Su familia elaboraba y exportaba vinos, vinos tan olorosos como esas “Rosas negras” que nos asusta leer a fondo pues así van cargadas de un profundo aroma poético. Él elabora y exporta poesía desde su Valdepeñas natal, desde sus museos en los que ha trabajado y trabaja, esos lugares emblemáticos donde se aísla a veces, donde Joaquín Brotons posiblemente lea y escriba en algún momento de asueto. ¡Ay!, compañero, imposible escaparse de La Mancha, ni de la grandeza de sus temas, ni siquiera con la poesía podrías conseguirlo.
Antes de escuchar qué nos dicen esas oscuras flores nos paseamos por otros títulos. Muertos, máscaras, desamor, desencanto, soledad, amor ambiguo, desnudez..., son palabras límite que adopta para titular sus poemarios en toda una vida dedicada a la poesía. Demasiada penumbra y pesimismo, ¿demasiada? En realidad, así es el mundo y consecuentemente así nos elabora los versos Joaquín Brotons. Bebámoslos pues, el poeta nos los sirve en una copa de vino púrpura y es que acostumbra a dibujar en cada dedicatoria una copa del vino de su poesía junto a una mano, esa que nos tiende de una manera cómplice, su mano de poeta. Ya es clásica esta dedicatoria en sus obras porque él mismo es un clásico de la lírica en tierras manchegas, verdaderas ínsulas que destapan el arte a manos llenas, no cuando quieren, sino cuando pueden o las dejan.
Rodeado de flores negras, como un adonis griego rodeado de pámpana, como las figuras que elige para las portadas, Joaquín Brotons besa y echa al fuego sus versos, después se lanza a una pasión desenfrenada por el amor y la belleza. Pero ese frenesí le dura poco. De inmediato se alía con la luna para morir de amor como un romántico empedernido, con los ojos cerrados. Incluso la lujuria la hace bella y frenética en sus palabras, pero pronto se recupera en la amistad; sin embargo, no puede evitar introducir sus versos con la evocación de los clásicos griegos en un enjambre deliciosamente loco de ninfas y de faunos, pleno de erotismo. Flores negras, entre el licor y el tabaco, entre poetas de altura, entre blasfemias pecaminosas, rosas negras para sí mismo en una ofrenda íntima, en un ritual irónicamente salvador de su propia existencia o de su desengaño.
Desde esas flores desarrapadas y noctámbulas, pero exageradamente ciertas, de sus primeras obras no nos extraña este otro título que la Librería Ibrahín de Valdepeñas le ha publicado en su Colección “El café de papel”, su última obra, “Adiós, muchachos”, es un pliego poético, un pentagrama de prosa poética compuesto de “Adiós, amigo”, “Sixto”, “Joven obrero”, “Said, y “Ajuste de cuentas”. En las cinco composiciones se acentúan aún más las rosas negras, pero ya no son flores, el tiempo de las flores pasó para Brotons. Es hora del recuerdo de las flores lejanas del amor jovial, de ese amor homosexual y todavía esperanzado en la vida, con atisbos de placer donde intervienen todos los sentidos.
“Adiós, muchachos” es una llamada de atención y una despedida, es volver a incidir en la máscara que nos acompaña en los días de ángeles caídos para preguntarnos de nuevo, ¿para cuándo la felicidad del hombre? La respuesta es, a mi parecer, el ajuste de cuentas final, el ajuste del paso del tiempo. Sólo queda la poesía si es que todavía sabe sernos fiel, duda el poeta. Nos es fiel. No, Brotons, la poesía nunca será una prostituta de labios colorados. Está ahí, descúbrela en tu isla, también bonita, de Valdepeñas, en tus museos, en tus propios libros porque existe. Poeta, piensa que en este poco romántico siglo XXI hay quien no tiene isla, ni museo, ni un pliego de poesía de café y azucarillo para endulzarse o para expresar cómo la vida nos aprieta en el pecho entre rosas y adioses. Hasta siempre.