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Micro-génesis de la corrupción y el hambre

El olvido del comido y el cacique disfrazado

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L. Tolstoi advertía en una carta al zar Nicolás II de Rusia que “antes de dar al pueblo sacerdotes, soldados y maestros, sería oportuno saber si no se está muriendo de hambre”. Desde luego, no llegan las mismas ideas a la cabeza al que tiene el estómago lleno que al que lo tiene vacío. No hemos dejado de ser primitivos y visuales a la hora de razonar, opinar y comunicarnos. La mayoría necesita ver la muleta, la venda y la cicatriz para justificar la enfermedad; las moscas, los buitres y el vientre hinchado para clamar auxilio por el hambre. Sin embargo, el problema del hambre en un país desarrollado es como una bombilla fundida en una parrilla de luces intermitentes, invisible. No contamos con estadísticas periódicas y oficiales del INE sobre el hambre en nuestro país, solo aparecen publicaciones esporádicas de ONGs (SESPAS, Cáritas, Save the Children, etc.) que sirven para alarmar sobre un problema poco conocido y de poco interés para muchos.

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El gobierno tiene la obligación, legal y moral, de garantizar al menos la subsistencia de sus ciudadanos y no dejarla en manos de la solidaridad de vecinos y voluntariado. Un parche que no se está llevando a cabo ni siquiera de manera generalizada es la apertura de los comedores escolares durante el verano. La vulnerabilidad de los niños pobres es doble debido al hambre y a la tendencia a la delincuencia en sus diversas formas como medio de vida. Las ciudades llenas de terrazas atestadas de clientes están trufadas de hogares que no llegan a medio mes, de niños que la única comida completa que hacen es la que le dan en el colegio y de indigentes inmóviles para no gastar lo poco que comieron hace días. No cabe duda de que el modelo de Estado que presentamos en nuestra Constitución y el sistema económico que tenemos, proponen y hacen cosas incompatibles.

La situación no se ha vuelto insostenible por la presión demográfica, ni por la admisión de inmigrantes, ni por la inversión social, ni siquiera por el aumento del desempleo. Se ha vuelto insoportable por los abusos y por la corrupción institucionalizada, en la ciudadanía y en los gobernantes. España ha generado una cultura basada en la estafa, en el “¿y quién se va a enterar?”, en el “¿y quién no lo hace?” y en “serás el único tonto que no mete la mano”. Desgraciadamente, la picaresca se admira, el fraude se refuerza socialmente y la honradez define a los pardillos. Desde el amaño de empadronamientos, bodas y divorcios para conseguir plazas, subsidios o mejores servicios; pasando por la compra-venta sin facturas, la no declaración de bienes o la compra a nombre de discapacitados; hasta el pago de peonadas agrarias, generalización de enganches ilegales a los suministros o trampas para ralentizar los contadores con garantías de poder retirarte la denuncia. Este es el retrato lúgubre de la España de los contactos, del enchufe y de las listas alteradas por “conocencias”. El pulso del problema se toma al escuchar con sorna en cualquier conversación “voto al que menos me engañe”, “si no lo hago yo lo hará otro”, “esto siempre ha sido así y no va a cambiar”, etc.

En el Parlamento y en el Congreso aflora el vivo reflejo de la sociedad que se queja de sus políticos corruptos y a la vez alimenta la corruptela desde abajo. La falta de compromiso nos ha llevado a la guerra de todos contra todos, pero esta vez de un modo silencioso y reptante: la inacción y la insolidaridad. De refranes como “cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar” queda poco, porque la empatía es para los contactos y el entorno más cercano. El clima zascandil de desconfianza nos aleja y nos polariza. Cada clase social lucha contra las otras a su manera: unos con bufetes y vacíos legales para evadir impuestos, otros con mercado negro y abuso de las ayudas sociales. Todos se culpan, pero nadie quiere funcionar como grupo porque creen que no tienen nada en común. El clasismo es una enfermedad social que segrega verticalmente en ambas direcciones, no entiende de personas sino que generaliza y elimina cualquier conciencia social.

Sin embargo, en medio de esta confusión hostil basada en la creencia de que “los otros tienen la culpa y yo solo trato de salir adelante como me dejan” hay un grupo cada vez mayor de personas que pasan hambre, frío y viven en la calle. El cuarto mundo, la pobreza extrema y diseminada que baña los recovecos de pueblos y ciudades, tratando las autoridades de que no se agolpe en las cercanías comerciales. No se puede cambiar a la gente adulta, solo enseñar a las nuevas generaciones. Estos problemas no se solucionan con dinero, sino con inserción laboral/social y seguimiento. No se puede confiar en la bondad natural de la gente, hay que ayudarle a arrancar y vigilar atentamente para evitar el fraude. No podemos pensar que el aumento de ricos es signo de riqueza de un país, pues seguramente será resultado del adelgazamiento de la clase media y el empobrecimiento de un porcentaje significativo. Hay un concepto deteriorado que muchos quieren que olvidemos, que lo borremos de las aulas y no se mencione en los medios: la ciudadanía.

No interesa que hablemos, si no que nos enfrentemos, porque en la división está la derrota. Desinformados, malinformados, entretenidos con mucho ocio, enfrentados por clases y grupos que ni sabemos definir porque desconocemos. Divididos. La gente de a pie no vota por desinterés y porque cree que no va a cambiar nada, pero la gente poderosa siempre vota y vota mirando solo por sus intereses. “Jóvenes, haced política, porque si no la hacéis se hará igual y posiblemente en vuestra contra” (Ortega y Gasset). Vivir en comunidad implica compromiso para que las cosas funcionen bien y vigilancia para que sigan funcionando. Del mismo modo que no hay derechos sin deberes, no hay democracia real sin participación ni implicación. La vieja fábula del cacique y sus tierras ha cambiado su ropa, los escenarios y las palabras, pero el discurso y los efectos siguen siendo los mismos. Mismo perro con distinto collar.

El olvido del comido y el cacique disfrazado

Micro-génesis de la corrupción y el hambre
Jesús Portillo Fernández
martes, 28 de junio de 2016, 08:02 h (CET)
L. Tolstoi advertía en una carta al zar Nicolás II de Rusia que “antes de dar al pueblo sacerdotes, soldados y maestros, sería oportuno saber si no se está muriendo de hambre”. Desde luego, no llegan las mismas ideas a la cabeza al que tiene el estómago lleno que al que lo tiene vacío. No hemos dejado de ser primitivos y visuales a la hora de razonar, opinar y comunicarnos. La mayoría necesita ver la muleta, la venda y la cicatriz para justificar la enfermedad; las moscas, los buitres y el vientre hinchado para clamar auxilio por el hambre. Sin embargo, el problema del hambre en un país desarrollado es como una bombilla fundida en una parrilla de luces intermitentes, invisible. No contamos con estadísticas periódicas y oficiales del INE sobre el hambre en nuestro país, solo aparecen publicaciones esporádicas de ONGs (SESPAS, Cáritas, Save the Children, etc.) que sirven para alarmar sobre un problema poco conocido y de poco interés para muchos.

2806165

El gobierno tiene la obligación, legal y moral, de garantizar al menos la subsistencia de sus ciudadanos y no dejarla en manos de la solidaridad de vecinos y voluntariado. Un parche que no se está llevando a cabo ni siquiera de manera generalizada es la apertura de los comedores escolares durante el verano. La vulnerabilidad de los niños pobres es doble debido al hambre y a la tendencia a la delincuencia en sus diversas formas como medio de vida. Las ciudades llenas de terrazas atestadas de clientes están trufadas de hogares que no llegan a medio mes, de niños que la única comida completa que hacen es la que le dan en el colegio y de indigentes inmóviles para no gastar lo poco que comieron hace días. No cabe duda de que el modelo de Estado que presentamos en nuestra Constitución y el sistema económico que tenemos, proponen y hacen cosas incompatibles.

La situación no se ha vuelto insostenible por la presión demográfica, ni por la admisión de inmigrantes, ni por la inversión social, ni siquiera por el aumento del desempleo. Se ha vuelto insoportable por los abusos y por la corrupción institucionalizada, en la ciudadanía y en los gobernantes. España ha generado una cultura basada en la estafa, en el “¿y quién se va a enterar?”, en el “¿y quién no lo hace?” y en “serás el único tonto que no mete la mano”. Desgraciadamente, la picaresca se admira, el fraude se refuerza socialmente y la honradez define a los pardillos. Desde el amaño de empadronamientos, bodas y divorcios para conseguir plazas, subsidios o mejores servicios; pasando por la compra-venta sin facturas, la no declaración de bienes o la compra a nombre de discapacitados; hasta el pago de peonadas agrarias, generalización de enganches ilegales a los suministros o trampas para ralentizar los contadores con garantías de poder retirarte la denuncia. Este es el retrato lúgubre de la España de los contactos, del enchufe y de las listas alteradas por “conocencias”. El pulso del problema se toma al escuchar con sorna en cualquier conversación “voto al que menos me engañe”, “si no lo hago yo lo hará otro”, “esto siempre ha sido así y no va a cambiar”, etc.

En el Parlamento y en el Congreso aflora el vivo reflejo de la sociedad que se queja de sus políticos corruptos y a la vez alimenta la corruptela desde abajo. La falta de compromiso nos ha llevado a la guerra de todos contra todos, pero esta vez de un modo silencioso y reptante: la inacción y la insolidaridad. De refranes como “cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar” queda poco, porque la empatía es para los contactos y el entorno más cercano. El clima zascandil de desconfianza nos aleja y nos polariza. Cada clase social lucha contra las otras a su manera: unos con bufetes y vacíos legales para evadir impuestos, otros con mercado negro y abuso de las ayudas sociales. Todos se culpan, pero nadie quiere funcionar como grupo porque creen que no tienen nada en común. El clasismo es una enfermedad social que segrega verticalmente en ambas direcciones, no entiende de personas sino que generaliza y elimina cualquier conciencia social.

Sin embargo, en medio de esta confusión hostil basada en la creencia de que “los otros tienen la culpa y yo solo trato de salir adelante como me dejan” hay un grupo cada vez mayor de personas que pasan hambre, frío y viven en la calle. El cuarto mundo, la pobreza extrema y diseminada que baña los recovecos de pueblos y ciudades, tratando las autoridades de que no se agolpe en las cercanías comerciales. No se puede cambiar a la gente adulta, solo enseñar a las nuevas generaciones. Estos problemas no se solucionan con dinero, sino con inserción laboral/social y seguimiento. No se puede confiar en la bondad natural de la gente, hay que ayudarle a arrancar y vigilar atentamente para evitar el fraude. No podemos pensar que el aumento de ricos es signo de riqueza de un país, pues seguramente será resultado del adelgazamiento de la clase media y el empobrecimiento de un porcentaje significativo. Hay un concepto deteriorado que muchos quieren que olvidemos, que lo borremos de las aulas y no se mencione en los medios: la ciudadanía.

No interesa que hablemos, si no que nos enfrentemos, porque en la división está la derrota. Desinformados, malinformados, entretenidos con mucho ocio, enfrentados por clases y grupos que ni sabemos definir porque desconocemos. Divididos. La gente de a pie no vota por desinterés y porque cree que no va a cambiar nada, pero la gente poderosa siempre vota y vota mirando solo por sus intereses. “Jóvenes, haced política, porque si no la hacéis se hará igual y posiblemente en vuestra contra” (Ortega y Gasset). Vivir en comunidad implica compromiso para que las cosas funcionen bien y vigilancia para que sigan funcionando. Del mismo modo que no hay derechos sin deberes, no hay democracia real sin participación ni implicación. La vieja fábula del cacique y sus tierras ha cambiado su ropa, los escenarios y las palabras, pero el discurso y los efectos siguen siendo los mismos. Mismo perro con distinto collar.

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