Me permito iniciar esta columna formulando una pregunta clara y concisa: ¿Sabe usted cuántas contraseñas está manejando en la actualidad? ¿Se las sabe todas de memoria? Si ha respondido que sí a las dos y sin consultar ningún aparato más que su cerebro no siga leyendo porque no estará de acuerdo con mi humilde opinión. Si como intuyo, no ha sido capaz, acompáñeme por favor que nos vamos a desahogar juntos.
Vivir sin contraseñas se ha convertido en una utopía, ya que todas nuestras actividades online requieren claves de acceso: darse de alta para leer el periódico, el mail, para consultar los movimientos en la cuenta bancaria o para efectuar las compras online. Se supone que se crearon para ofrecernos la máxima seguridad en el mundo virtual, y se supone también que son personales e intransferibles. Y lo que no se supone, porque es la realidad, es que vivir con ellas se ha convertido en algo negativo.
Las reglas para su elaboración son múltiples y enrevesadas: no debo usar ni la fecha de nacimiento ni la combinación 12345678, y hay que incluir como mínimo ocho caracteres, mayúsculas, minúsculas con asteriscos o símbolos de exclamación. Tampoco puedo tener una para todos mis dispositivos y cuentas porque si alguien la descifra estoy perdido, y no debo dársela nunca a nadie. No debo mantenerlas demasiado tiempo para la misma cuenta, y por encima de todo no debo olvidarlas, porque si lo hago, empieza de nuevo el proceso para crear nuevas que cumplan con los requisitos. De hecho, sería fascinante saber la lógica que cada uno sigue para elaborarlas: ¿el apellido materno de mi bisabuelo paterno sin vocales y su edad al fallecer dividida por tres con una almohadilla al final? ¿El nombre de mi amor con mayúsculas y minúsculas más la dirección de su antigua casa al revés y tres asteriscos? Si algún genio fuera capaz de deducir la lógica que cada uno sigue para elaborarlas se haría de oro, es decir, parejas celosas, delincuentes de todo tipo, agentes secretos y curiosos de toda calaña pagarían un dineral por obtener esa lógica.
Pero dejemos de fantasear y vayamos a lo práctico, ya que “lo más inteligente es aceptar que estamos atrapados”, y puesto que salirse de esta espiral es imposible es necesario que busquemos soluciones: podemos confiar nuestras contraseñas a los generadores automáticos hasta que alguien reviente la seguridad de estos sistemas y nos desnuden, podemos apuntarlo todo en una libretita de espiral con papel cuadriculado que no podemos perder porque no hay copia de seguridad posible, y podemos, por último, intentar tener las menos aplicaciones posibles reduciendo así el número de códigos de acceso... Ya sé, es un tema complicado aunque aparentemente sea sencillo.
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