Vivimos o, por mejor decir, casi vegetamos en un mundo que reprime en mayor o menor medidas nuestros placeres.Mundo en que, como denunciaba un escritor inglés, “se es tanto más caballero cuanto de más cosas se avergüenza uno”. De las que más se ruboriza es todavía la de excretar; y eso a pesar de que, como opinaba otro caballero inglés, nada menos que santo Tomás Moro, en un mundo ideal, de “Utopía”, se encontraría gran placer en evacuar, tema que retomaría después Freud.
En esta atormentada España, “país de catedrales y de blasfemias”, todavía ha tenido una ridícula importancia, interviniendo los tribunales, la blasfemia escatológica de un mediocre actor como Willy Toledo. Otro actor de mucha más categoría, José Sacristán, le ha dicho lo obvio para toda persona educada: que hay que respetar a la gente, de toda edad y condición, a la que eso ofende (y, añado, ese ataque confirma en sus ideas). Pero el mismo Sacristán añade que “me cago en dios doce veces por segundo”. Lamento que tenga esa diarrea mental, mucho más grave que la física y no curable con pastillas. Opino que en pleno siglo XXI lo más racional entre los ateos -ya un cuarenta por ciento de la población- es dejar de “joder” al prójimo y de cagarse en ningún mito protohistórico; viviendo en Madrid, le aseguro que nunca se me ha ocurrido hacerlo en Cibeles o Neptuno.