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Todos los que nos atrevemos a emborronar cuartillas hemos comenzado por ser unos grandes lectores

Escribir y leer

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He recibido con gran ilusión una llamada telefónica de una de mis nietas, Victoria, una adolescente de apenas catorce años, que me dice ilusionadamente que va a empezar a escribir un libro. No me extraña. Alguno de mis hijos y nietos han heredado mi afición a los libros y en sus casas se les ve con la tele apagada y devorando literatura.

Esta noticia me hace retrotraerme a mi infancia y en una especie de flashback me he vuelto a ver en mis siete u ocho años pidiéndoles a los Reyes libritos de la colección Pulga. Después y, hasta el día de hoy, me he leído hasta el prospecto de las medicinas. En casa de mis padres no había muchos libros, salvo las novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía que encantaban a mi padre –un gran amante de los westerns-. Mi generación se crió sin tele y apenas sin radio. Alquilábamos tebeos de “El guerrero del antifaz”, “El capitán Trueno”, “FBI”, “Hazañas Bélicas”, “Roberto Alcazar y Pedrín”, el “TBO” y el “Pulgarcito” entre otros.

A medida que fui descubriendo los cubículos donde podía encontrar libros, me “ventilé” toda la colección de revistas de “selecciones del Reader’s Digest”, una americanada que resumía novelas y artículos propagandísticos de los Yankees que conservaba un tío mío. Después, cuando pude económicamente, estuve años suscrito a la misma. A partir de los once años, cuando entre en la Escuela de Comercio, descubrí las diversas bibliotecas públicas que se encontraban en las diversas instituciones malagueñas. Empezando por la de la cercana Diputación en la que me leí todas las obras de Salgari, Stevenson y Verne. Después, la Casa de la Cultura, antes de ser derruida para redescubrir el teatro romano, así como la biblioteca de la Caja de Ahorros de Ronda en la Acera de la Marina y dos pequeñas que se encontraban: una en el parque, en la glorieta que hay frente al Málaga Palacio y otra que se encontraba escondida en la Coracha.

Cuando comencé a tener cierta capacidad de compra me hice con todos los premios Planeta, toda la literatura de ciencia ficción y de terror que pude: Simeón, Christie, Doyle, Chesterton, la literatura española de siempre: Galdós, Cela, Pérez Reverte, Blasco Ibáñez, los libros que me recomendaba mi amigo Jorge Denis y cuantos textos que me gustaban del incipiente “Círculo de Lectores”. Al final, no sé cómo, me he hecho con unos miles de volúmenes que ocupan un buen espacio de mi casa y que nadie quiere ya. El Internet y, los para mi odiosos, libros “enlatados”, van a acabar con el suave tacto y el ruido delicioso de las hojas al pasar.

Encima ya nadie escribe cartas. El lenguaje epistolar era una especie de literatura menor que nos hacía estrujar las mentes y relatar lo que sucedía a nuestro alrededor con cierto detalle. Ya no se escribe ni “la carta del soldado”, ni las cartas “de novios”. Hoy en día se escribe mucho y mal, en cortos espacios, dentro de las redes. No creo que ninguno de los textos transmitidos sea digno de incluir en una antología… como no sea la del disparate.

Por todo lo dicho anteriormente, creo que es una buena noticia la que hoy comparto con Vds. Una chiquilla se apresta a tirar de imaginación y de recuerdos para poner sus pensamientos a disposición de quien los quiera conocer, o, simplemente, para disfrutar del hecho de poner “negro sobre blanco”, en la pantalla de su ordenador, sus pensamientos de manera coherente. Es una “buena noticia” que todavía queden amantes de los libros. Aunque sean digitales. Muchos acabarán como yo, escribiendo; mal, pero escribiendo.

Escribir y leer

Todos los que nos atrevemos a emborronar cuartillas hemos comenzado por ser unos grandes lectores
Manuel Montes Cleries
lunes, 15 de abril de 2019, 16:00 h (CET)

He recibido con gran ilusión una llamada telefónica de una de mis nietas, Victoria, una adolescente de apenas catorce años, que me dice ilusionadamente que va a empezar a escribir un libro. No me extraña. Alguno de mis hijos y nietos han heredado mi afición a los libros y en sus casas se les ve con la tele apagada y devorando literatura.

Esta noticia me hace retrotraerme a mi infancia y en una especie de flashback me he vuelto a ver en mis siete u ocho años pidiéndoles a los Reyes libritos de la colección Pulga. Después y, hasta el día de hoy, me he leído hasta el prospecto de las medicinas. En casa de mis padres no había muchos libros, salvo las novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía que encantaban a mi padre –un gran amante de los westerns-. Mi generación se crió sin tele y apenas sin radio. Alquilábamos tebeos de “El guerrero del antifaz”, “El capitán Trueno”, “FBI”, “Hazañas Bélicas”, “Roberto Alcazar y Pedrín”, el “TBO” y el “Pulgarcito” entre otros.

A medida que fui descubriendo los cubículos donde podía encontrar libros, me “ventilé” toda la colección de revistas de “selecciones del Reader’s Digest”, una americanada que resumía novelas y artículos propagandísticos de los Yankees que conservaba un tío mío. Después, cuando pude económicamente, estuve años suscrito a la misma. A partir de los once años, cuando entre en la Escuela de Comercio, descubrí las diversas bibliotecas públicas que se encontraban en las diversas instituciones malagueñas. Empezando por la de la cercana Diputación en la que me leí todas las obras de Salgari, Stevenson y Verne. Después, la Casa de la Cultura, antes de ser derruida para redescubrir el teatro romano, así como la biblioteca de la Caja de Ahorros de Ronda en la Acera de la Marina y dos pequeñas que se encontraban: una en el parque, en la glorieta que hay frente al Málaga Palacio y otra que se encontraba escondida en la Coracha.

Cuando comencé a tener cierta capacidad de compra me hice con todos los premios Planeta, toda la literatura de ciencia ficción y de terror que pude: Simeón, Christie, Doyle, Chesterton, la literatura española de siempre: Galdós, Cela, Pérez Reverte, Blasco Ibáñez, los libros que me recomendaba mi amigo Jorge Denis y cuantos textos que me gustaban del incipiente “Círculo de Lectores”. Al final, no sé cómo, me he hecho con unos miles de volúmenes que ocupan un buen espacio de mi casa y que nadie quiere ya. El Internet y, los para mi odiosos, libros “enlatados”, van a acabar con el suave tacto y el ruido delicioso de las hojas al pasar.

Encima ya nadie escribe cartas. El lenguaje epistolar era una especie de literatura menor que nos hacía estrujar las mentes y relatar lo que sucedía a nuestro alrededor con cierto detalle. Ya no se escribe ni “la carta del soldado”, ni las cartas “de novios”. Hoy en día se escribe mucho y mal, en cortos espacios, dentro de las redes. No creo que ninguno de los textos transmitidos sea digno de incluir en una antología… como no sea la del disparate.

Por todo lo dicho anteriormente, creo que es una buena noticia la que hoy comparto con Vds. Una chiquilla se apresta a tirar de imaginación y de recuerdos para poner sus pensamientos a disposición de quien los quiera conocer, o, simplemente, para disfrutar del hecho de poner “negro sobre blanco”, en la pantalla de su ordenador, sus pensamientos de manera coherente. Es una “buena noticia” que todavía queden amantes de los libros. Aunque sean digitales. Muchos acabarán como yo, escribiendo; mal, pero escribiendo.

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