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Lo que no se cuenta, no existe. Esto es una obviedad; más aún en una sociedad hiperinformada —o, tal vez, infrainformada—

Kabul, Saná, Al Raqqa… No existen

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Los medios de comunicación más importantes de este país nos despiertan el sábado 11 de noviembre con el auto que aboca a Forcadell a ser juzgada por rebelión (elmundo.es), la supuesta trama rusa que empleó redes chavistas para agravar la crisis catalana (elpais.es), los beneficios del mejor amigo de Puigdemont (abc.es), las diferencias que subrayan el Supremo y la Fiscalía entre el Govern encarcelado y la Mesa del Parlament en libertad (eldiario.es), la rebelión de las bases de ANC (lavanguardia.com), los reproches del Comité Federal socialista a Pedro Sánchez por no haber sido consultado en la aplicación del artículo 155 (publico.es), la decisión que han de tomar las CUP este domingo de cara al 21-D (diariosigloxxi.com). Los medios de comunicación, y nosotros, sus lectores, nos hemos olvidado del incremento del paro, del número de mujeres asesinadas a manos de sus parejas… Y que ese terrorismo que nos estremeció en Barcelona y en Cambrils el pasado 17 de agosto se repite. No en Europa. Si no, estaría en todas las portadas. ¿Por qué? Porque hace que sintamos miedo. Pero el miedo que sufren las centenas de heridos y muertos diarios en otros puntos de Oriente Próximo no son noticia: no son ninguna amenaza para Occidente.

Kabul, Saná, Al Raqqa… así como todas la localidades, pequeñas y grandes, castigadas por el fanatismo, están siendo olvidadas por Occidente. En nuestros fueros internos, toda esa gente que padece la brutalidad terrorista apenas es mencionada: apenas existe. ¿Qué dirá de nosotros la Historia? Que fuimos cobardes. Un anciano salmodiando el Talmud, envuelto en lágrimas, esperando a la muerte en el gueto de Varsovia, se ha transformado en una niña con su cuerpo inerte en Yemen, una joven guerrillera asesinada en Kurdistán, una madre maldiciendo al mundo sobre el cadáver de su vástago en Siria o un anciano memorizando suras del Corán en Gaza al recordar a su hijo ejecutado.

La concepción eurocéntrica que arrastramos la mayor parte de los habitantes de este continente, algunos en mayor o menor medida, impiden que tengamos presentes a esas víctimas. Es cierto que es importante hacer los deberes de casa. ¡Claro que hay que luchar para que nadie pase hambre y haya trabajos dignos, unos servicios públicos de calidad y que ninguna mujer sea asesinada! ¡Y claro que el interminable conflicto catalán ha de solventarse! Éstas son prioridades que exigen horas de trabajo y de dedicación; pero no en detrimento de la necesidad de Occidente de implicarse en esas zonas zarandeadas por el terrorismo. Este verbo, implicarse, no exige una invasión en ningún país; exige, primero, creernos que las cifras de occisos son personas. Sostienen que dijo Stalin que “una única muerte es una tragedia; un millón de muertes, una estadística”. Cuán razón tenía el sucesor de Lenin; y es obligación de los consumidores de la prensa acabar con esta idea que planea sobre cada uno de los titulares. Todas las vidas que fina el terrorismo son las mismas tragedias que las quince de Cataluña… o las 190 del 11M.

El jueves pasado, merced a un grupo de profesores y profesoras de mi universidad, la URJC, pude escuchar a Nazanín Armanian. Esta activista, politóloga y escritora iraní nos relataba con una resignación bañada de nostalgia que ella, años atrás, había participado en la revuelta que derrocó al sha de Persia. Por desgracia, no imaginaba en esos momentos que el ayatolá Jomeini sería catapultado a la corona iraní. Asimismo, una década antes de la revolución, cuando en la España de grises y revueltas no había más que ministros y procuradores nacional-católicos y temibles, como Blas Piñar o Utrera Molina, ellos contaban con una ministra en la cartera de Cultura. Para terminar con el problema del fanatismo que asola Oriente Próximo es tomarnos en serio a sus habitantes: tratarles como personas. Ver en esas víctimas a nuestros allegados y allegadas, vecinos y vecinas, conocidos y conocidas… Después de la concienciación, vendrá la determinación de actuar. No queremos que la Historia nos inculpe el delito del desprecio hacia los oprimidos, hacia los parias.

Kabul, Saná, Al Raqqa… No existen

Lo que no se cuenta, no existe. Esto es una obviedad; más aún en una sociedad hiperinformada —o, tal vez, infrainformada—
Marcos Carrascal Castillo
domingo, 12 de noviembre de 2017, 11:45 h (CET)
Los medios de comunicación más importantes de este país nos despiertan el sábado 11 de noviembre con el auto que aboca a Forcadell a ser juzgada por rebelión (elmundo.es), la supuesta trama rusa que empleó redes chavistas para agravar la crisis catalana (elpais.es), los beneficios del mejor amigo de Puigdemont (abc.es), las diferencias que subrayan el Supremo y la Fiscalía entre el Govern encarcelado y la Mesa del Parlament en libertad (eldiario.es), la rebelión de las bases de ANC (lavanguardia.com), los reproches del Comité Federal socialista a Pedro Sánchez por no haber sido consultado en la aplicación del artículo 155 (publico.es), la decisión que han de tomar las CUP este domingo de cara al 21-D (diariosigloxxi.com). Los medios de comunicación, y nosotros, sus lectores, nos hemos olvidado del incremento del paro, del número de mujeres asesinadas a manos de sus parejas… Y que ese terrorismo que nos estremeció en Barcelona y en Cambrils el pasado 17 de agosto se repite. No en Europa. Si no, estaría en todas las portadas. ¿Por qué? Porque hace que sintamos miedo. Pero el miedo que sufren las centenas de heridos y muertos diarios en otros puntos de Oriente Próximo no son noticia: no son ninguna amenaza para Occidente.

Kabul, Saná, Al Raqqa… así como todas la localidades, pequeñas y grandes, castigadas por el fanatismo, están siendo olvidadas por Occidente. En nuestros fueros internos, toda esa gente que padece la brutalidad terrorista apenas es mencionada: apenas existe. ¿Qué dirá de nosotros la Historia? Que fuimos cobardes. Un anciano salmodiando el Talmud, envuelto en lágrimas, esperando a la muerte en el gueto de Varsovia, se ha transformado en una niña con su cuerpo inerte en Yemen, una joven guerrillera asesinada en Kurdistán, una madre maldiciendo al mundo sobre el cadáver de su vástago en Siria o un anciano memorizando suras del Corán en Gaza al recordar a su hijo ejecutado.

La concepción eurocéntrica que arrastramos la mayor parte de los habitantes de este continente, algunos en mayor o menor medida, impiden que tengamos presentes a esas víctimas. Es cierto que es importante hacer los deberes de casa. ¡Claro que hay que luchar para que nadie pase hambre y haya trabajos dignos, unos servicios públicos de calidad y que ninguna mujer sea asesinada! ¡Y claro que el interminable conflicto catalán ha de solventarse! Éstas son prioridades que exigen horas de trabajo y de dedicación; pero no en detrimento de la necesidad de Occidente de implicarse en esas zonas zarandeadas por el terrorismo. Este verbo, implicarse, no exige una invasión en ningún país; exige, primero, creernos que las cifras de occisos son personas. Sostienen que dijo Stalin que “una única muerte es una tragedia; un millón de muertes, una estadística”. Cuán razón tenía el sucesor de Lenin; y es obligación de los consumidores de la prensa acabar con esta idea que planea sobre cada uno de los titulares. Todas las vidas que fina el terrorismo son las mismas tragedias que las quince de Cataluña… o las 190 del 11M.

El jueves pasado, merced a un grupo de profesores y profesoras de mi universidad, la URJC, pude escuchar a Nazanín Armanian. Esta activista, politóloga y escritora iraní nos relataba con una resignación bañada de nostalgia que ella, años atrás, había participado en la revuelta que derrocó al sha de Persia. Por desgracia, no imaginaba en esos momentos que el ayatolá Jomeini sería catapultado a la corona iraní. Asimismo, una década antes de la revolución, cuando en la España de grises y revueltas no había más que ministros y procuradores nacional-católicos y temibles, como Blas Piñar o Utrera Molina, ellos contaban con una ministra en la cartera de Cultura. Para terminar con el problema del fanatismo que asola Oriente Próximo es tomarnos en serio a sus habitantes: tratarles como personas. Ver en esas víctimas a nuestros allegados y allegadas, vecinos y vecinas, conocidos y conocidas… Después de la concienciación, vendrá la determinación de actuar. No queremos que la Historia nos inculpe el delito del desprecio hacia los oprimidos, hacia los parias.

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