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Frente a consignas y eslóganes, pensar con nuestra razón

Aunque nadie confesará que prefiere la mentira a la verdad, lo cierto es que aceptamos muchas cosas sin aplicar nuestra razón para determinar si son verdaderas o falsas, buenas o malas, justas o injustas
Francisco Rodríguez
viernes, 14 de septiembre de 2012, 06:49 h (CET)
Se ha repetido muchas veces la frase: “lejos de nosotros la funesta manía de pensar” o según otra versión “lejos de nosotros la perniciosa novedad de discurrir”, que al parecer pronunció el rector de la Universidad de Cervera con motivo de la visita de Fernando VII,  como síntesis del pensamiento oscurantista y reaccionario, pero hoy pienso que hay demasiada gente que no se toma la molestia de pensar ni de discurrir pues este trabajo se lo dan hecho, listo para repetirlo.

Es lo “políticamente correcto”, decidido en altos y poderosos laboratorios de consignas, eslóganes e incluso lenguaje, para consumo de ciudadanos liberados de la funesta manía de pensar, a los que se le ofrece la opción de aceptarlo o rechazarlo, si coincide o no, con el vago y vaporoso ideario de los partidos políticos de una mano u otra, aunque cada vez más parecidos entre sí. Todo ello hecho, cocinado y listo para servir.

Ya sé que puede resultar fatigoso examinar todo lo que se nos propone, por la poca costumbre de usar nuestra razón. Cualquier mentira repetida un número alto de veces llega a parecernos verdad, más aún si empiezan con ello desde la infancia.

Habrá quien siga creyendo que la imposición de un determinado ideario a la juventud es cosa del pasado, de regímenes dictatoriales superados gracias a las benéficas virtudes de la democracia. Pienso que nada de eso, pues hay una tendencia constante de los que mandan en sustituir a los padres en la educación de sus hijos. ¿Por algo será, no?

Se admite la necesidad de pensar y discurrir frente a un problema de física, de matemáticas o de química, por el contrario se aceptan sin pensar ni discurrir las versiones de la historia, de la filosofía o del derecho, ya que se presentan como inapelables. Bajo la etiqueta del saber científico, tratan de pasarnos de contrabando muchas cosas que no son más que meras teorías y opiniones interesadas en el adoctrinamiento de esta o aquella tendencia.

Todavía peor es cuando aceptamos sin examen cualquier cosa que nos parezca beneficiosa, sin querer entrar en la cuestión de si es buena y justa. ¿Quién se acuerda del imperativo categórico de Kant para su obrar rectamente? Ello exigiría pensar y discurrir, que es, al parecer, de lo que no se trata.

Hay que salir  cuanto antes de este pantano cenagoso en el que chapoteamos pensando que solo vale la pena pasarlo bien, aunque ni siquiera distingamos lo que está bien o no, lo que es bueno o malo, lo que nos hace crecer como personas o nos embrutece.

Por favor no desperdiciemos ese instrumento maravilloso de que fuimos dotados: la razón, que aunque dañada por nuestra tendencia al mal, puede llevarnos a encontrarnos, entre tantas mentiras y medias verdades, a quién es la Verdad, la única verdad que puede hacernos personas libres.

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