En su primera acepción, la RAE define este sustantivo como “forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por los ciudadanos”. En la tercera acepción, se agrega que “la soberanía reside en el pueblo, que ejerce el poder directamente o mediante sus representantes”. Entender la democracia como el producto de unas elecciones que se celebran cada cuatro años es limitar este amplio concepto.
La democracia ha de ser también la gestión de los recursos públicos por los ciudadanos. Es decir, la democracia es la intención de implicarse en los asuntos de la polis —públicos—. La persona que sostenga que le resulta tedioso implicarse en estos asuntos, y que prefiere votar y desentenderse de su papeleta, en un intento de anestesiar su conciencia, ha de comprender que los recursos públicos que entrega a unos desconocidos son suyos. Ante unos recursos propios, la mayor parte de las personas recelamos de que lo administren otros que no seamos nosotros. Así pues, la coordinación e intervención ciudadana en los asuntos políticos —entendiéndolo a nivel municipal, autonómico, estatal y supranacional— es un reclamo para engrosar las definiciones de democracia.
Otro error es separar los derechos políticos de los derechos económicos. La democracia no es la igualdad de voto entre un español residente en La Moraleja que humilde y laboriosamente ha recaudado un millón de euros con su trabajo y un mendigo que suplica unas monedas en la puerta de una iglesia. El concepto por el cual ambos sean advertidos como iguales es erróneo y falaz. En democracia no se puede permitir que los ciudadanos se vean privados de sus derechos más elementales. De esta forma, aparece el derecho a vivir; no a sobrevivir.
Nuestra civilización se ha caracterizado por abandonar la flameante censura de la Inquisición, e internarnos en la libertad de expresión. La libertad de proferir estupideces que me conviertan en estúpido o escribir genialidades que me conviertan en genio ha de ser blindada por la democracia. Nuestro sistema no puede castrar lo que albergan las personas en sus entrañas.
La democracia es un fin para conseguir la plenitud que una sociedad puede propinar al individuo. En este sentido, la democracia significa que el común de las gentes de nuestro país tenga derecho a disponer de las riquezas de nuestra nación. Lo contrario son situaciones de monopolio e injusticia social. Y lo contrario a la democracia es… ¿autocracia?
En una España en la que todavía perviven los sectores agrarios, ganaderos, pesqueros y artesanos, aunque estamos permitiendo que se desangren, bulle la necesidad de protegerlos. Esta protección no se trata de una subvención; sino de articular las condiciones objetivas para que estos sectores se puedan desarrollar con dignidad.
Quizás, existan entre los lectores algunos que hayan juzgado esta opinión como osada o revolucionaria. Al contrario: este artículo es tan conservador y tan poco innovador que solamente pretende hacer brillar una norma que se menciona mucho y que, sin embargo, pocos han leído. Además, ésta es la ley principal de nuestro ordenamiento jurídico: la Constitución Española. Los artículos en los que he basado mi argumentario son los 9.2, el 20, los que contienen el Capítulo III del Título I —artículos 39 al 52—, el 128 y el 130.
Tal vez, va a ser verdad esa idea de que obedecer esa ley que se pretende enarbolar y que permanece ignorada es el acto más revolucionario que podemos hacer.