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Etiquetas | Despachos de Guerra | Afganistán | Internacional
Lo normal en Europa se convierte en una odisea en Afganistán

Amador Guallar, corresponsal en Kabul

Mercado negro de carne de cerdo en Kabul

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Antes de llegar a Afganistán nunca me hubiese imaginado vivir una escena como la que sigue: estoy sentado en un coche, cerrojo a cal i canto, mirando a derecha e izquierda asegurándome que no hay policía cerca, teléfono en mano con el número de mi compañero preparado por si acaso hay que deshacerse de los bienes que estamos adquiriendo en el mercado negro y que según los Mulás, o líderes religiosos islámicos, nos llevarán directamente al infierno.

Estamos en le céntrico barrio de Wazir Arbakhan, conocido por dar cobijo a embajadas, villas de señores de la guerra y hasta la sede de la agencia de noticias Associated Press, donde mi compañero está adquiriendo carne de cerdo sin autorización gubernamental. Tal y como suena. No es una broma surrealista británica a lo Monty Phyton.

Absurdo quizás, y sobre todo habiendo vivido la mayor parte de mi vida convencido de que la carne cerdo es una delicia, pura ambrosía, pero en países como Afganistán la venta y distribución de productos porcinos es motivo de cárcel terrenal y divina.

A menos de que uno disponga de cierta autorización que lo exonere de la ley . Y que por supuesto sólo puede ser emitida por el Ministerio de Sanidad,  y a la que sólo tienen acceso ciertos privilegiados con los contactos adecuados puesto que se realiza de forma personalizada. O, lo que es lo mismo, a través del sistema de favores y dinero que rige la política afgana.

En el mencionado barrio, y a pocos metros del vehículo en el que me encuentro, está la que posiblemente es la mejor tienda de todo el mercado negro en lo que se refiere a los derivados del cerdo. Un producto que, por otro lado, seguramente se ha caído de un camino con destino a una de las bases de la OTAN, donde no existen tales prohibiciones. Algo que poco me importa. Gajes del comedor e infernal comprador de carne de cerdo, supongo.

Costillas, salchichas y lomo tierno y suculento son las ventas principales, aunque con un poco de tiempo el viejo afgano que regenta el lugar a solas puede conseguir un cerdo entero. Los pocos extranjeros que conocen esta localización saben que muchas veces más vale comprar en abundancia por si acaso. Es decir, si Pakistán decide cerrar de nuevo la frontera a los camiones de abastecimiento de la OTAN y los USA por algún problema político.

Aunque esto no importa mucho ya que los poseedores de un pasaporte no afgano siempre pueden acceder al famoso y único supermercado Cianos, de demarcación Italiana, en el que a unos precios que harían estremecer a cualquier bolsillo, se pueden obtener los mismos productos del cerdo.

Un Oasis situado en uno de los callejones paralelos y escondidos que parten de la carretera de Jalalabad, donde a veces es incluso posible conseguir los ingredientes para una buena paella. Algo que por cierto también resulta repugnante para el afgano medio que considera el marisco como algo tan infecto como el cerdo y, por lo tanto, prohibido por un Dios de gustos fijos, poco culinario.

Pero no todos contamos con los abultados y estrafalarios salarios de las Naciones Unidas y contratistas privados, así que como buen latino, hay que improvisar y dirigirse a los lugares donde los afganos que irán al infierno por comer cerdo, o al menos así lo aseguran toadas las autoridades religiosas Islámicas, compran su porción de animal infecto, sucio y pestilente.

De hecho, el cerdo produjo en julio de 2009 una de las situaciones más cómicas que he tenido el placer de vivir en este país. Al menos desde el punto de vista de alguien criado en occidente. Sucedió durante el tiempo en que la enfermedad H1N1, la gripe porcina, hizo saltar todas las alarmas al matar a una veintena de personas en varios lugares del mundo, que recordó con claridad y terror los estragos de la gripe española o la peste negra, que se llevaron a millones.

El lugar en el que los hechos acontecieron fue el siempre triste zoológico de Kabul, donde se encontraba expuesto vivo y coleante el único cerdo rosa típicamente europeo del país, regalo del gobierno de la República Popular China. Una atracción visitada por miles de afganos que lo miraban con una mezcla de curiosidad y repugnancia, seguramente comentando lo desagradables que son algunas tradiciones culinarias occidentales. De hecho, prohibidas por Dios.

Cuando los medios internacionales se cebaron con la noticia de la gripe porcina, posiblemente aumentando la paranoia con el ánimo de obtener más ventas y audiencia espoleándola  con grandes cabeceras y retransmisiones de urgencia, la ciudadanía afgana se puso manos a la obra.

Pronto decenas de manifestantes se congregaron en el zoológico para demandar la matanza del animal. Parece ser que para la muchedumbre enfadada y  congregada en el lugar ese cerdo era un agente que podía expandir una epidemia que mataría a cientos de miles. Folklore indignado pero muy serio ya que si el gobierno no ponía remedio de inmediato, y como sucede muchas veces en este país, los afganos no dudarían en tomarse la justicia por su cuenta.

Un folklore que, por otro lado, a veces no tiene ni pizca de gracia. Sobre todo en lo que se refiere a enfermedades verdaderamente serias como el SIDA, que según la visión popular afgana es una enfermedad creada por Dios para castigar a los infieles y a su depravación. Una enfermedad que según el folklore afgano ha sido introducida en Afganistán por los extranjeros, y que nada tiene que ver con los hábitos sexuales de sus ciudadanos, por su puesto.

Así que el gobierno de Kabul acabó actuando como si el pobre cerdo emanase ébola y mandó a un equipo del Ministerio de Salud preparado y equipado para la guerra bacteriológica que se adentró en la guarida de la infección, la charca del cerdo, para sellarla con tiendas esterilizadas de plástico. Y así es como el gobierno del presidente afgano, Hamid Karzai, contuvo  la epidemia. Un hito que fue anunciado a viva voz en varios canales de la televisión gubernamental afgana.

Esta es una historia verdadera, y aunque se presta a la comedia, no hay que tomarla a la ligera. El transporte de cerdo sin permiso gubernamental esta prohibido, así que cuando mi compañero sale de la tienda, que no describiré por razones obvias, con dos cajas que apenas puede sostener llenas de chuletas y salchichas me llevo las manos a la cabeza y no puedo sino reírme de lo absurdo de la situación. Una risa compulsiva y sin sentido.

Posiblemente si la policía nacional afgana lo detuviese en ese momento podríamos acabar esposados. Y si la ley es aplicada con dureza incluso enfrentarnos a varios meses de cárcel. A veces en Afganistán la vida es como un poema dadaísta. Y si esto no es motivo de risa entonces no sé qué lo es.

Aunque lo más probable es que los miembros de la policía ni si quiera se nos llevarían a comisaría después de una contribución adecuada al fondo privado del comandante de turno, y simplemente acabarían requisando el cerdo para revenderlo por su cuenta devolviéndolo así al circulo vicioso y degenerado, no por criminal sino por ridículo, que es el mercado negro de carne de cerdo en Kabul.

Las cosas que uno hace para disfrutar de una buena barbacoa en Afganistán. Las cosas que uno hace en esta extraña tierra afgana en la que no faltan leyes absurdas y dictadas por entidades sobrenaturales. Las cosas que suceden en las zonas de guerra son muchas veces simple humor negro, pero un negro que huele a chamusquina.

Amador Guallar Photo Web Site

Mercado negro de carne de cerdo en Kabul

Lo normal en Europa se convierte en una odisea en Afganistán

Amador Guallar, corresponsal en Kabul
Amador Guallar
lunes, 6 de febrero de 2012, 07:38 h (CET)
Antes de llegar a Afganistán nunca me hubiese imaginado vivir una escena como la que sigue: estoy sentado en un coche, cerrojo a cal i canto, mirando a derecha e izquierda asegurándome que no hay policía cerca, teléfono en mano con el número de mi compañero preparado por si acaso hay que deshacerse de los bienes que estamos adquiriendo en el mercado negro y que según los Mulás, o líderes religiosos islámicos, nos llevarán directamente al infierno.

Estamos en le céntrico barrio de Wazir Arbakhan, conocido por dar cobijo a embajadas, villas de señores de la guerra y hasta la sede de la agencia de noticias Associated Press, donde mi compañero está adquiriendo carne de cerdo sin autorización gubernamental. Tal y como suena. No es una broma surrealista británica a lo Monty Phyton.

Absurdo quizás, y sobre todo habiendo vivido la mayor parte de mi vida convencido de que la carne cerdo es una delicia, pura ambrosía, pero en países como Afganistán la venta y distribución de productos porcinos es motivo de cárcel terrenal y divina.

A menos de que uno disponga de cierta autorización que lo exonere de la ley . Y que por supuesto sólo puede ser emitida por el Ministerio de Sanidad,  y a la que sólo tienen acceso ciertos privilegiados con los contactos adecuados puesto que se realiza de forma personalizada. O, lo que es lo mismo, a través del sistema de favores y dinero que rige la política afgana.

En el mencionado barrio, y a pocos metros del vehículo en el que me encuentro, está la que posiblemente es la mejor tienda de todo el mercado negro en lo que se refiere a los derivados del cerdo. Un producto que, por otro lado, seguramente se ha caído de un camino con destino a una de las bases de la OTAN, donde no existen tales prohibiciones. Algo que poco me importa. Gajes del comedor e infernal comprador de carne de cerdo, supongo.

Costillas, salchichas y lomo tierno y suculento son las ventas principales, aunque con un poco de tiempo el viejo afgano que regenta el lugar a solas puede conseguir un cerdo entero. Los pocos extranjeros que conocen esta localización saben que muchas veces más vale comprar en abundancia por si acaso. Es decir, si Pakistán decide cerrar de nuevo la frontera a los camiones de abastecimiento de la OTAN y los USA por algún problema político.

Aunque esto no importa mucho ya que los poseedores de un pasaporte no afgano siempre pueden acceder al famoso y único supermercado Cianos, de demarcación Italiana, en el que a unos precios que harían estremecer a cualquier bolsillo, se pueden obtener los mismos productos del cerdo.

Un Oasis situado en uno de los callejones paralelos y escondidos que parten de la carretera de Jalalabad, donde a veces es incluso posible conseguir los ingredientes para una buena paella. Algo que por cierto también resulta repugnante para el afgano medio que considera el marisco como algo tan infecto como el cerdo y, por lo tanto, prohibido por un Dios de gustos fijos, poco culinario.

Pero no todos contamos con los abultados y estrafalarios salarios de las Naciones Unidas y contratistas privados, así que como buen latino, hay que improvisar y dirigirse a los lugares donde los afganos que irán al infierno por comer cerdo, o al menos así lo aseguran toadas las autoridades religiosas Islámicas, compran su porción de animal infecto, sucio y pestilente.

De hecho, el cerdo produjo en julio de 2009 una de las situaciones más cómicas que he tenido el placer de vivir en este país. Al menos desde el punto de vista de alguien criado en occidente. Sucedió durante el tiempo en que la enfermedad H1N1, la gripe porcina, hizo saltar todas las alarmas al matar a una veintena de personas en varios lugares del mundo, que recordó con claridad y terror los estragos de la gripe española o la peste negra, que se llevaron a millones.

El lugar en el que los hechos acontecieron fue el siempre triste zoológico de Kabul, donde se encontraba expuesto vivo y coleante el único cerdo rosa típicamente europeo del país, regalo del gobierno de la República Popular China. Una atracción visitada por miles de afganos que lo miraban con una mezcla de curiosidad y repugnancia, seguramente comentando lo desagradables que son algunas tradiciones culinarias occidentales. De hecho, prohibidas por Dios.

Cuando los medios internacionales se cebaron con la noticia de la gripe porcina, posiblemente aumentando la paranoia con el ánimo de obtener más ventas y audiencia espoleándola  con grandes cabeceras y retransmisiones de urgencia, la ciudadanía afgana se puso manos a la obra.

Pronto decenas de manifestantes se congregaron en el zoológico para demandar la matanza del animal. Parece ser que para la muchedumbre enfadada y  congregada en el lugar ese cerdo era un agente que podía expandir una epidemia que mataría a cientos de miles. Folklore indignado pero muy serio ya que si el gobierno no ponía remedio de inmediato, y como sucede muchas veces en este país, los afganos no dudarían en tomarse la justicia por su cuenta.

Un folklore que, por otro lado, a veces no tiene ni pizca de gracia. Sobre todo en lo que se refiere a enfermedades verdaderamente serias como el SIDA, que según la visión popular afgana es una enfermedad creada por Dios para castigar a los infieles y a su depravación. Una enfermedad que según el folklore afgano ha sido introducida en Afganistán por los extranjeros, y que nada tiene que ver con los hábitos sexuales de sus ciudadanos, por su puesto.

Así que el gobierno de Kabul acabó actuando como si el pobre cerdo emanase ébola y mandó a un equipo del Ministerio de Salud preparado y equipado para la guerra bacteriológica que se adentró en la guarida de la infección, la charca del cerdo, para sellarla con tiendas esterilizadas de plástico. Y así es como el gobierno del presidente afgano, Hamid Karzai, contuvo  la epidemia. Un hito que fue anunciado a viva voz en varios canales de la televisión gubernamental afgana.

Esta es una historia verdadera, y aunque se presta a la comedia, no hay que tomarla a la ligera. El transporte de cerdo sin permiso gubernamental esta prohibido, así que cuando mi compañero sale de la tienda, que no describiré por razones obvias, con dos cajas que apenas puede sostener llenas de chuletas y salchichas me llevo las manos a la cabeza y no puedo sino reírme de lo absurdo de la situación. Una risa compulsiva y sin sentido.

Posiblemente si la policía nacional afgana lo detuviese en ese momento podríamos acabar esposados. Y si la ley es aplicada con dureza incluso enfrentarnos a varios meses de cárcel. A veces en Afganistán la vida es como un poema dadaísta. Y si esto no es motivo de risa entonces no sé qué lo es.

Aunque lo más probable es que los miembros de la policía ni si quiera se nos llevarían a comisaría después de una contribución adecuada al fondo privado del comandante de turno, y simplemente acabarían requisando el cerdo para revenderlo por su cuenta devolviéndolo así al circulo vicioso y degenerado, no por criminal sino por ridículo, que es el mercado negro de carne de cerdo en Kabul.

Las cosas que uno hace para disfrutar de una buena barbacoa en Afganistán. Las cosas que uno hace en esta extraña tierra afgana en la que no faltan leyes absurdas y dictadas por entidades sobrenaturales. Las cosas que suceden en las zonas de guerra son muchas veces simple humor negro, pero un negro que huele a chamusquina.

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Tal y como Vd, me ha pedido, Sr Sánchez, me he tomado un poco de tiempo para leer (no solo una vez), el contenido de la carta pública que nos ha enviado a todos los españoles el pasado miércoles. Le confieso que más que su contenido, nada atractivo desde el punto de vista literario y de escaso valor político, me interesaba conocer las razones de su insólita decisión de trasladar a los españoles sus dudas existenciales sobre su futuro personal y político.

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