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Opinión
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Todos íbamos en ese tren

El terrorismo nace del odio, se basa en el desprecio de la vida del hombre y es un auténtico crimen contra la humanidad. (Juan Pablo II)
Juan José Cervera
lunes, 12 de marzo de 2012, 08:31 h (CET)
11 marzo 2004. Parece mentira que hayan pasado ya 8 años de la terrible tragedia que sacudió a la inocente sociedad española.

Matar, asesinar, fusilar, linchar, inmolar… -¿armisticio?, ojala- palabras que, tristemente, se suelen repetir en los informativos de la mayoría de los medios de comunicación. Aquel día 191 personas, sin quererlo, se convirtieron en héroes anónimos, en las víctimas que encendieron la llama del ¡Basta ya!, un fuego que todavía arde y brilla con el agridulce recuerdo imborrable.

En mi cabeza de efervescente adolescente no entra la idea de que existan seres capaces de hacer tales aberraciones guiados por malinterpretados motivos dogmáticos o simplemente por instaurar sus ideas.  Vivimos en una época paradójica, en la que se alza un clamor universal en favor de la paz, mientras afloran, como setas de otoño, guerras por doquier. Un disparate.

Hugo Grocio, siguiendo a Aristóteles, suponía que las guerras siempre se plantean como un medio para obtener la paz. Ello no ha impedido que, repetidamente, ese medio tienda a convertirse en el fin mismo, de modo que podemos afirmar que el hombre vive en estado de guerra permanente, obteniendo un doble anhelo de paz y destrucción. El mundo se ha dado cuenta, tarde o no, pero está utilizando todos los instrumentos necesarios. Aquí en España, ETA ha anunciado ‘su cese definitivo de su actividad armada’, un comunicado lleno de esperanza y que puede significar el comienzo del fin.

Porqué llegará un momento donde callarán las armas, y las palabras junto al diálogo tendrán el protagonismo.

En conmemoración de las personas que desde el cielo sonríen al ver el nuevo camino que se está intentando forjar. Descansad en paz.

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Hay noticias que rayan el insulto y el desprecio hacia quienes se dirigen. Que son asumidas como una verdad irrefutable y que en ese globo sonda enviado no tiene la menor respuesta indignada de quienes las reciben. El problema, por tanto, no es la noticia en sí, sino la palpable realidad de que han convertido al ciudadano en un tipo pusilánime. En un mendigo de migajas a quien los grandes poderes han decidido convertirle, toda su vida, en un esclavo del trabajo.

La sociedad española respira hoy un aire denso, cargado de indignación y desencanto. La sucesión de escándalos de corrupción que salpican al partido en el Gobierno, el PSOE, y a su propia estructura ejecutiva, investigados por la Guardia Civil, no son solo casos aislados como nos dicen los voceros autorizados. Son síntomas de una patología profunda que corroe la confianza ciudadana.

Frente a las amenazas del poder, siempre funcionaron los contrapesos. Hacen posible la libertad individual, que es la única real, aunque veces no seamos conscientes de la misma, pues se trata de una condición, como la salud, que solo se valora cuando se pierde. Los tiranos, o aspirantes a serlo, persiguen siempre el objetivo de concentrar todos los poderes. Para evitar que lo logren, están los contrapesos.

 
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