Ha sido en Ljubliana, Eslovenia, entre el 5 y el 7 de Julio. Se han reunido 500 expertos de distintas organizaciones mundiales, la ONU entre ellas, para tratar del tema de la violencia sobre la infancia en Europa y en Asia Central. Conclusiones: al niño se le sigue infiriendo maltrato físico en su casa con el consentimiento, explícita o ambiguamente expresado, de las diferentes legislaciones vigentes en pleno siglo XXI. España es uno de los países que deberá modificar su Código Civil para procurarle a la infancia una mayor protección y una salvaguarda de su integridad física.
A tenor de estas conclusiones extraídas de una Conferencia Internacional a la que han concurrido representantes del Consejo de Europa, de la ONU, de la Organización Mundial de la Salud, Organizaciones No Gubernamentales, ... coordinados todos ellos por Paulo Pinheiro, un brasileño experto y contrastado en la lucha por los Derechos Humanos, cabe preguntarse: ¿Qué le ocurre a una sociedad con tanta carga de civilización como es la nuestra para que al niño se le siga considerando una mercancía, susceptible de recibir el trato que mejor estime "su dueño", ante la indiferencia, la aceptación o incluso el aplauso de quienes presencian ese tipo de maltratos?
Responder a esta pregunta nos llevaría a realizar un estudio histórico-sociológico de las causas que promueven el comportamiento agresivo del adulto y la facilidad con que éste pierde los nervios y la paciencia cuando se coloca frente a un niño. España es un país que ha pasado por fuertes tensiones ideológicas que siempre se han resuelto mediante el predominio de los sectores más tradicionales. La represión, el hierro y el fuego han tratado de purificar cualquier desviacionismo que se orientara hacia los cantos de sirena provenientes de una Europa más abierta y plural, que inventaba los colores cuando aquí se instituía el negro como santo y seña nacional. Sobre esta península que habitamos no han podido deambular con tranquilidad los librepensadores, los moderados, los filósofos e incluso los poetas. A los primeros se les ha quemado; a los segundos se les ha amedrentado y recluido; y a los dos últimos se les ha dado el peor trato: se les ha vejado, ridiculizado, y también, cosa que no han podido soportar, se les ha ignorado y reducido al olvido.
Las familias son el primer destello que produce la sociedad. Las familias se organizan, se estructuran y se orientan según los indicadores que se detectan en la gran capa social. Si ésta es autoritaria, si ésta se rige por unos presupuestos rígidos donde la disensión o el matiz se consideran un acto de rebelión y de conculcación de principios intocables, es lógico que también las pequeñas células sociales que son las familias se vean imbuidas de esos mismos tics de intransigencia y de conductas violentas.
La estructura familiar en España adopta una forma piramidal, en cuya cúspide sigue estando el padre; mientras que, en sucesivos escalones, se apostan la mujer, y después los hijos. La violencia que se genera entre las cuatro paredes de nuestros hogares tienen este decorado y sólo los años y un mayor grado de civilización pueden cambiar el dibujo de fondo.
A la mujer se le admite si su escalón, a los pies del varón, le resulta a ella misma cómodo y dulce; a los niños, si se muestran sumisos, acatan cuanto se les manda y no generan demasiada bulla. En este organigrama social existe la más absoluta complacencia, la más general aceptación, porque sus pies se hunden en el mismo lodo que hemos ido conformando a lo largo de la historia.. Nuestro Código Civil, ligeramente alertado pero no del todo persuadido, trata de decir algo, aunque a medio camino se le congela el gesto en un estéril mohín. Tan sólo dice que "los padres podrán (...) corregir razonable y moderadamente a los hijos". Una frase tan ambigua es un auténtico páramo en la esfera de los Derechos Humanos.
Deja que se interprete libremente qué es "razonable" y qué es "moderadamente ". El saco se ensancha y corre el riesgo de que por su boca quepa de todo.
Un país moderno como España debe aprender a sacudirse, si es preciso con ambas patas, todas las pulgas que ha ido acumulando a lo largo de los siglos. No basta con que judicialmente se persiga a quienes ejercen una violencia desmesurada sobre los pequeños ciudadanos de nuestro pueblo. Hay que incluir en nuestras leyes una referencia explícita a la prohibición de inferirles el más mínimo daño físico o someterlos a cualquier tipo de vejación que menoscabe su dignidad como personas.
La educación no se levanta sobre los pilares de un autoritarismo exacerbado ni sobre el miedo que éste genera. La educación en libertad es el único camino que conduce a formar ciudadanos responsables, abiertos, generadores de ideas propias y respetuosos con las ajenas. El cachete intimida, enseña a doblar la cerviz, a enmascarar lo que uno realmente piensa. La "bofetada a tiempo" nos retrotrae a situaciones indeseables que como personas y como pueblo ya deberíamos haber sobrepasado. El niño es un ser que comienza su vida. Su reacción ante el mundo y ante las cosas no puede ser la misma que la de un adulto. Éste ha de estar a su lado, por si es requerido; pero sin olvidar que ante las dudas de un niño sólo es un invitado al que se le permite la entrada en casa ajena, y a ella ha de acudir limpio de corazón y libre de cualquier prejuicio.
Ser padre o madre hoy en día no es, de todos modos, tarea fácil. El nivel de confort alcanzado descansa, muchas veces, sobre la implicación profesional de la pareja que no les permite a ninguno de los dos miembros dejar temporalmente su trabajo para dedicarse a criar a un hijo. El consecuente abandono en el que se ve envuelto éste, genera un comportamiento debidamente estudiado por los psicólogos y por los pedagogos. Incrementa su demanda de atención individualizada, desarrolla comportamientos indeseables que inciden en su proceso de aprendizaje y en el de integración social, utiliza el chantaje emocional para conseguir regalos, descubre el valor de la manipulación como instrumento para "colar" sus verdades... Convivir con un ser así puede resultar gravoso para cualquier temperamento, por sosegado y tranquilo que sea éste. El ritmo de vida moderno, la intensidad del mundo laboral que no permite flaquezas, la extremada competitividad en la que se ve envuelto el hombre moderno, tampoco constituyen el caldo de cultivo más idóneo para que la armonía familiar reine entre las cuatro paredes del hogar cuando al final del día haya un agrupamiento de todos sus miembros.
¿Cómo se soluciona este género de convivencia que lleva en sí misma la espoleta de la explosión? Ser padres es, en primer lugar, una responsabilidad que no se agota en el acto de la procreación. Ni tampoco en el tormentoso momento en que se produce el alumbramiento. Uno es padre o madre en todos los minutos de su vida a partir del instante en que el destino ha conformado un nuevo ser con alguna célula que antes le pertenecía. La condición de padre implica un compromiso. Y ese compromiso es el de estar disponible, el de ser accesible para la criatura que va creciendo y que precisa de tantas explicaciones. El diálogo entre padres e hijos se ha de establecer de inmediato; a su conjuro se evaporan infinidad de situaciones que de otra manera podrían desembocar en las aguas negras de la incomprensión, de la falta de respeto mutuo y de la violencia descontrolada.
A nuestros hijos se les produce un daño, según atestigua el cualificado informe de Paulo Pinheiro, precisamente allí donde más seguros debieran hallarse: su propia casa. ¿Nos mostraremos sorprendidos si algún día, cuando tengan que abandonarla, sacuden sus sandalias al trasponerla y no se dignan mirar hacia atrás?
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