Dada la aversión que padece nuestra sociedad a todo lo religioso es posible que
el libro que he leído este verano del Cardenal Robert Sarah, que fue arzobispo de
Conakri y desde 2014 Prefecto de la Congregación para el culto divino en Roma,
sea ignorado por mucha gente y no lleguen a gustar de su profundo contenido.
Se trata de La fuerza del silencio (frente a la dictadura del ruido).
Vivimos sumergidos en una gigantesca ola de palabras e imágenes en la que no
conseguimos escucharnos a nosotros mismos y, mucho menos, escuchar a Dios.
No podemos vivir sin oír la radio, ver la tele y atender el teléfono móvil que
suena miles de veces para avisarnos de que hemos recibido correos, avisos o
mensajes de WhatsApp con cualquier agudeza o chorrada que alguno de
nuestros amigos piense que puede interesarnos.
También están llamando constantemente nuestra atención los que cuelgan
cualquier cosa en Facebook y nos urgen a que hagamos algún comentario o al
menos indicar que nos gusta. Otros quieren ser nuestros amigos, pues son
amigos de otros amigos y cada vez le dedicamos más tiempo, para no quedar
mal. Y no hablemos del twiter, tan en boga, en el que cualquiera escribe lo que
se le antoja para pavonearse del número de los que lo siguen.
Es posible que toda esta madeja de redes sociales, palabras e imágenes, termine
decayendo algún día, pero mientras tanto estamos sometidos a la dictadura del
ruido, sin tiempo ni voluntad para escucharnos a nosotros mismos y así nuestra
vida de criaturas dotadas de razón y libertad se va empobreciendo cada vez más.
El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios según nos dice el Génesis y
esta semejanza con Dios consiste en el silencio que existe en fondo del corazón
de cada uno y la única forma de entrar en contacto con El es, precisamente, en el
silencio, que no es una forma de vacío, sino la más alta forma de comunicación.
También entre las personas, cuando no es necesario decir nada para sentirnos
unidos hemos llegado a una satisfactoria plenitud.
Todo lo verdaderamente importante transcurre en silencio. En silencio crece el
trigo y los árboles y madura la fruta y un pequeño óvulo fecundado se convierte
en persona, pero nosotros queremos arreglarlo todo hablando, gritando,
discutiendo, imponiendo nuestras ideas. De hablar es seguro de que nos
arrepentiremos muchas veces, pero de callar seguramente ninguna.
Preocupados por nuestra vida exterior olvidamos cultivar nuestra vida interior y
así podemos ver lo que abundan las vidas vacías, inútiles, perniciosas.
Seguramente que esto de la vida interior les sonará a muchos a antigualla
rancia, pero a fuerza de ignorar las profundidades de nuestro propio ser
perdemos la vinculación con Dios y nos creemos capaces de organizar el mundo
a nuestro antojo y así vamos nosotros y el mundo.
Si fuéramos capaces de dedicar cada día un rato al silencio, seguro que nuestra
vida cambiaría. San Agustín, uno de los grandes cerebros de la iglesia, dejó
escrito para siempre su “tarde te amé hermosura tan antigua y tan
nueva, tarde te amé, Tú estabas dentro de mí y yo afuera” es decir
volcado en las cosas exteriores no se daba cuenta de que Dios lo estaba
esperando en el silencio del fondo de su corazón.
Lean, por favor, el libro de Sarah. Me lo agradecerán.
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