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La mejor literatura no se encuentra, necesariamente, ni en los autores más conocidos ni en las obras más vendidas

Certámenes y literatura: y, sin embargo, late

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Soy un lector empedernido, aunque por novelista, no demasiado de narrativa, por aquello de evitar influencias. A veces, sin embargo, me entrego a la lectura de alguna de ellas, de ésas de las que algunos me recomiendan con encomio, por ver si hallo en esa peripecia de la imaginación y la sintaxis de otro una visión enriquecedora del arte y aun de la existencia. Suelen ser por lo general, supongo que por causas del márquetin comercial con que es tratada la literatura, auténticos fiascos, historietas enmarcadas entre atrayentes portadas de mucho diseño pero de una vacuidad de contenido desoladoras. No; ni con mucho suelen ser estas lecturas algo aleccionador y, mucho menos, memorable, no importa cuántos ejemplares hayan vendido o a cuántos idiomas se hayan traducido. El mal, por ejemplo, es universal, como la crueldad de algunos o sus perversos instintos, y su internacionalidad no los convierte en nada atrayente ni encomiable.

Ocasionalmente, cada tanto, desde algún rincón del mundo me piden que sea miembro de un jurado literario, y, entonces, aunque inmerecidamente, tengo la ocasión de entrever qué se cuece más allá de los nombres –no suelen los autores firmar sus obras con sus nombres verdaderos-, qué piensan, cómo esculpen sus fantasías o delirios o universos paralelos escritores que acaso nunca lleguen a ser ni siquiera reconocidos. Es como levantar el telón de la farsa de la vida y atisbar qué se esconde entre bambalinas, qué ansias hinchan las velas de algunos sueños, qué plumas les facultan a algunas almas a levantar el vuelo o en qué paisajes buscan la verdad, su verdad, los exploradores de tantos órdenes secretos. Los hay, cómo no, que ruegan sin decirlo por la concesión de un laurel a cualquier precio, procurando imitar un estilo, un modo, una historia parecida que conduzca a parecido destino que el de aquél a quien imita; los hay que aspiran a lo que no son, quién sabe si por esnobismo o porque se creen que ser autor es nada más que llenar páginas con una historia sin pies ni cabeza, si es que no con una sucesión de imposturas apenas sujetas por los pelos, sin demasiado arte –o ninguno-, con escasas capacidades –o ninguna- o nada más que con la inocencia del destete del primerizo o la carencia del rigor de la esencia literaria y el respaldo de una experiencia solvente que dé credibilidad a sus relatos; y los hay, y no son pocos, que son carne y hueso trasfundidos en letras, maestros desconocidos de una expresividad rutilante y novedosa que con genialidad envuelven, acariciándola, a una historia estremecedora o entrañable que abre ciertas puertas secretas por donde uno puede atisbar una realidad que le había pasado desapercibida, un modo de entender los sucesos con planteamientos asombrosamente insólitos, o de nada más que visionarlos como un espectador que se hallara de bruces ante paisajes fascinantemente deslumbrantes o que le dotaran de ojos nuevos para ver lo mismo.

Siempre he defendido que hasta lo que entendemos por inconmensurable mide y pesa, como pesa y tiene dimensiones la literatura. Puede ser que a muchos les parezca un ámbito abstracto, una esencia, un expresión que no soporta el rigor de la unidad de medida, pero entiendo que quien así lo cree se equivoca. La literatura, como todo, tiene cabida en un orden dimensional en el que hasta la abstracción tiene su propia medida. Puede ser que no se le haya puesto nombre a la unidad que magnifica cada una de sus dimensiones, pero esa unidad existe. Para algunos, una novela, un cuento, una poesía o una obra teatral, está constituida, a vuelapluma, por una presentación, un nudo y un desenlace; y es verdad. Para otros, la división anterior implica la inserción de una tesis, una antítesis y una síntesis; y es verdad también. Y, para los puristas –entre los que me encuentro-, la literatura, como una esencia que es de la vida misma, es un juego de equilibrios, que es decir de dimensiones entre el ornamento y el fundamento, entre lo escaso y lo excesivo, entre lo superficial y lo abismal, y ente lo chusco y lo barroco. A todo ese universo creado o imaginado, el autor debe añadirle algunas cosillas, pocas pero capitales, como una muy completa ambientación en modos, valores, usos y sucesos, un perfilado completo y creíble de los personajes –que transpiren, que vivan por sí mismos, que ocupen espacio, que tengan sus afectos y desafectos, sus virtudes y manías, que sean de carne y hueso en la dimensión que quiera que sea en que se encuentren-, y, sobre todo, que los sucesos evolucionen porque la vida es movimiento, permitiendo con maestría que los mismos personajes y sus alter-egos se deslicen hacia allá donde el autor desea o puede conducirlos (los personajes, a veces, se rebelan y quieren y exigen su propio espacio y sus modos identificativos). Lo que no se mueve, después de todo –de sobra lo sabemos-, está muerto. La literatura, en fin, ha de ser rizo sobre voluta, carrera sobre descanso, fuego y frío, geometría –que no quiera saber de filosofía quien no sepa de geometría, decía Platón- ortogonal o grotesca, azar sobre fin, y, finalmente, aprendizaje no sólo para el autor, sino para el lector para el que jamás, jamás, debe un escritor que se precie escribir.

Aquel que escribe para otros, según lo veo, no escribe para nadie, ni siquiera para sí mismo. Un autor experimentado sabe cuando lee a otro qué le está sucediendo en cada párrafo, qué le aqueja, adonde tiende con éste o aquél artificio o con ese suceso o ese personaje, y qué conflicto desea resolver o producir; pero no es que lo sepa por ciencia infusa, sino porque todo tiene medida y no hay mejor polímetro que la propia experiencia, si es que ésta es mucha. El camino que transitan las nuevas generaciones, es un camino harto transitado por quienes les precedieron. Una obra, cualquiera, es una sucesión de sucesos y transiciones; se conoce a buen autor por cómo resuelve los nudos o conflictos –los demás autores, por haber tenido parecidos problemas, detectamos esto enseguida-; se le conoce también por su capacidad y dominio del lenguaje, por la variedad y buen uso de los recursos literarios, por la plástica de su sintaxis; pero sobre todo se lo conoce por su capacidad de síntesis, de poner su dedo sobre cada llaga de una manera memorable, única, irrepetible, personal, intransferible: por su estilo personal y por su fondo.

No me resulta difícil tampoco, aun ignorando nombres y apellidos de los autores desconocidos que leo, colegir su país de origen, la cultura que lo soporta y el ámbito en que recibió sus fundamentos. Viajar mucho enseña en esa misma medida. Cada país imprime su sello, cada cultura significa al autor que engendra, cada alma horneada en el seno de un orbe lleva impreso el estigma de sus modismos como un subconsciente del que no puede renegar y al que no puede traicionar. Y esto me lleva, en tantos concursos como he sido jurado, a poder afirmar la potente riqueza expresiva y literaria que existe en Latinoamérica, especialmente en Argentina y Colombia. No niego los haberes de los demás países y culturas, nadie queda en el exilio; pero es aquí donde, a mi modo de medir y sopesar, late un porvenir más preclaramente mayoritario de las letras, no sólo por la plástica memorable de los autores, sino por el conjunto de ornamento y fundamento, por su libertad de elegir horizontes distintos a los manidos que casi todos anhelan y por la profundidad de síntesis que acaparan.

Y vuelvo al principio. Soy un empedernido lector, aunque prefiero lecturas no literarias cuando estoy engendrando una nueva criatura, pero no encuentro en la llamada literatura contemporánea, ésa de mucha tirada y mucha publicidad, ésa de muchas pilas de libros como ladrillos que jalonan los accesos de las grandes superficies y algunas librerías, calidad alguna que pueda competir con la de estos autores desconocidos, presumiblemente jóvenes –habida cuenta de su osadía-. No puedo premiar a todos, sin embargo, además de que mi voto es nada más que uno de los cuatro o cinco votos del jurado al que pertenezco. Me sorprende, adempero, el que suele haber coincidencia plena de los miembros del mismo tras las debidas lecturas, y todavía me sorprende mucho más que, una vez publicada la obra en cuestión, no sea lanzado el autor galardonado al orbe de éxito social que merece según mi criterio (y el de mis colegas del jurado), quedando todo resumido y premiado con un estipendio limitado y un reconocimiento mínimo, quién sabe si porque los premios en los que colaboro no tienen la relevancia y presteza de los grandes premios marquetinianos, o si porque hay excesivos premios y estos autores desconocidos no pueden optar a todos por no tener obra inédita suficiente.

Debido a estas imposiciones de los certámenes –único camino posible, en puridad, para un autor novel o desconocido de ver publicada su obra-, estoy convencido que nos estamos perdiendo a auténticas joyas que tienen mucho, pero mucho que aportar a las letras universales. Nuevos modos y maneras de ser y expresarse, fondos arquetípicos redescubiertos con ojos nuevos y planteamientos geniales que son capaces de establecer geometrías innovadoras de una riqueza incontestable. Como autor, me duele profundamente que cualquiera de estas hermosas promesas pueda agostarse en el desaliento de no ver encumbrado su nombre como merece, de que las urgencias de la vida un día los aparten de las letras dejándoles el alma llena de las tumefacciones de la frustración y el desencanto, o que la rabia por un fracaso que no es suyo suplante su genio. Por mi parte, a estos hermanos de sangre de la tinta y las letras les pido perdón de antemano por no poder premiarlos a todos y por no poder defender a ultranza esos nombres que ignoro allá donde me encuentro con algún peso específico. Sólo a uno, en cada certamen, se le puede elegir, sólo a uno, y éste, aunque es injusto en sí mismo, debe ser el que al juicio del conjunto del jurado es el mejor de entre los mejores. Abogo porque se pueda dar una lista, siquiera sea de los finalistas, en el que pudiera darse satisfacción a más de uno, siquiera sea con el consuelo de que su obra ha emocionado o conmocionado a otros colegas que no podían elegirles a todos los que creyeron que tenían méritos suficientes, de que está en el buen camino, acaso distinguiéndolos de otros a quienes aún les faltan tablas, valores, capacidades y formación, quién sabe si vocación también.

A los lectores en general les pido que no consideren sólo los premios de mucho ringorrango y publicidad, que no se guíen por las modas mayoritarias en estos alimentos del alma. Hay más realidades que esas vulgares letras comerciales, mundos exquisitos que ser explorados, una realidad que late con fuerza, que vigorosamente vibra y se desenvuelve tras esa realidad: la de los premios menores, la de esos desconocidos que nos ofrecen una hermosa geometría en la que inscribir la belleza y en la que sondear lo abisal de la condición humana. La belleza late, y lo hace a veces con más fuerza en los márgenes de lo oficial o en los últimos anaqueles de lo más reconocido, si es que no desconocido. Ose, atrévase y descubra los nuevos mundos que caben en éste. Tal vez ahí, se encuentre con el futuro.

Certámenes y literatura: y, sin embargo, late

La mejor literatura no se encuentra, necesariamente, ni en los autores más conocidos ni en las obras más vendidas
Ángel Ruiz Cediel
viernes, 14 de septiembre de 2012, 15:19 h (CET)
Soy un lector empedernido, aunque por novelista, no demasiado de narrativa, por aquello de evitar influencias. A veces, sin embargo, me entrego a la lectura de alguna de ellas, de ésas de las que algunos me recomiendan con encomio, por ver si hallo en esa peripecia de la imaginación y la sintaxis de otro una visión enriquecedora del arte y aun de la existencia. Suelen ser por lo general, supongo que por causas del márquetin comercial con que es tratada la literatura, auténticos fiascos, historietas enmarcadas entre atrayentes portadas de mucho diseño pero de una vacuidad de contenido desoladoras. No; ni con mucho suelen ser estas lecturas algo aleccionador y, mucho menos, memorable, no importa cuántos ejemplares hayan vendido o a cuántos idiomas se hayan traducido. El mal, por ejemplo, es universal, como la crueldad de algunos o sus perversos instintos, y su internacionalidad no los convierte en nada atrayente ni encomiable.

Ocasionalmente, cada tanto, desde algún rincón del mundo me piden que sea miembro de un jurado literario, y, entonces, aunque inmerecidamente, tengo la ocasión de entrever qué se cuece más allá de los nombres –no suelen los autores firmar sus obras con sus nombres verdaderos-, qué piensan, cómo esculpen sus fantasías o delirios o universos paralelos escritores que acaso nunca lleguen a ser ni siquiera reconocidos. Es como levantar el telón de la farsa de la vida y atisbar qué se esconde entre bambalinas, qué ansias hinchan las velas de algunos sueños, qué plumas les facultan a algunas almas a levantar el vuelo o en qué paisajes buscan la verdad, su verdad, los exploradores de tantos órdenes secretos. Los hay, cómo no, que ruegan sin decirlo por la concesión de un laurel a cualquier precio, procurando imitar un estilo, un modo, una historia parecida que conduzca a parecido destino que el de aquél a quien imita; los hay que aspiran a lo que no son, quién sabe si por esnobismo o porque se creen que ser autor es nada más que llenar páginas con una historia sin pies ni cabeza, si es que no con una sucesión de imposturas apenas sujetas por los pelos, sin demasiado arte –o ninguno-, con escasas capacidades –o ninguna- o nada más que con la inocencia del destete del primerizo o la carencia del rigor de la esencia literaria y el respaldo de una experiencia solvente que dé credibilidad a sus relatos; y los hay, y no son pocos, que son carne y hueso trasfundidos en letras, maestros desconocidos de una expresividad rutilante y novedosa que con genialidad envuelven, acariciándola, a una historia estremecedora o entrañable que abre ciertas puertas secretas por donde uno puede atisbar una realidad que le había pasado desapercibida, un modo de entender los sucesos con planteamientos asombrosamente insólitos, o de nada más que visionarlos como un espectador que se hallara de bruces ante paisajes fascinantemente deslumbrantes o que le dotaran de ojos nuevos para ver lo mismo.

Siempre he defendido que hasta lo que entendemos por inconmensurable mide y pesa, como pesa y tiene dimensiones la literatura. Puede ser que a muchos les parezca un ámbito abstracto, una esencia, un expresión que no soporta el rigor de la unidad de medida, pero entiendo que quien así lo cree se equivoca. La literatura, como todo, tiene cabida en un orden dimensional en el que hasta la abstracción tiene su propia medida. Puede ser que no se le haya puesto nombre a la unidad que magnifica cada una de sus dimensiones, pero esa unidad existe. Para algunos, una novela, un cuento, una poesía o una obra teatral, está constituida, a vuelapluma, por una presentación, un nudo y un desenlace; y es verdad. Para otros, la división anterior implica la inserción de una tesis, una antítesis y una síntesis; y es verdad también. Y, para los puristas –entre los que me encuentro-, la literatura, como una esencia que es de la vida misma, es un juego de equilibrios, que es decir de dimensiones entre el ornamento y el fundamento, entre lo escaso y lo excesivo, entre lo superficial y lo abismal, y ente lo chusco y lo barroco. A todo ese universo creado o imaginado, el autor debe añadirle algunas cosillas, pocas pero capitales, como una muy completa ambientación en modos, valores, usos y sucesos, un perfilado completo y creíble de los personajes –que transpiren, que vivan por sí mismos, que ocupen espacio, que tengan sus afectos y desafectos, sus virtudes y manías, que sean de carne y hueso en la dimensión que quiera que sea en que se encuentren-, y, sobre todo, que los sucesos evolucionen porque la vida es movimiento, permitiendo con maestría que los mismos personajes y sus alter-egos se deslicen hacia allá donde el autor desea o puede conducirlos (los personajes, a veces, se rebelan y quieren y exigen su propio espacio y sus modos identificativos). Lo que no se mueve, después de todo –de sobra lo sabemos-, está muerto. La literatura, en fin, ha de ser rizo sobre voluta, carrera sobre descanso, fuego y frío, geometría –que no quiera saber de filosofía quien no sepa de geometría, decía Platón- ortogonal o grotesca, azar sobre fin, y, finalmente, aprendizaje no sólo para el autor, sino para el lector para el que jamás, jamás, debe un escritor que se precie escribir.

Aquel que escribe para otros, según lo veo, no escribe para nadie, ni siquiera para sí mismo. Un autor experimentado sabe cuando lee a otro qué le está sucediendo en cada párrafo, qué le aqueja, adonde tiende con éste o aquél artificio o con ese suceso o ese personaje, y qué conflicto desea resolver o producir; pero no es que lo sepa por ciencia infusa, sino porque todo tiene medida y no hay mejor polímetro que la propia experiencia, si es que ésta es mucha. El camino que transitan las nuevas generaciones, es un camino harto transitado por quienes les precedieron. Una obra, cualquiera, es una sucesión de sucesos y transiciones; se conoce a buen autor por cómo resuelve los nudos o conflictos –los demás autores, por haber tenido parecidos problemas, detectamos esto enseguida-; se le conoce también por su capacidad y dominio del lenguaje, por la variedad y buen uso de los recursos literarios, por la plástica de su sintaxis; pero sobre todo se lo conoce por su capacidad de síntesis, de poner su dedo sobre cada llaga de una manera memorable, única, irrepetible, personal, intransferible: por su estilo personal y por su fondo.

No me resulta difícil tampoco, aun ignorando nombres y apellidos de los autores desconocidos que leo, colegir su país de origen, la cultura que lo soporta y el ámbito en que recibió sus fundamentos. Viajar mucho enseña en esa misma medida. Cada país imprime su sello, cada cultura significa al autor que engendra, cada alma horneada en el seno de un orbe lleva impreso el estigma de sus modismos como un subconsciente del que no puede renegar y al que no puede traicionar. Y esto me lleva, en tantos concursos como he sido jurado, a poder afirmar la potente riqueza expresiva y literaria que existe en Latinoamérica, especialmente en Argentina y Colombia. No niego los haberes de los demás países y culturas, nadie queda en el exilio; pero es aquí donde, a mi modo de medir y sopesar, late un porvenir más preclaramente mayoritario de las letras, no sólo por la plástica memorable de los autores, sino por el conjunto de ornamento y fundamento, por su libertad de elegir horizontes distintos a los manidos que casi todos anhelan y por la profundidad de síntesis que acaparan.

Y vuelvo al principio. Soy un empedernido lector, aunque prefiero lecturas no literarias cuando estoy engendrando una nueva criatura, pero no encuentro en la llamada literatura contemporánea, ésa de mucha tirada y mucha publicidad, ésa de muchas pilas de libros como ladrillos que jalonan los accesos de las grandes superficies y algunas librerías, calidad alguna que pueda competir con la de estos autores desconocidos, presumiblemente jóvenes –habida cuenta de su osadía-. No puedo premiar a todos, sin embargo, además de que mi voto es nada más que uno de los cuatro o cinco votos del jurado al que pertenezco. Me sorprende, adempero, el que suele haber coincidencia plena de los miembros del mismo tras las debidas lecturas, y todavía me sorprende mucho más que, una vez publicada la obra en cuestión, no sea lanzado el autor galardonado al orbe de éxito social que merece según mi criterio (y el de mis colegas del jurado), quedando todo resumido y premiado con un estipendio limitado y un reconocimiento mínimo, quién sabe si porque los premios en los que colaboro no tienen la relevancia y presteza de los grandes premios marquetinianos, o si porque hay excesivos premios y estos autores desconocidos no pueden optar a todos por no tener obra inédita suficiente.

Debido a estas imposiciones de los certámenes –único camino posible, en puridad, para un autor novel o desconocido de ver publicada su obra-, estoy convencido que nos estamos perdiendo a auténticas joyas que tienen mucho, pero mucho que aportar a las letras universales. Nuevos modos y maneras de ser y expresarse, fondos arquetípicos redescubiertos con ojos nuevos y planteamientos geniales que son capaces de establecer geometrías innovadoras de una riqueza incontestable. Como autor, me duele profundamente que cualquiera de estas hermosas promesas pueda agostarse en el desaliento de no ver encumbrado su nombre como merece, de que las urgencias de la vida un día los aparten de las letras dejándoles el alma llena de las tumefacciones de la frustración y el desencanto, o que la rabia por un fracaso que no es suyo suplante su genio. Por mi parte, a estos hermanos de sangre de la tinta y las letras les pido perdón de antemano por no poder premiarlos a todos y por no poder defender a ultranza esos nombres que ignoro allá donde me encuentro con algún peso específico. Sólo a uno, en cada certamen, se le puede elegir, sólo a uno, y éste, aunque es injusto en sí mismo, debe ser el que al juicio del conjunto del jurado es el mejor de entre los mejores. Abogo porque se pueda dar una lista, siquiera sea de los finalistas, en el que pudiera darse satisfacción a más de uno, siquiera sea con el consuelo de que su obra ha emocionado o conmocionado a otros colegas que no podían elegirles a todos los que creyeron que tenían méritos suficientes, de que está en el buen camino, acaso distinguiéndolos de otros a quienes aún les faltan tablas, valores, capacidades y formación, quién sabe si vocación también.

A los lectores en general les pido que no consideren sólo los premios de mucho ringorrango y publicidad, que no se guíen por las modas mayoritarias en estos alimentos del alma. Hay más realidades que esas vulgares letras comerciales, mundos exquisitos que ser explorados, una realidad que late con fuerza, que vigorosamente vibra y se desenvuelve tras esa realidad: la de los premios menores, la de esos desconocidos que nos ofrecen una hermosa geometría en la que inscribir la belleza y en la que sondear lo abisal de la condición humana. La belleza late, y lo hace a veces con más fuerza en los márgenes de lo oficial o en los últimos anaqueles de lo más reconocido, si es que no desconocido. Ose, atrévase y descubra los nuevos mundos que caben en éste. Tal vez ahí, se encuentre con el futuro.

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