Esta semana han sucedido dos noticias de lo más peculiares. Por una parte, José Antonio Navarro, un tetrapléjico de Galicia, fue interceptado en una autovía de Galicia cuando se dirigía a un prostíbulo. Resulta que el hombre, lejos de quedarse en casa lamentándose por su situación, quiso desahogar sus necesidades como cualquier otro mortal, y después de evitar la multa de los agentes por lo anecdótico del caso, pidió que se establezcan más taxis y autobuses adaptados.
El mismo día en Barcelona, Chang-hyun Choi circulaba con su silla de ruedas a 10 kilómetros por hora en la C-17, dirección Llicà de Vall. Este coreano acreditó a la policía toda la documentación acerca de su viaje ‘humanitario’ por todo el mundo que las autoridades de su país conocían la peculiar hazaña de su compatriota, y los Mossos D’Esquadra facilitaron la estancia del personaje en su travesía.
Estas dos noticias me han impresionado. Que dos personas impedidas que se mueven en una silla de ruedas tengan semejante fuerza, más que otras personas que caminan con sus dos piernas, es un mérito que hay que reconocer. No sólo por las necesidades fisiológicas o las inquietudes personales que mueven a uno u otro, que todo el mundo las tenemos, sino por la capacidad de motivación que normalmente se merma en las condiciones físicas de ambos, y no todos los que caminamos por nuestro propio pie disponemos.
Es habitual que en las tertulias de los bares, en las conversaciones privadas o incluso en algún que otro blog por Internet, a las personas discapacitadas no se les considere normales. Por el mero hecho de no ver, no escuchar, o no andar como la mayoría de personas, son diferentes: son dependientes, no son como los demás. La gente que piensa así, tiene toda la razón del mundo, porque no son normales. Efectivamente, son dependientes, porque lo son, y también son diferentes… por suerte. Mientras una persona en plenas facultades físicas y mentales decide saltar desde un edificio o tirarse a las vías del tren cuando un problema les acecha, estos dos hombres en silla de ruedas han demostrado que la vida está para vivirla, mejor o peor que los demás, pero sin complejos y sin perder la ilusión.
Estoy a favor de la eutanasia, y sin despreciar la decisión de Ramón San Pedro o personas que pasaron por una situación similar, me parece que ejemplos como los que hemos vivido esta semana son dignos de admiración, pues al fin y al cabo la gente que piensa en lo que hay después de la muerte no sabe disfrutar de la vida que le ha tocado, sea cual sea, la única vida que hay mientras nadie demuestre lo contrario.
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