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La causa del mal funcionamiento de las sociedades modernas y del alarmante aumento de los suicidios -ya la primera causa de muerte violenta en España-, se deben, sin duda alguna, a la extinción de las porteras

Porteras

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En un pasado no tan remoto, justo anterior al nefando invento de los deshumanizados porteros automáticos, las porteras eran, en cierta forma, la argamasa que unía a la comunidad de vecinos de un edificio, atezando entre ellos la información individual referente a los inquilinos de cada vivienda. Comenzaban bien tempranito, allá por cuando ya los chicuelos salían de las casas, cabás en ristre o mochila al hombro, camino de la escuela, y, armadas las doñas Águedas –así se llamaba la portera de mi casa de la infancia- de sus escoboncios y sus bayetas –aún no se habían inventado las fregonas-, comenzaban desde el piso más alto al portal una rutinaria tarea que lo mismo implicaba la imprescindible higiene pública de la comunidad que el empleo en cada rellano de las artes más sofisticadas de difusión e información, a medio camino entre la investigación criminológica y el riguroso ordenamiento médico, por cuanto de anamnesis tenían sus pesquisa e informes respecto de las vidas, avatares y sucesos de los acaecimientos habidos en las vidas de cada ciudadano del orden social que regentaban.

Trabajo nada fácil el de mi doña Águeda, por otra parte, porque lo mismo captaba información novedosa con una habilidad que ya la quisiera para sí Plinio, el famoso policía manchego, que, bisbisando con mucho histrionismo y poniendo el morrito en pico, se largaba todo un epistoliario a la vecina que tuviera más a mano sobre el devenir escandaloso de la del tercero derecha, la hija del cocinero, que ponía en solfa el santo buen nombre de la jovenzuela. ¡Menudos sainetes, Virgen Santa! ¡Ya los quisieran para sí muchas de las actuales telenovelas –entonces, fotonovelas-, sin duda hijas putativas de estas artes porteriles de los anos sesenta, cincuenta y precedentes hasta el amanecer del mismo hombre como mono en dos patas. Con una teatralidad prodigiosa y una capacidad de impostación sin límites, lo mismo metía susurrando la lezna de un secreto execrable en el oído de la residente más pintada, que sonsacaba con un arte excelso la información más sensible a la más parca de las moradoras. Y, si no podía, se la inventaba, dando pie así a lo que hoy conocemos como periodismo rosa –aunque debiera llamarse morado, por cómo se ponen los tales periodistas a desprestigiar y cómo difunden libelos de sus semejantes-. Para ellas, para ella, mi doña Águeda, no había fronteras de mesura ni reconocimiento mayor al que aspirara que no fuera la cara de sorpresa de la vecina a la que confidenciaba su último descubrimiento, y si ésta, mientras doña Águeda remataba como colofón a su secreteo su habitual “¡fíjese usted: fíjese!” la vecina la gratificaba con una boquita en O coreando un “¡Amos, amos!”, o llevándose escandalizada las manos a los labios, entonces ya no es que usara doña Águeda el escoboncio como recio astil que soportara su verticalidad oronda, sino que más parecía asemejarse a un ufano San Andrés en la columnata de su martirio o a un invencible Sansón aferrando por los nueve la columna de un templo filisteo.

Sin embargo, llegó la modernidad y sus desafueros, la tecnología moderna y sus cacharros y la técnica y sus cachivache, y enviaron entre todas ellas a las porteras a un rincón del olvido. Quedaron ciegas, sordas y mudas (como los monos ésos) las comunidades de vecinos, perdiendo todo lustre informativo que humanizara su edificio comunal y naufragando en la fosa abisal de la desmemoria la argamasa que uniera tantas vidas dándolas lustre o deslustrándolas, la que evitara tantos suicidios por causa de la soledad multitudinaria de las urbes, pues que fueron ellas, ellas solas, las que metieron en cada casa a todo un pueblo como testigo y las sacaron a la luz sus más recónditos secretos, dando ilustre relevancia a muchas vidas insignificantes. Incluso tengo un amigo que por entonces, sabiendo que jamás podría esconder su falta de ser piedra de escándalo por su licencioso proceder, cuando los sábados llegada a su comunidad con algunos grados etílicos de más, pretendiendo aliviarle a la par tan ardua tarea en fin de semana a su particular doña Águeda, solía gritar en la oquedad de la madrugada al llegar al portal: “¡Criticadme, vecinas, que vengo borracho!”; hoy, ¡qué cosas!, si se agarra una tajada o un pedete lúcido, sólo a él le concierne, convirtiéndolo así en algo sucio, indigno de cualquier interés social y sin interés alguno. Un día de estos, seguro, perderá la industria alcohólica a uno de sus miembros más eméritos, cual si este mundo se fuera apagando en esta siniestra sordina metálica y deshumanizada de la sociedad contemporánea. ¿Qué sentido tendría que dijera a cada vecino, a través del portero automático: "mire usted, que soy Damián, el del quinto, y es que vengo beodo"? Ningun, claro: carece de todo romanticismo por impersonal y frío.

Se apagaron las porteras, en fin, y se encendieron los porteros automáticos, un poco de la misma forma que se apagaron los cobradores de entierros –“Santa Lucía, señora”, solía decir un tipo con aspecto de Ulises varado en secano-, los de la electricidad –“La luz, señora”, decía un individuo espigado y enjuto como la mojama cual si estuviera recién parido- y los barrenderos que felicitaban las pascuas con una tarjetita a cambio de una pesetilla de aguinaldo. Las comunidades de vecinos, los miles y miles de edificios patrios, con este infame progreso ha sido despojado de su alma mater, de la esencia misma de la causa de numerosas existencias: las porteras. Sin ellas, sin estos seres de verbo dúctil, ha perdido la civilización una de las causas fundamentales que la soporte, propendiendo así a una soledad colectiva de seres que ignoran a seres y de criaturas que ni siquiera saben el nombre de su vecino, mucho menos qué tal hace amor éste o si es escandalosos en tales juegos, si bebe o no la del quinto B o de la bajo centro, si tiene novio ya o no Purita, la del segundo izquierda, o si al fin no va a quedar más remedio que enterrar a don Cosme por causa de su hígado.

El mundo, desde entonces., no sé…, como que se ha quedado un poco huérfano, o como si hubiera sucedido un poco todo eso que decía antes de los monos. El mundo es ahora menos mundo, como aquél que dice, sin las porteras. Los gobiernos, que en esto de joder tanto y tan a fondo se emplean, han procurado solucionar el problema, pero como lo suyo es todo hacerlo del revés, nada, que no les ha salido bien o les ha salido muy mal, si es que no a medias. Primero se montaron la cosa ésa de las revistas del cotilleo y el famoseo, pero no son sino como porteras tontas que chismean y libelan sin réplica, y, así, nada que ver, no tiene ninguna gracia; y después, por ver si así armaban lío chusco y algo de verdulería en crudo, se montaron la cosa esta de las tertulias mañaneras de algunas cadenas, aunque…, qué quieren que les diga, me parecen… sosas, insípidas, sin esa sal gorda (o muy gorda) que tenían las porteras.

Es cierto que en estas tertulias televisivas de marujeo para Marujas se vilipendia y miente como bellacos, que se inventan las noticias y los defectos, que se convierten en verdades sacrosantas mentiras y que se salva o se condena como si tal cosa. Pero sin gracia, o, al menos, no con el salero de mi doña Águeda o de las mil doñas Águedas que tenían tomada la ciudad por sus fueros y los edificios por las porterías. Nada que ver. Éstos de ahora, los de la tele, son advenedizos, gentes sin gracia alguna, sin talento para el chisme. Ni siquiera saben ponerse en jarras y hacer orbitar el tronco mientras con un pundonor herido estigmatizando el semblante difunden por doquier sentidos “¡Eso tendríamos que verlo!” No; no tienen talento alguno. Les va lo morboso por lo morboso, pero ahí se atascan y embarran y, aunque condenan inocentes como las porteras de entonces, se les nota que les faltan alas para el vuelo del chisme, lo mismo que cuando salvan a auténticos criminales, cuando ponen en solfa como defectos las virtudes del más pintado, o cuando elevan a los altares a todos esos meapilas que llenan los nichos de las devociones populares. No; no tienen garbo, les falta ángel. Fuera de ese morbo de mentiras criminales, sólo son un conciliábulo de aprendices de diablejos sin maestría alguna para el desprestigio sin causa, o para el saber de qué va el circo de la vida comunal. Y así, claro, no puede funcionar bien el mundo.

Para el que no lo sabe, las revoluciones históricas no comenzaron en las tabernas ni en los sindicatos, ni aún en las logias secretas que urdían planes siniestros entre los machones calcinados y derruidos de algún castillo añejo perdido en algún solitario descampado, sino en las porterías. No es verdad que fuera María Antonieta la que en los días previos a la Revolución Francesa pronunció la afamada frase de “Si no tienen pan, que les den tortas”, sino la portera del Palacio de Versalles; y no fue el grito atribuido a Zapata “Tierra y libertad” suyo, sino una derivación de su portera, que dijo que “estos que reclaman libertad hay que ver cómo lo ponen todo de tierra”. Y así con todo. La realidad, con las porteras, sería muy otra, y no salvarían tan fácilmente de la quema de sus hogueras todos estos maúlas de la actualidad o la política. Ya quisiera yo ver a Rajoy y su tinte Kanfor para el pelo en manos de una portera como doña Águeda, por ejemplo, o a esos que dicen digo donde dijeron diego, o aún a l@s homófob@s del gobierno que las matan a la chita callando con sus escarceos nada heteros secretos. Cierto que han logrado condenas populares antes de algunos juicios y aún corregir éstas y declarar a los mismos reos inocencias consagradas; pero el mundo se siente solo, se va aislando, convirtiendo aquellas pírricas victorias en sonadas derrotas. Ya no se sabe quién habita la casa de al lado, y son buenos amantes o no o es que nada más que son socios de Canal +, o si bebe o se droga Pilarita, la del segundo, o si tiene la del cuarto centro que ampliar las puertas para que entre sin rozar las jambas con las astas su marido. El mundo se va ensanchando sin las porteras, convirtiendo a todos en desconocidos, en solos, tal vez empujándonos a todos al suicidio.

Porteras

La causa del mal funcionamiento de las sociedades modernas y del alarmante aumento de los suicidios -ya la primera causa de muerte violenta en España-, se deben, sin duda alguna, a la extinción de las porteras
Ángel Ruiz Cediel
miércoles, 5 de septiembre de 2012, 10:56 h (CET)
En un pasado no tan remoto, justo anterior al nefando invento de los deshumanizados porteros automáticos, las porteras eran, en cierta forma, la argamasa que unía a la comunidad de vecinos de un edificio, atezando entre ellos la información individual referente a los inquilinos de cada vivienda. Comenzaban bien tempranito, allá por cuando ya los chicuelos salían de las casas, cabás en ristre o mochila al hombro, camino de la escuela, y, armadas las doñas Águedas –así se llamaba la portera de mi casa de la infancia- de sus escoboncios y sus bayetas –aún no se habían inventado las fregonas-, comenzaban desde el piso más alto al portal una rutinaria tarea que lo mismo implicaba la imprescindible higiene pública de la comunidad que el empleo en cada rellano de las artes más sofisticadas de difusión e información, a medio camino entre la investigación criminológica y el riguroso ordenamiento médico, por cuanto de anamnesis tenían sus pesquisa e informes respecto de las vidas, avatares y sucesos de los acaecimientos habidos en las vidas de cada ciudadano del orden social que regentaban.

Trabajo nada fácil el de mi doña Águeda, por otra parte, porque lo mismo captaba información novedosa con una habilidad que ya la quisiera para sí Plinio, el famoso policía manchego, que, bisbisando con mucho histrionismo y poniendo el morrito en pico, se largaba todo un epistoliario a la vecina que tuviera más a mano sobre el devenir escandaloso de la del tercero derecha, la hija del cocinero, que ponía en solfa el santo buen nombre de la jovenzuela. ¡Menudos sainetes, Virgen Santa! ¡Ya los quisieran para sí muchas de las actuales telenovelas –entonces, fotonovelas-, sin duda hijas putativas de estas artes porteriles de los anos sesenta, cincuenta y precedentes hasta el amanecer del mismo hombre como mono en dos patas. Con una teatralidad prodigiosa y una capacidad de impostación sin límites, lo mismo metía susurrando la lezna de un secreto execrable en el oído de la residente más pintada, que sonsacaba con un arte excelso la información más sensible a la más parca de las moradoras. Y, si no podía, se la inventaba, dando pie así a lo que hoy conocemos como periodismo rosa –aunque debiera llamarse morado, por cómo se ponen los tales periodistas a desprestigiar y cómo difunden libelos de sus semejantes-. Para ellas, para ella, mi doña Águeda, no había fronteras de mesura ni reconocimiento mayor al que aspirara que no fuera la cara de sorpresa de la vecina a la que confidenciaba su último descubrimiento, y si ésta, mientras doña Águeda remataba como colofón a su secreteo su habitual “¡fíjese usted: fíjese!” la vecina la gratificaba con una boquita en O coreando un “¡Amos, amos!”, o llevándose escandalizada las manos a los labios, entonces ya no es que usara doña Águeda el escoboncio como recio astil que soportara su verticalidad oronda, sino que más parecía asemejarse a un ufano San Andrés en la columnata de su martirio o a un invencible Sansón aferrando por los nueve la columna de un templo filisteo.

Sin embargo, llegó la modernidad y sus desafueros, la tecnología moderna y sus cacharros y la técnica y sus cachivache, y enviaron entre todas ellas a las porteras a un rincón del olvido. Quedaron ciegas, sordas y mudas (como los monos ésos) las comunidades de vecinos, perdiendo todo lustre informativo que humanizara su edificio comunal y naufragando en la fosa abisal de la desmemoria la argamasa que uniera tantas vidas dándolas lustre o deslustrándolas, la que evitara tantos suicidios por causa de la soledad multitudinaria de las urbes, pues que fueron ellas, ellas solas, las que metieron en cada casa a todo un pueblo como testigo y las sacaron a la luz sus más recónditos secretos, dando ilustre relevancia a muchas vidas insignificantes. Incluso tengo un amigo que por entonces, sabiendo que jamás podría esconder su falta de ser piedra de escándalo por su licencioso proceder, cuando los sábados llegada a su comunidad con algunos grados etílicos de más, pretendiendo aliviarle a la par tan ardua tarea en fin de semana a su particular doña Águeda, solía gritar en la oquedad de la madrugada al llegar al portal: “¡Criticadme, vecinas, que vengo borracho!”; hoy, ¡qué cosas!, si se agarra una tajada o un pedete lúcido, sólo a él le concierne, convirtiéndolo así en algo sucio, indigno de cualquier interés social y sin interés alguno. Un día de estos, seguro, perderá la industria alcohólica a uno de sus miembros más eméritos, cual si este mundo se fuera apagando en esta siniestra sordina metálica y deshumanizada de la sociedad contemporánea. ¿Qué sentido tendría que dijera a cada vecino, a través del portero automático: "mire usted, que soy Damián, el del quinto, y es que vengo beodo"? Ningun, claro: carece de todo romanticismo por impersonal y frío.

Se apagaron las porteras, en fin, y se encendieron los porteros automáticos, un poco de la misma forma que se apagaron los cobradores de entierros –“Santa Lucía, señora”, solía decir un tipo con aspecto de Ulises varado en secano-, los de la electricidad –“La luz, señora”, decía un individuo espigado y enjuto como la mojama cual si estuviera recién parido- y los barrenderos que felicitaban las pascuas con una tarjetita a cambio de una pesetilla de aguinaldo. Las comunidades de vecinos, los miles y miles de edificios patrios, con este infame progreso ha sido despojado de su alma mater, de la esencia misma de la causa de numerosas existencias: las porteras. Sin ellas, sin estos seres de verbo dúctil, ha perdido la civilización una de las causas fundamentales que la soporte, propendiendo así a una soledad colectiva de seres que ignoran a seres y de criaturas que ni siquiera saben el nombre de su vecino, mucho menos qué tal hace amor éste o si es escandalosos en tales juegos, si bebe o no la del quinto B o de la bajo centro, si tiene novio ya o no Purita, la del segundo izquierda, o si al fin no va a quedar más remedio que enterrar a don Cosme por causa de su hígado.

El mundo, desde entonces., no sé…, como que se ha quedado un poco huérfano, o como si hubiera sucedido un poco todo eso que decía antes de los monos. El mundo es ahora menos mundo, como aquél que dice, sin las porteras. Los gobiernos, que en esto de joder tanto y tan a fondo se emplean, han procurado solucionar el problema, pero como lo suyo es todo hacerlo del revés, nada, que no les ha salido bien o les ha salido muy mal, si es que no a medias. Primero se montaron la cosa ésa de las revistas del cotilleo y el famoseo, pero no son sino como porteras tontas que chismean y libelan sin réplica, y, así, nada que ver, no tiene ninguna gracia; y después, por ver si así armaban lío chusco y algo de verdulería en crudo, se montaron la cosa esta de las tertulias mañaneras de algunas cadenas, aunque…, qué quieren que les diga, me parecen… sosas, insípidas, sin esa sal gorda (o muy gorda) que tenían las porteras.

Es cierto que en estas tertulias televisivas de marujeo para Marujas se vilipendia y miente como bellacos, que se inventan las noticias y los defectos, que se convierten en verdades sacrosantas mentiras y que se salva o se condena como si tal cosa. Pero sin gracia, o, al menos, no con el salero de mi doña Águeda o de las mil doñas Águedas que tenían tomada la ciudad por sus fueros y los edificios por las porterías. Nada que ver. Éstos de ahora, los de la tele, son advenedizos, gentes sin gracia alguna, sin talento para el chisme. Ni siquiera saben ponerse en jarras y hacer orbitar el tronco mientras con un pundonor herido estigmatizando el semblante difunden por doquier sentidos “¡Eso tendríamos que verlo!” No; no tienen talento alguno. Les va lo morboso por lo morboso, pero ahí se atascan y embarran y, aunque condenan inocentes como las porteras de entonces, se les nota que les faltan alas para el vuelo del chisme, lo mismo que cuando salvan a auténticos criminales, cuando ponen en solfa como defectos las virtudes del más pintado, o cuando elevan a los altares a todos esos meapilas que llenan los nichos de las devociones populares. No; no tienen garbo, les falta ángel. Fuera de ese morbo de mentiras criminales, sólo son un conciliábulo de aprendices de diablejos sin maestría alguna para el desprestigio sin causa, o para el saber de qué va el circo de la vida comunal. Y así, claro, no puede funcionar bien el mundo.

Para el que no lo sabe, las revoluciones históricas no comenzaron en las tabernas ni en los sindicatos, ni aún en las logias secretas que urdían planes siniestros entre los machones calcinados y derruidos de algún castillo añejo perdido en algún solitario descampado, sino en las porterías. No es verdad que fuera María Antonieta la que en los días previos a la Revolución Francesa pronunció la afamada frase de “Si no tienen pan, que les den tortas”, sino la portera del Palacio de Versalles; y no fue el grito atribuido a Zapata “Tierra y libertad” suyo, sino una derivación de su portera, que dijo que “estos que reclaman libertad hay que ver cómo lo ponen todo de tierra”. Y así con todo. La realidad, con las porteras, sería muy otra, y no salvarían tan fácilmente de la quema de sus hogueras todos estos maúlas de la actualidad o la política. Ya quisiera yo ver a Rajoy y su tinte Kanfor para el pelo en manos de una portera como doña Águeda, por ejemplo, o a esos que dicen digo donde dijeron diego, o aún a l@s homófob@s del gobierno que las matan a la chita callando con sus escarceos nada heteros secretos. Cierto que han logrado condenas populares antes de algunos juicios y aún corregir éstas y declarar a los mismos reos inocencias consagradas; pero el mundo se siente solo, se va aislando, convirtiendo aquellas pírricas victorias en sonadas derrotas. Ya no se sabe quién habita la casa de al lado, y son buenos amantes o no o es que nada más que son socios de Canal +, o si bebe o se droga Pilarita, la del segundo, o si tiene la del cuarto centro que ampliar las puertas para que entre sin rozar las jambas con las astas su marido. El mundo se va ensanchando sin las porteras, convirtiendo a todos en desconocidos, en solos, tal vez empujándonos a todos al suicidio.

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