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Fantasmas de otras pesadillas

Nairobi y Peshawar

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Viví muy de cerca el atentado a la embajada de EEUU en Nairobi, hace quince años. Desde entonces el terrorismo islamista no ha hecho más que avanzar. Tuvo su momento álgido el 11 de septiembre de 2001, con la muerte de casi tres mil personas en el ataque a las Torres Gemelas. Madrid y Londres son dos inevitables y dolorosas referencias posteriores. Y ahora de nuevo Nairobi, y Peshawar, en Pakistán. Una siniestra coincidencia –o no- que nos hace ver algo tan obvio como que nuestra vida pende de un hilo tan fino como el que teje la araña.

Pero sólo caemos en la cuenta cuando sucede cerca o en algún lugar que hemos frecuentado –como es ahora mi caso, y ya por segunda vez, con el atentado en la capital de Kenia- de que, por mucho que nos empeñemos en aferrarnos a lo cotidiano para sentirnos seguros, la certeza de que al volver a casa “todo seguirá igual” no es más que un quitamiedos que nos permite seguir adelante. Por un accidente o una muerte repentina puede convertirse en pretérito el tiempo que empleemos para referirnos a alguien cercano. También, cada vez con más frecuencia, por un acto de terrorismo. No es algo nuevo, ni los que lo perpetran son siempre fanáticos islamistas (recuérdese el atentado que hace dos años asoló a una pequeña isla noruega) pero el estupor, la muerte y destrucción de vidas son equiparables.

Las víctimas de este fin de semana en Peshawar -fieles cristianos que salían de una iglesia- y Nairobi –clientes de un centro comercial, frecuentado por “infieles occidentales”- han sido dianas cuidadosamente elegidas, y no sería raro que hubiese una conexión táctica entre ambas, ya que el terrorismo islamista, aunque muy dividido, persigue un objetivo común, que no es otro que desestabilizar primero y destruir a continuación nuestros valores y nuestra civilización. Así de simple.

Pocos años antes de su muerte, la gran periodista italiana Oriana Falacci publicó un libro muy polémico, “El orgullo y la rabia”, verdadera bestia negra de los partidarios de la “teoría del buenismo” y la quimérica “alianza de las civilizaciones”. Un revulsivo para conciencias adormecidas, en el que no se aboga por responder con violencia a los actos de violencia indiscriminada y ciega, sino con algo mucho más eficaz: la intransigencia. Y es que a veces no ser tolerante, no transigir, no comulgar a la trágala con ruedas de molino, es la actitud adecuada. Hay que decir “¡basta! Hasta aquí hemos llegado” y desde el poder político –ese que, en teoría, emana del pueblo- poner veto a la propagación de ideas sectarias, excluyentes y xenófobas.

¿A qué se refería Oriana Falacci? Por supuesto a las mezquitas, a las madrasas, a todos aquellos púlpitos instalados en nuestras naciones desde los que se incita a combatir a los que no siguen las doctrinas de su Profeta. Son pocos los escritores y periodistas los que se han atrevido a hablar claro de este asunto; especialmente tras la publicación, a mediados de los años ochenta, de “Los versos satánicos”, y de que el ayatolah Jomeini pusiera precio a la cabeza de su autor, Salman Rushdie. Oriana Falacci, consciente acaso de que otra cimitarra tan implacable –el cáncer- habría de llevársela por delante antes que la de algún fanático, habló claro. Y harían falta muchas más voces como la suya.

En un mundo tan paradójico como el nuestro, en el conviven posturas humanistas con otras materialistas, el ansia de verdadera justicia con la Ley del Talión, es preciso mantener la cabeza serena para detectar dónde está el origen del problema y erradicarlo.

En Nairobi ese origen se hallaba en el barrio marginal de Eastleigh, nido de apátridas somalíes desde hace mucho tiempo. Un verdadero gheto terrorista, conocido por todos los que vivimos una larga temporada en la capital keniana.

Y las autoridades toleraron, transigieron, aceptaron una situación que ahora se les ha ido de las manos. Habría que preguntarse cuántos barrios y reductos similares hay repartidos por todo el mundo. Saber la respuesta nos aterrorizaría.

Nairobi y Peshawar

Fantasmas de otras pesadillas
Luis del Palacio
martes, 24 de septiembre de 2013, 08:10 h (CET)
Viví muy de cerca el atentado a la embajada de EEUU en Nairobi, hace quince años. Desde entonces el terrorismo islamista no ha hecho más que avanzar. Tuvo su momento álgido el 11 de septiembre de 2001, con la muerte de casi tres mil personas en el ataque a las Torres Gemelas. Madrid y Londres son dos inevitables y dolorosas referencias posteriores. Y ahora de nuevo Nairobi, y Peshawar, en Pakistán. Una siniestra coincidencia –o no- que nos hace ver algo tan obvio como que nuestra vida pende de un hilo tan fino como el que teje la araña.

Pero sólo caemos en la cuenta cuando sucede cerca o en algún lugar que hemos frecuentado –como es ahora mi caso, y ya por segunda vez, con el atentado en la capital de Kenia- de que, por mucho que nos empeñemos en aferrarnos a lo cotidiano para sentirnos seguros, la certeza de que al volver a casa “todo seguirá igual” no es más que un quitamiedos que nos permite seguir adelante. Por un accidente o una muerte repentina puede convertirse en pretérito el tiempo que empleemos para referirnos a alguien cercano. También, cada vez con más frecuencia, por un acto de terrorismo. No es algo nuevo, ni los que lo perpetran son siempre fanáticos islamistas (recuérdese el atentado que hace dos años asoló a una pequeña isla noruega) pero el estupor, la muerte y destrucción de vidas son equiparables.

Las víctimas de este fin de semana en Peshawar -fieles cristianos que salían de una iglesia- y Nairobi –clientes de un centro comercial, frecuentado por “infieles occidentales”- han sido dianas cuidadosamente elegidas, y no sería raro que hubiese una conexión táctica entre ambas, ya que el terrorismo islamista, aunque muy dividido, persigue un objetivo común, que no es otro que desestabilizar primero y destruir a continuación nuestros valores y nuestra civilización. Así de simple.

Pocos años antes de su muerte, la gran periodista italiana Oriana Falacci publicó un libro muy polémico, “El orgullo y la rabia”, verdadera bestia negra de los partidarios de la “teoría del buenismo” y la quimérica “alianza de las civilizaciones”. Un revulsivo para conciencias adormecidas, en el que no se aboga por responder con violencia a los actos de violencia indiscriminada y ciega, sino con algo mucho más eficaz: la intransigencia. Y es que a veces no ser tolerante, no transigir, no comulgar a la trágala con ruedas de molino, es la actitud adecuada. Hay que decir “¡basta! Hasta aquí hemos llegado” y desde el poder político –ese que, en teoría, emana del pueblo- poner veto a la propagación de ideas sectarias, excluyentes y xenófobas.

¿A qué se refería Oriana Falacci? Por supuesto a las mezquitas, a las madrasas, a todos aquellos púlpitos instalados en nuestras naciones desde los que se incita a combatir a los que no siguen las doctrinas de su Profeta. Son pocos los escritores y periodistas los que se han atrevido a hablar claro de este asunto; especialmente tras la publicación, a mediados de los años ochenta, de “Los versos satánicos”, y de que el ayatolah Jomeini pusiera precio a la cabeza de su autor, Salman Rushdie. Oriana Falacci, consciente acaso de que otra cimitarra tan implacable –el cáncer- habría de llevársela por delante antes que la de algún fanático, habló claro. Y harían falta muchas más voces como la suya.

En un mundo tan paradójico como el nuestro, en el conviven posturas humanistas con otras materialistas, el ansia de verdadera justicia con la Ley del Talión, es preciso mantener la cabeza serena para detectar dónde está el origen del problema y erradicarlo.

En Nairobi ese origen se hallaba en el barrio marginal de Eastleigh, nido de apátridas somalíes desde hace mucho tiempo. Un verdadero gheto terrorista, conocido por todos los que vivimos una larga temporada en la capital keniana.

Y las autoridades toleraron, transigieron, aceptaron una situación que ahora se les ha ido de las manos. Habría que preguntarse cuántos barrios y reductos similares hay repartidos por todo el mundo. Saber la respuesta nos aterrorizaría.

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