Germen de Dios, semilla del diablo, es una obra intensa, emocionante y magnífica que cautivará al lector desde las primeras páginas, conduciéndole a través de una aventura entrañable al centro mismo del ser humano, de esta criatura en la que Dios y su diablo pusieron cuanto le conforma: amor y odio, lealtad y traición, fe y desesperanza, heroísmo y cobardía, y, sobre todo lo demás, instinto y razón. El escenario es una de las etapas más convulsas de nuestra Historia reciente, desde la Dictadura de Primo de Rivera hasta ese 6 de agosto del 45 en que los Estados Unidos nos impusieron el imborrable baldón y la insoportable vergüenza de pertenecer al género humano. Marco éste que ni pintiparado para que el hombre muestre lo mejor y lo peor de cuanto hay en él: su condición de ser el portador del germen de Dios o, por el contrario, de la semilla del diablo.
Los personajes que conforman esta novela son hombres y mujeres de dos sociedades que conviven ignorándose: la rural y la urbana, la burguesa y la proletariada, y, cómo no, la instruida y la iletrada. Y en el centro de ella, como un espejo en el que nos miramos: los Montoro. Ellos son nuestra suma o nuestra resta, y es a su través como podemos hurgar con el dedo, levantando las costras de apariencia bajo las que falsariamente ocultamos nuestra verdadera naturaleza.
El argumento discurre por hechos que se suceden trepidantemente, arrastrádonos, dejándonos inermes ante nosotros mismos, o conduciéndonos sin consentimiento por los prados del amor o los quebrachos del odio. Y en lo más alto de él: los niños. Esa cumbre a la que miramos futurariamente, ignorando a veces que ellos son nuestro legado y nuestro balance.