momento más goloso para el canal y que justifica todo lo demás.

A lo largo de los días, una buena parte de nuestros conciudadanos tiene ya una “idea” formada sobre lo que sucedió e incluso ha elegido a los culpables. De nada sirve que haya algo, que en teoría existe, que se llama JUSTICIA, y que el linchamiento sea un delito. Mucho menos el viejo principio del Derecho “in dubio, pro reo” (en caso de duda, a favor del reo) en el que se funda la presunción de inocencia. No sólo lanceamos toros, también lo hacemos con nuestros congéneres en cuanto se presenta la ocasión.

Todo quedaría ahí, en la pura “realidad virtual”, que ni es realidad ni tiene virtud alguna, si no hubiéramos incorporado a nuestras prácticas judiciales una figura que nos es tan ajena como el béisbol, los rodeos o el klu-klux-clan. Me refiero, por supuesto, al jurado popular.

Y para quien no sepa a qué me estoy refiriendo, recordaré el caso de una mujer acusada y condenada por asesinato, que llevaría ya largos años en la cárcel de no haber sido porque el puro azar, combinado con la acción de los investigadores, hizo que el ADN en una simple colilla hallada junto al cuerpo de una segunda víctima, identificara al auténtico asesino.

Aquella mujer, declarada culpable por un jurado popular de un delito que no había cometido, fue condenada mucho antes por la opinión pública, manipulada a su antojo por tantos como en nuestro país convierten al periodismo en una inmunda corrala. Su gran delito era ser antipática y poco fotogénica; no haber gustado a la audiencia.

Medios y ética

Dos realidades contradictorias
Luis del Palacio
miércoles, 2 de octubre de 2013, 05:52 h (CET)
Produce una sensación muy cercana a la náusea ver la forma en que buena parte de la sociedad reacciona ante un hecho tan triste e incomprensible como el asesinato de una niña de doce años. Desde hace más de una semana casi no existe informativo o “magazine” en radio o televisión donde no se trate hasta la saciedad un asunto que sólo debería competer a las autoridades y expertos que investiguen cómo se produjo la muerte y qué indujo a los autores –cualesquiera fuesen- a cortar una vida que apenas empezaba. Pero a la crueldad que ello supone se le añade otro crimen: el linchamiento mediático –verdadera lacra en nuestro país- también llamado “pena de telediario”. Y hablo de “crimen” porque crimen es prejuzgar y ejecutar sumariamente –aunque sólo sea en efigie- a quien no conocemos ni hemos escuchado jamás; a personas de las que ignorábamos su mera existencia hasta hace poco más de diez días.

Las cadenas de televisión, y en menor medida las de radio y la prensa escrita, hacen su agosto cada vez que se produce uno de estos hechos. Y no voy a decir que se frotan las manos, porque sería un juicio precipitado en el que no quiero caer y, además, no faltarían los fariseos que me afearían el comentario. Pero lo cierto es que estos medios de comunicación, que rara vez acogen a programas que formen el espíritu sino a aquellos que lo deforman, explotando los más oscuros y menos amables recovecos de la naturaleza humana, ven cómo sus índices de audiencia se elevan hasta la estratosfera, explotando la curiosidad malsana y eso que llamamos “morbo”.

La ética de los que deciden explotar el filón brilla por su ausencia. Sólo cuentan los intereses comerciales. Pero lo peor no está ahí. La televisión es un medio que no sólo “crea” opinión, sino que hábilmente la manipula. Y la sociedad quiere un culpable. Es preciso encontrar cuanto antes la figura de Caín para volcar en ella parte de la ira y la frustración que acogota a muchos en su vida diaria.

Esos medios aportan la carnaza. Montan en el plató un tribunal del Santo Oficio al que acuden improvisados fiscales que airean sus teorías y sus prejuicios. El “presidente” –es decir, el presentador del programa- dosifica con maestría las descargas de adrenalina en forma de entrevistas con gente relacionada con el caso, con abogados y forenses y con la vecina del quinto que “creía saber algo”. Interrumpe estas intervenciones con el consabido “cinco minutos para la publicidad y volvemos con más información. No se vayan” Es el momento más goloso para el canal y que justifica todo lo demás.

A lo largo de los días, una buena parte de nuestros conciudadanos tiene ya una “idea” formada sobre lo que sucedió e incluso ha elegido a los culpables. De nada sirve que haya algo, que en teoría existe, que se llama JUSTICIA, y que el linchamiento sea un delito. Mucho menos el viejo principio del Derecho “in dubio, pro reo” (en caso de duda, a favor del reo) en el que se funda la presunción de inocencia. No sólo lanceamos toros, también lo hacemos con nuestros congéneres en cuanto se presenta la ocasión.

Todo quedaría ahí, en la pura “realidad virtual”, que ni es realidad ni tiene virtud alguna, si no hubiéramos incorporado a nuestras prácticas judiciales una figura que nos es tan ajena como el béisbol, los rodeos o el klu-klux-clan. Me refiero, por supuesto, al jurado popular.

Y para quien no sepa a qué me estoy refiriendo, recordaré el caso de una mujer acusada y condenada por asesinato, que llevaría ya largos años en la cárcel de no haber sido porque el puro azar, combinado con la acción de los investigadores, hizo que el ADN en una simple colilla hallada junto al cuerpo de una segunda víctima, identificara al auténtico asesino.

Aquella mujer, declarada culpable por un jurado popular de un delito que no había cometido, fue condenada mucho antes por la opinión pública, manipulada a su antojo por tantos como en nuestro país convierten al periodismo en una inmunda corrala. Su gran delito era ser antipática y poco fotogénica; no haber gustado a la audiencia.

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