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Crítica teatral de Género imposible, Sílvia Pérez Cruz. Matadero, Naves del Español

Universo Pérez Cruz o el alma al sol

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Asiste uno a Género imposible, el espectáculo de Sílvia Pérez Cruz que ella misma ha ideado y dirige en las Naves del Español de Matadero. La honestidad obliga a reconocer que, salvo algunas canciones y, en particular, su disco Farsa (género imposible), que la artista toma como referencia para el montaje que comentamos, poco conocía quien esto escribe de la obra y el recorrido de la cantante.


Recibe al espectador un escenario, de suelo acharolado, ocupado solamente por un gran cubo en el centro, cubo que muestra un dormitoriocálido, con un cierto aire juvenil: cama elevada, mesa, pequeño teclado, guitarra, un hervidor de agua; una suerte de intimidad tangible. Dentro de la estancia está la propia Pérez Cruz, que ya no dejará el escenario, siempre sola, durante las dos horas largas que abarca la función. Digo que poco sabía sobre Pérez Cruz y lo cierto es que, puestos a hacer de la necesidad virtud, me gusta haberme sumergido en la propuesta que se ofrece al espectador sin apenas referencias. Porque Género imposible no es un concierto (y sí lo es), es teatro (pero no solo), es danza (sí, en parte), es performance (a ratos) y es arte. Es un poco todo esto y a la vez es otra cosa.


Desde el principio se deja claro que el espectáculo está pensado para emocionar por todas las vías posibles. Se abandona la racionalidad para abrir los poros de la sensibilidad. Pero no solo con la voz, que es un puñal de seda enloquecida, sino tambiéncon sus múltiples compañeros de viaje. La iluminación (Carlos Marquerie) es de una sutileza precisa, como agua en manos de un zahorí; el sonido es palpable como lámina de bruma; puro, finísimo. Nos referimos al mero prodigio técnico (Juan Casanovas) que lo emite, pero de igual modo a las creaciones del espacio sonoro (Juan Casanovas) que late a lo largo del montaje. El vestuario (Cecilia Molano) se transfigura en cada mutación de la intérprete y pasa de la noche a la luz. La escenografía (Sílvia Delagneau y Max Glaenzel) se deja acariciar por la iluminación, esa flor que habla al micrófono, que es atrezo y es personaje, que, de tanta pasión, llega al final agostada. Las proyecciones de vídeo (David Benito) hacen una especie de eco al inconsciente.


Todo queda hilado con mimo en la dramaturgia de Pablo Messiez (La voluntad de creer, también en Matadero), ayudado de Elena Córdoba. Hay mucho teatro en la concepción del espectáculo, en las transiciones particularmente, que son puramente teatrales. De hecho, el montaje es tan elegantemente complejo que el espectador no percibe el artificio. Cada canción es una evocación nueva y, al tiempo, se une al conjunto. Todo expresa, todo vibra, todo canta y habla como gigantes en la noche. Todo es poesía es su sentido más amplio e intenso.


La propia Pérez Cruz dice: “no soy actriz, pero tengo voz; no soy bailarina, pero tengo cuerpo”. Generosa y encantadora, explica, hacia la mitad del espectáculo, el origen de su propuesta y cita los nombres de sus artistas acompañantes. Después, se ofrece de nuevo: “a partir de aquí, es vuestro viaje”.


Una habitación abierta a los ojos del espectador, como muestra del espacio íntimo de la artista; un espacio que se escapa por los lugares que puede (ventana, techo, puertas), como agua que busca su grieta, que se expande porque necesita ser de otros; un espacio que, finalmente, se ofrece al mundo cuando la propia artista abre las paredes del cubo y queda desnuda, tendida al sol, el alma.


Acaba la función, pasan las horas y a uno se le quedan las imágenes atrapadas entre los pliegues de la memoria, como si quisieran alentar belleza al día que se desenvuelve con su color gris de lunes. Pérez Cruz sobre el techo de la habitación vestida de noche, como nacida de un naufragio de estrellas; su susurro de flor que crece y es árbol; la luna que se cuela por el techo del cubo y llena de alma a la protagonista.



Después, con ese encanto que da tener encanto, cierra la cantante el espectáculo con dos canciones a las que se une el público; y, de este modo, la unión es comunión. Así es este Género imposible que se hace posible ante el espectador. No es música, no es teatro, no es danza. Es otra cosa: el alma, el universo Pérez Cruz. 

Universo Pérez Cruz o el alma al sol

Crítica teatral de Género imposible, Sílvia Pérez Cruz. Matadero, Naves del Español
Raúl Galache
martes, 20 de septiembre de 2022, 10:07 h (CET)

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Asiste uno a Género imposible, el espectáculo de Sílvia Pérez Cruz que ella misma ha ideado y dirige en las Naves del Español de Matadero. La honestidad obliga a reconocer que, salvo algunas canciones y, en particular, su disco Farsa (género imposible), que la artista toma como referencia para el montaje que comentamos, poco conocía quien esto escribe de la obra y el recorrido de la cantante.


Recibe al espectador un escenario, de suelo acharolado, ocupado solamente por un gran cubo en el centro, cubo que muestra un dormitoriocálido, con un cierto aire juvenil: cama elevada, mesa, pequeño teclado, guitarra, un hervidor de agua; una suerte de intimidad tangible. Dentro de la estancia está la propia Pérez Cruz, que ya no dejará el escenario, siempre sola, durante las dos horas largas que abarca la función. Digo que poco sabía sobre Pérez Cruz y lo cierto es que, puestos a hacer de la necesidad virtud, me gusta haberme sumergido en la propuesta que se ofrece al espectador sin apenas referencias. Porque Género imposible no es un concierto (y sí lo es), es teatro (pero no solo), es danza (sí, en parte), es performance (a ratos) y es arte. Es un poco todo esto y a la vez es otra cosa.


Desde el principio se deja claro que el espectáculo está pensado para emocionar por todas las vías posibles. Se abandona la racionalidad para abrir los poros de la sensibilidad. Pero no solo con la voz, que es un puñal de seda enloquecida, sino tambiéncon sus múltiples compañeros de viaje. La iluminación (Carlos Marquerie) es de una sutileza precisa, como agua en manos de un zahorí; el sonido es palpable como lámina de bruma; puro, finísimo. Nos referimos al mero prodigio técnico (Juan Casanovas) que lo emite, pero de igual modo a las creaciones del espacio sonoro (Juan Casanovas) que late a lo largo del montaje. El vestuario (Cecilia Molano) se transfigura en cada mutación de la intérprete y pasa de la noche a la luz. La escenografía (Sílvia Delagneau y Max Glaenzel) se deja acariciar por la iluminación, esa flor que habla al micrófono, que es atrezo y es personaje, que, de tanta pasión, llega al final agostada. Las proyecciones de vídeo (David Benito) hacen una especie de eco al inconsciente.


Todo queda hilado con mimo en la dramaturgia de Pablo Messiez (La voluntad de creer, también en Matadero), ayudado de Elena Córdoba. Hay mucho teatro en la concepción del espectáculo, en las transiciones particularmente, que son puramente teatrales. De hecho, el montaje es tan elegantemente complejo que el espectador no percibe el artificio. Cada canción es una evocación nueva y, al tiempo, se une al conjunto. Todo expresa, todo vibra, todo canta y habla como gigantes en la noche. Todo es poesía es su sentido más amplio e intenso.


La propia Pérez Cruz dice: “no soy actriz, pero tengo voz; no soy bailarina, pero tengo cuerpo”. Generosa y encantadora, explica, hacia la mitad del espectáculo, el origen de su propuesta y cita los nombres de sus artistas acompañantes. Después, se ofrece de nuevo: “a partir de aquí, es vuestro viaje”.


Una habitación abierta a los ojos del espectador, como muestra del espacio íntimo de la artista; un espacio que se escapa por los lugares que puede (ventana, techo, puertas), como agua que busca su grieta, que se expande porque necesita ser de otros; un espacio que, finalmente, se ofrece al mundo cuando la propia artista abre las paredes del cubo y queda desnuda, tendida al sol, el alma.


Acaba la función, pasan las horas y a uno se le quedan las imágenes atrapadas entre los pliegues de la memoria, como si quisieran alentar belleza al día que se desenvuelve con su color gris de lunes. Pérez Cruz sobre el techo de la habitación vestida de noche, como nacida de un naufragio de estrellas; su susurro de flor que crece y es árbol; la luna que se cuela por el techo del cubo y llena de alma a la protagonista.



Después, con ese encanto que da tener encanto, cierra la cantante el espectáculo con dos canciones a las que se une el público; y, de este modo, la unión es comunión. Así es este Género imposible que se hace posible ante el espectador. No es música, no es teatro, no es danza. Es otra cosa: el alma, el universo Pérez Cruz. 

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