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Etiquetas | Artículo opinión | Jóvenes desempleados | Fuga de cerebros
Decepcionados, si no rabiosos, muchos jóvenes españoles no tienen otro horizonte que la emigración

Unos que vienen y otros que se van

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A Marta no le decían casi nada los datos oficiales de finales de 2011 que leía en el diario, los cuales proclamaban que eran ya casi tres millones de españoles los que residían fuera de España. Su problema era personal, único por sí mismo: un drama extenuante con nombre y apellidos. Como tantos otros jóvenes, desde que nació trató de ser complaciente y aplicada no sólo con sus padres, sino también con sus profesores, llegando a creerse a pies juntillas lo que tantas veces le repitieron de que a quien se esforzaba y y se formaba, le esperaba un buen futuro. Hoy, se conformaba con que simplemente hubiera un futuro alguna vez, ya se vería si bueno o no; pero todo la hacía sospechar que no lo había, o, al menos, no en su país, porque su país ya no era su país, sino un espacio gobernado por mentirosos que, divididos estratégicamente en dos partidos supuestamente contrarios para alternarse en los latrocinios y la conculcación de los derechos ciudadanos sin despertar los recelos de los gobernados, cada día entregaban un pedazo más de su país a manos privadas, principalmente extranjeras, al tiempo que, con la excusa de una crisis artificial que había sido creada para establecer el escenario imprescindible que justificara el desfalco, los ciudadanos eran menos libres y podían ser más y más arrinconados en la miseria pecuniaria, la perversión moral y la indigencia laboral.

Juan, el hermano mayor de Marta, había salido de España hacía ya siete años y se había afincado en Alemania. Hoy, según su comentaba en las cada vez más escasas conversaciones telefónicas que sostenía con la familia, se sentía cualquier cosa menos español, y bien debía ser así porque hacía siempre lo posible y lo imposible para no regresar, ni siquiera de vacaciones o en Navidad. Bien se echaba de ver que España ya no era su país en absoluto, y hasta en alguna ocasión llegó a lamentarse con indecible amargura de que alguna vez lo hubiera sido. Con Lucía, su otra hermana hoy en Canadá, había sucedido más o menos lo mismo. Allí no sólo había encontrado su propio espacio en el mundo y un lugar donde poder desempeñarse como la arquitecta que era, sino que había formado familia y había adoptado el inglés o el francés como sus idiomas naturales, en buena medida, según le confidenció, tratando de sacudirse los últimos escombros de una cultura y un país que sentía que la habían traicionado.

Hubo un tiempo en que Marta no comprendió a sus hermanos, e incluso les reprobó su dureza de corazón; pero ya comenzaba a hacerlo. Es cierto que los repudió por sus palabras y que no supo comprender que no sólo negaran a su país, sino que responsabilizaran a sus padres, hoy ambos en el desempleo y ya algo machuchos, por un supuesto engaño, al responsabilizarlos de sostener su propia debacle porque votaban y sostenían sin rebeldía a quienes gobernaban, cual si ellos hubieran sido los constructores de sus desgracias. Sin embargo, ahora era ella, Marta, la que había concluido hacía algunos años sus estudios universitarios y su doctorado, y, como toda su promoción y las precedentes, estaba en un dique seco en que sólo le quedaba el vacuo horizonte del trabajo gratuito de lo que el Estado llamaba "prácticas", pero sin ningún empleo retribuido que la pudiera proporcionar un hálito de realización profesional o personal, y, mucho menos, de independencia. Y eran veintiocho los años que contaba ya, consumiéndose cada día en una lucha imposible por encontrar un mínimo espacio en el que ser lo que era, no teniendo otra que juntarse con compañeros y amigos que languidecían engañando al tiempo en botellones anacrónicos y conductas impropias de la edad y la formación que tenían. Lamentaba lo de Juantxo, un excelente ingeniero que mataba su rabia como reponedor de supermercado; o lo de María, una más que capaz pediatra que trabajaba de dependienta; o lo Matías, Raúl o Víctor, quienes tenían que conformarse con esnifar lo que fuera o sacarles a sus padres unos eurillos con los que zascandilear por las calles, porque en los últimos seis años no encontraron otros empleos que cosillas eventuales de uno o dos meses, a pesar de ser los tres licenciados en distintas disciplinas.

Marta sabía de sobra que tenía una formación académica más que suficiente para acometer cualquier reto profesional, que hablaba con corrección tres idiomas, que había pasado la parte más esplendorosa de su adolescencia y su juventud encerrada en su cuarto estudiando mientras otros amigos se divertían, que había sido a carta cabal la "buena chica" que sus padres y su país la habían pedido que fuera…, pero sus manos estaban vacías, sus bolsillos desnudos y su porvenir desolado. Ahora, que comenzaba a comprender su verdadera situación, se sentía un poco ridícula por haberse esforzado tanto por ser correcta y educada, por haber sonreído complaciente a preceptores o dómines, por sentir satisfacción de haber dado siempre la respuesta correcta en la escuela o por haberse esforzado tanto en ser la buena chica, sensata y juiciosa, que todos esperaron que fuera, sacrificándose permanentemente a cuanto el mundo ofrecía de amable por meterse en la mollera conocimientos y saberes que hoy no la servían absolutamente de nada. Sentía rabia, una rabia inconmensurable, y, desde hacía ya algún un tiempo, había comenzado también a valorar la posibilidad de huir de su país, de escapar de sus concepciones erróneas y de morir aquí para nacer de nuevo donde fuera, pero lejos, porque en España sólo había muerte intelectual y mentiras, no había más que ver quiénes gobernaban, quiénes eran los personajes de éxito y quiénes eran considerados los modelos sociales. Un proceso que la había conducido a creer que incluso su propia Historia, la de su país, era una enorme mentira, que ésta había sido nada más que una historieta inventada por alguna mente delirante, o que incluso aquellos dos abuelos que murieron en bandos distintos de la misma guerra buscando un país mejor para sus descendientes, se sacrificaron inútilmente, engañados por los pérfidos, lo mismo que Dios sabría cuántas otras generaciones de predecesores que habían regalado su sangre y la orfandad o el luto de sus deudos para la nada más desoladora, a no ser para que quienes vivían bien en aquellos sus días, siguieran haciéndolo sobre sus cadáveres, y se propagaran. "¡Qué gran estafa el patriotismo y qué gran timo la fe!", se pensó.

Marta consideró de nuevo íntimamente la propuesta que su compañera de promoción que le había hecho desde Argentina, y recordó una frase muy concreta que ésta había pronunciado: “esto es igual que España, pero no es España: te respetan como persona, como profesional y hay trabajo, que es decir posibilidades de vivir.” Y, sin intención, su mente hizo hincapié en lo que era ahora España. Un país que no sabía siquiera si era un país, que brujuleaba perdido por los mercados intentando parecer lo que no era, y en el que un grupo de advenedizos malvendía a la barata para enriquecerse pedazos de Historia o retales de un espacio construidos durante milenios, que a la par convertían a sus habitantes en servidores de lo ajeno, en contribuyentes de lo ajeno, en ajenos de sí mismos.

“Casi tres millones de españoles residen fuera de España, seguramente escupiendo contra su país –se pensó-, y, como todo es mentir y las cifras estadísticas siempre están amañadas, seguramente serán cinco o siete o más millones de españoles los que, con la fe quebrada y sintiéndose estafados como yo, renunciaron a su ayer, a su anteayer y a su siempre, y decidieron empezar de nuevo como apátridas o como ciudadanos nuevos de otro orden y otra cultura, pues que mejor es sentirse extranjero en algún lugar que nacional en este despropósito. ¿A qué inscribirse como residentes en el extranjero, si no se consideran ya residentes, sino ciudadanos aceptados por quienes ni siquiera tienen la necesidad de aceptarlos, o nada más que seres sin país ni origen o acaso sin destino?...”

Comprendió Marta, en aquel preciso momento, que ya todo daba lo mismo. Su país, al final, había ido trasfundiendo a su población más capaz, sustituyéndola por ciudadanos venidos de otros rincones del planeta, más serviles, más obedientes y sacrificados, más capaces o acostumbrados a soportar lo insoportable, mientras expulsaba de su territorio a sus criaturas más capaces y a sus jóvenes, que era decir a su futuro. Una maniobra usada, en puridad, para abatir salarios y derechos que los nacionales habían conquistado a precio de sangre y vidas, muchas vidas, y trastocar el orden natural de las cosas con la impudicia que lo habían hecho. Y, alcanzada esta conclusión, compendió que todo cuanto estaba acaeciendo en el país que no era su país no era sino el principio de un dolor, nada más que el primer paso de lo que intuía una larga andadura, una interminable sucesión de recortes y privaciones que no tendría final sino cuando todos los ciudadanos fueran esclavos de multinacionales, reos impositivos de una Hacienda consagrada a proveer de recursos financieros a tiburones que habitaban lujosos despachos en lejanos países. Así lo proclamaban los sucesos y la emigración que, a un ritmo de casi mil personas diarias, tristes y abatidos abandonaban el país, o el que los soldados españoles pelearan en guerras que no eran suyas sino de aquéllos, o el que los bienes españoles y sus empresas públicas fueran cada día entregados en homenaje de intereses espurios, o aun, la corrupción institucionalizada de una clase política que sólo mentía y mentía para enriquecerse, escondiendo tras sus eslóganes de futuros esplendentes, negocios turbios que sometían el porvenir de los ciudadanos a la precariedad del siervo.

Y, casi con los ojos anegados de lágrimas y el corazón inundado de acíbar, tomó el teléfono, marcó un número muy largo y, apenas descolgaron el auricular al otro lado del hilo telefónico, dijo: “Paloma, soy Marta: he pensado bien tu propuesta y me voy contigo. Pasado mañana llego a Ezeiza a las siete y media de la mañana.” Luego, mientras Paloma le mostraba su satisfacción por la decisión que había tomado, Marta pensó en la soledad extrema en que iban a quedar sus padres y, como con un vómito de amargura, se dijo para sí apretando los dientes: “que se jodan, por haber consentido esto sin rebeldía, por habernos engañado… y por haber votado a estos advenedizos.”

En el aeropuerto, mientras descargaba sus maletas del taxi, rodó sus ojos a la puerta de llegadas y vio miríadas de nuevos ciudadanos que llegaban para reemplazar a los que se marchaban. Bien comprendió que la sangre del país, su población, estaba siendo trasfundida para mayor riqueza de golfos y delincuentes políticos y financieros; pero no se lamentó, sino que sólo sintió una ira feroz que la reconcomía las entrañas, no faltándola deseos sino de imitar de Santa Teresa y sacudirse el polvo de sus zapatos, proclamando: de España, ni el polvo.

Puedes conocer toda la obra de Ángel Ruiz Cediel: Un autor que no escribe para todos (Sólo para los muy entendidos)

Unos que vienen y otros que se van

Decepcionados, si no rabiosos, muchos jóvenes españoles no tienen otro horizonte que la emigración
Ángel Ruiz Cediel
martes, 7 de febrero de 2012, 11:47 h (CET)
A Marta no le decían casi nada los datos oficiales de finales de 2011 que leía en el diario, los cuales proclamaban que eran ya casi tres millones de españoles los que residían fuera de España. Su problema era personal, único por sí mismo: un drama extenuante con nombre y apellidos. Como tantos otros jóvenes, desde que nació trató de ser complaciente y aplicada no sólo con sus padres, sino también con sus profesores, llegando a creerse a pies juntillas lo que tantas veces le repitieron de que a quien se esforzaba y y se formaba, le esperaba un buen futuro. Hoy, se conformaba con que simplemente hubiera un futuro alguna vez, ya se vería si bueno o no; pero todo la hacía sospechar que no lo había, o, al menos, no en su país, porque su país ya no era su país, sino un espacio gobernado por mentirosos que, divididos estratégicamente en dos partidos supuestamente contrarios para alternarse en los latrocinios y la conculcación de los derechos ciudadanos sin despertar los recelos de los gobernados, cada día entregaban un pedazo más de su país a manos privadas, principalmente extranjeras, al tiempo que, con la excusa de una crisis artificial que había sido creada para establecer el escenario imprescindible que justificara el desfalco, los ciudadanos eran menos libres y podían ser más y más arrinconados en la miseria pecuniaria, la perversión moral y la indigencia laboral.

Juan, el hermano mayor de Marta, había salido de España hacía ya siete años y se había afincado en Alemania. Hoy, según su comentaba en las cada vez más escasas conversaciones telefónicas que sostenía con la familia, se sentía cualquier cosa menos español, y bien debía ser así porque hacía siempre lo posible y lo imposible para no regresar, ni siquiera de vacaciones o en Navidad. Bien se echaba de ver que España ya no era su país en absoluto, y hasta en alguna ocasión llegó a lamentarse con indecible amargura de que alguna vez lo hubiera sido. Con Lucía, su otra hermana hoy en Canadá, había sucedido más o menos lo mismo. Allí no sólo había encontrado su propio espacio en el mundo y un lugar donde poder desempeñarse como la arquitecta que era, sino que había formado familia y había adoptado el inglés o el francés como sus idiomas naturales, en buena medida, según le confidenció, tratando de sacudirse los últimos escombros de una cultura y un país que sentía que la habían traicionado.

Hubo un tiempo en que Marta no comprendió a sus hermanos, e incluso les reprobó su dureza de corazón; pero ya comenzaba a hacerlo. Es cierto que los repudió por sus palabras y que no supo comprender que no sólo negaran a su país, sino que responsabilizaran a sus padres, hoy ambos en el desempleo y ya algo machuchos, por un supuesto engaño, al responsabilizarlos de sostener su propia debacle porque votaban y sostenían sin rebeldía a quienes gobernaban, cual si ellos hubieran sido los constructores de sus desgracias. Sin embargo, ahora era ella, Marta, la que había concluido hacía algunos años sus estudios universitarios y su doctorado, y, como toda su promoción y las precedentes, estaba en un dique seco en que sólo le quedaba el vacuo horizonte del trabajo gratuito de lo que el Estado llamaba "prácticas", pero sin ningún empleo retribuido que la pudiera proporcionar un hálito de realización profesional o personal, y, mucho menos, de independencia. Y eran veintiocho los años que contaba ya, consumiéndose cada día en una lucha imposible por encontrar un mínimo espacio en el que ser lo que era, no teniendo otra que juntarse con compañeros y amigos que languidecían engañando al tiempo en botellones anacrónicos y conductas impropias de la edad y la formación que tenían. Lamentaba lo de Juantxo, un excelente ingeniero que mataba su rabia como reponedor de supermercado; o lo de María, una más que capaz pediatra que trabajaba de dependienta; o lo Matías, Raúl o Víctor, quienes tenían que conformarse con esnifar lo que fuera o sacarles a sus padres unos eurillos con los que zascandilear por las calles, porque en los últimos seis años no encontraron otros empleos que cosillas eventuales de uno o dos meses, a pesar de ser los tres licenciados en distintas disciplinas.

Marta sabía de sobra que tenía una formación académica más que suficiente para acometer cualquier reto profesional, que hablaba con corrección tres idiomas, que había pasado la parte más esplendorosa de su adolescencia y su juventud encerrada en su cuarto estudiando mientras otros amigos se divertían, que había sido a carta cabal la "buena chica" que sus padres y su país la habían pedido que fuera…, pero sus manos estaban vacías, sus bolsillos desnudos y su porvenir desolado. Ahora, que comenzaba a comprender su verdadera situación, se sentía un poco ridícula por haberse esforzado tanto por ser correcta y educada, por haber sonreído complaciente a preceptores o dómines, por sentir satisfacción de haber dado siempre la respuesta correcta en la escuela o por haberse esforzado tanto en ser la buena chica, sensata y juiciosa, que todos esperaron que fuera, sacrificándose permanentemente a cuanto el mundo ofrecía de amable por meterse en la mollera conocimientos y saberes que hoy no la servían absolutamente de nada. Sentía rabia, una rabia inconmensurable, y, desde hacía ya algún un tiempo, había comenzado también a valorar la posibilidad de huir de su país, de escapar de sus concepciones erróneas y de morir aquí para nacer de nuevo donde fuera, pero lejos, porque en España sólo había muerte intelectual y mentiras, no había más que ver quiénes gobernaban, quiénes eran los personajes de éxito y quiénes eran considerados los modelos sociales. Un proceso que la había conducido a creer que incluso su propia Historia, la de su país, era una enorme mentira, que ésta había sido nada más que una historieta inventada por alguna mente delirante, o que incluso aquellos dos abuelos que murieron en bandos distintos de la misma guerra buscando un país mejor para sus descendientes, se sacrificaron inútilmente, engañados por los pérfidos, lo mismo que Dios sabría cuántas otras generaciones de predecesores que habían regalado su sangre y la orfandad o el luto de sus deudos para la nada más desoladora, a no ser para que quienes vivían bien en aquellos sus días, siguieran haciéndolo sobre sus cadáveres, y se propagaran. "¡Qué gran estafa el patriotismo y qué gran timo la fe!", se pensó.

Marta consideró de nuevo íntimamente la propuesta que su compañera de promoción que le había hecho desde Argentina, y recordó una frase muy concreta que ésta había pronunciado: “esto es igual que España, pero no es España: te respetan como persona, como profesional y hay trabajo, que es decir posibilidades de vivir.” Y, sin intención, su mente hizo hincapié en lo que era ahora España. Un país que no sabía siquiera si era un país, que brujuleaba perdido por los mercados intentando parecer lo que no era, y en el que un grupo de advenedizos malvendía a la barata para enriquecerse pedazos de Historia o retales de un espacio construidos durante milenios, que a la par convertían a sus habitantes en servidores de lo ajeno, en contribuyentes de lo ajeno, en ajenos de sí mismos.

“Casi tres millones de españoles residen fuera de España, seguramente escupiendo contra su país –se pensó-, y, como todo es mentir y las cifras estadísticas siempre están amañadas, seguramente serán cinco o siete o más millones de españoles los que, con la fe quebrada y sintiéndose estafados como yo, renunciaron a su ayer, a su anteayer y a su siempre, y decidieron empezar de nuevo como apátridas o como ciudadanos nuevos de otro orden y otra cultura, pues que mejor es sentirse extranjero en algún lugar que nacional en este despropósito. ¿A qué inscribirse como residentes en el extranjero, si no se consideran ya residentes, sino ciudadanos aceptados por quienes ni siquiera tienen la necesidad de aceptarlos, o nada más que seres sin país ni origen o acaso sin destino?...”

Comprendió Marta, en aquel preciso momento, que ya todo daba lo mismo. Su país, al final, había ido trasfundiendo a su población más capaz, sustituyéndola por ciudadanos venidos de otros rincones del planeta, más serviles, más obedientes y sacrificados, más capaces o acostumbrados a soportar lo insoportable, mientras expulsaba de su territorio a sus criaturas más capaces y a sus jóvenes, que era decir a su futuro. Una maniobra usada, en puridad, para abatir salarios y derechos que los nacionales habían conquistado a precio de sangre y vidas, muchas vidas, y trastocar el orden natural de las cosas con la impudicia que lo habían hecho. Y, alcanzada esta conclusión, compendió que todo cuanto estaba acaeciendo en el país que no era su país no era sino el principio de un dolor, nada más que el primer paso de lo que intuía una larga andadura, una interminable sucesión de recortes y privaciones que no tendría final sino cuando todos los ciudadanos fueran esclavos de multinacionales, reos impositivos de una Hacienda consagrada a proveer de recursos financieros a tiburones que habitaban lujosos despachos en lejanos países. Así lo proclamaban los sucesos y la emigración que, a un ritmo de casi mil personas diarias, tristes y abatidos abandonaban el país, o el que los soldados españoles pelearan en guerras que no eran suyas sino de aquéllos, o el que los bienes españoles y sus empresas públicas fueran cada día entregados en homenaje de intereses espurios, o aun, la corrupción institucionalizada de una clase política que sólo mentía y mentía para enriquecerse, escondiendo tras sus eslóganes de futuros esplendentes, negocios turbios que sometían el porvenir de los ciudadanos a la precariedad del siervo.

Y, casi con los ojos anegados de lágrimas y el corazón inundado de acíbar, tomó el teléfono, marcó un número muy largo y, apenas descolgaron el auricular al otro lado del hilo telefónico, dijo: “Paloma, soy Marta: he pensado bien tu propuesta y me voy contigo. Pasado mañana llego a Ezeiza a las siete y media de la mañana.” Luego, mientras Paloma le mostraba su satisfacción por la decisión que había tomado, Marta pensó en la soledad extrema en que iban a quedar sus padres y, como con un vómito de amargura, se dijo para sí apretando los dientes: “que se jodan, por haber consentido esto sin rebeldía, por habernos engañado… y por haber votado a estos advenedizos.”

En el aeropuerto, mientras descargaba sus maletas del taxi, rodó sus ojos a la puerta de llegadas y vio miríadas de nuevos ciudadanos que llegaban para reemplazar a los que se marchaban. Bien comprendió que la sangre del país, su población, estaba siendo trasfundida para mayor riqueza de golfos y delincuentes políticos y financieros; pero no se lamentó, sino que sólo sintió una ira feroz que la reconcomía las entrañas, no faltándola deseos sino de imitar de Santa Teresa y sacudirse el polvo de sus zapatos, proclamando: de España, ni el polvo.

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