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Etiquetas | Antes muerto que en silencio

Carta de un aldeano a Alberto Fabra

¿Por qué se piensan los políticos que somos una reata de tontos? ¿Se lo enseñan en algún cursillo?...Estoy harto
Tomás Salinas
jueves, 11 de julio de 2013, 08:50 h (CET)
A usted me dirijo, señor Fabra. Y puedo hacerlo por tres razones; por el artículo 20 de la Constitución Española, por el artículo 19º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y porque usted, además de ser el presidente de la autonomía donde purgo mis pecados, es mi empleado, que buenos euros me cuesta. Espero que, a pesar de mi condición de bárbaro del sur (alicantino a mucha honra) comprenda el galimatías que le voy a escribir. No creo que le cueste mucho porque, aunque no se lo crea, sé escribir algunas cosas sin faltas, y mi lenguaje de aldeano lo entiende un niño de teta, de veras. Otro cantar es que le dé a usted la vena y se entretenga leyendo lo que este modesto vasallo le expone, cosa que dudo, que lo que viene de Alicante como que se la repampinfla (queda feo decir que se la suda, no es cortés, no…). Pero bueno, que no se diga que uno no le pone empeño.

Verá, le cuento. Soy consciente de que gobernar, o intentar gobernar, una comunidad autónoma como la valenciana, agonizante económica y socialmente, debe ser tarea, como poco, complicada. Pero este hecho no le legitima a usted para insultarme, así que deje de hacerlo, no me tome por tonto que no lo soy, se lo garantizo.

También considero un marrón de tres pares de narices el tener que sentarse en las Cortes valencianas con el cuello tieso como el palo de una fregona y un collarín ortopédico que le impida darse la vuelta y contemplar con horror el personal que le rodea; un imputado por aquí, una imputada por allá, un pasito pa´lante María, un pasito pa´tras. Tremendo panorama. Pero esto tampoco le habilita a usted para tomarme el pelo.

Es cierto que todo lo que se está diciendo sobre las formas y maneras en las que varios de sus ilustres diputados autonómicos se hacen ricos mientras nosotros empobrecemos no es plato que guste a cualquier paladar, pero qué quiere que le diga, depure el corral, que en sus manos está el hacerlo. Yo, por mi parte, lo que no le consiento es que me diga idiota a la cara sin reaccionar. Ni usted es el capataz de la plantación ni yo un esclavo mandinga.

Así que hágase un favor, hágame un favor. Antes de seguir riéndose de la plebe pagadora, piénseselo un poco y tómenos en serio, que ya le vale, señor Fabra. Valorar toda la mierda (porque mierda es) que el ventilador Bárcenas le escupe a la cara con un "Estamos en un proceso donde un señor que tenía una fortuna en el extranjero se le está investigando" sin que la vergüenza le transforme en Gollum sólo está al alcance de alguien que piensa que los ciudadanos somos imbéciles. Y le juro por mis muelas que éste que suscribe no lo es.

Es por ello, y termino que el charco es profundo, que le ruego que no vuelva usted a tomarme por tonto, porque en justa correspondencia le contestaré. Le pago lo suficiente como para que la verdad domine su discurso y ya me he hartado de tragar insultos y sandeces. Diga usted una verdad, sólo una, pruebe y se asombrará de lo fácil que resulta.

Bueno, ya está bien por hoy. Sin más que añadir, de momento, me despido de usted desde esta pedanía llamada Alicante, quedando a su disposición para debatir lo que quiera, hombre. Eso sí, con una sola condición: que no me tome más por gilipollas.

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La vida, sobre todo cuando se dilata por el transcurso de los años, te somete a momentos en las que tienes que hacer de tripas corazón, asumirlos con dignidad o rendirte. También con una buena dosis de dignidad. El encuentro con las diversas situaciones de tu vida van deteriorando tu capacidad de encaje, entonces te llega el momento en que te planteas si vale la pena seguir luchando o dejarte llevar por la corriente que te rodea y vivir en paz el presente. Pero sin futuro.

En un tiempo donde lo que se aparenta muchas veces vale más que lo que se es, hay quienes han hecho del estatus su escudo, del apellido su bandera y del dinero un pedestal desde el que miran al resto, como si el mundo fuese un teatro de castas en el que ellos, por supuesto, ocupan siempre el primer plano. Es el culto a la vanidad, esa enfermedad silenciosa del alma que disfraza la humildad de altivez.

He de aclarar que, si alguna vez alguien me quiere envenenar, que no lo intente con una manzana. Prefiero el bizcocho de chocolate o las chocolatinas de menta, tal vez un trozo de pizza de pepperoni o unas sabrosas cigalas, pero una manzana, lo que se dice una manzana… no.

 
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