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El día de la Navidad del año 1868 sorprendió a los paraguayos, argentinos, brasileños y uruguayos atrapados en una guerra impuesta desde lejanos centros de poder

Navidad en la Guerra del Paraguay

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La navidad del año 1868 es recordada por la historia paraguaya como una fecha en que los paraguayos fueron sorprendidos envueltos en una guerra inspirada y sufragada por el imperialismo inglés. Del 21 al 27 de Diciembre esta insólita batalla determinaría la aniquilación final de lo que quedaba del ejército del Paraguay, que se enfrentaba en desigual lucha con Argentina, Brasil y Uruguay coaligados e impulsados por el apoyo británico.

Dice O’leary que el Mariscal paraguayo Francisco Solano López ya “No tenía soldados, no tenía proyectiles, no tenía que comer. Solo noventa fantasmas le rodeaban en la cumbre de la trágica colina, aguardando sus palabra para correr a la muerte”. El gran revisionista de la historia argentina José María Rosa narra que en la refriega “Hubo prodigios de coraje: Felipe Toledo, de ochenta años, carga diez veces al frente de la escolta presidencial para caer en la décima; Valois Rivarola, con una herida recibida en Avay, abandona el hospital y toma el primer caballo que encuentra. Una bala le rompe el cráneo: sujetando la masa encefálica, que se le escurría, con los dedos de una mano, con la otra disparaba su carabina”.

Un testigo presencial, el embajador norteamericano en Paraguay y héroe de la guerra de secesión, General Martin Thomas McMahon, relata que “Seis mil heridos, hombres y chiquillos, llegaron a ese campo de batalla el 21 de diciembre y lucharon como ningún otro pueblo ha luchado jamás por preservar a su país de la invasión y la conquista...otros han fugado (hacia su propio ejército) de las pocilgas que utilizaban los invasores como prisión,...el cuartel Paraguayo comenzó a llenarse de heridos incapacitados positivamente para seguir la lucha. Niños de tiernos años arrastrándose, las piernas desechas a pedazos con horribles heridas de balas. No lloraban ni gemían, ni imploraban auxilios médicos. Cuando sentían el contacto de la mano misericordiosa de la muerte, se echaban al suelo para morir en silencio”.

Era un episodio de una invasión demencial del Paraguay, epilogada con el asesinato del mismo Jefe de Estado en la espesura de Cerro Corá, el 1º de Marzo de 1870, según el parte oficial brasilero y la historiografía oficial de los mismos vencedores. Valgan algunas puntualizaciones para reflexionar sobre una historia que algunos hoy buscan inútilmente borronear.

Asesinando a la historia

Decía Juan Bautista Alberdi que entre el pasado y presente la filiación es tan estrecha, que juzgar el pasado no es otra cosa que ocuparse del presente, y nada mejor para pervertir la política que falsificar el sentido de la historia. La sentencia es hierro candente y quemante que expresa el estado de ánimo del pensador y jurisconsulto tucumano ante las graves heridas y mutilaciones que infligían a la historia algunos de sus contemporáneos, entre los que no se puede omitir al indolente comandante que dio las órdenes de asaltar Curupayty durante la guerra del Paraguay, el Brigadier General Bartolomé Mitre. El episodio durante la desigual guerra que enfrentó al Paraguay con una coalición entre Argentina, Brasil y Uruguay que se gestó inspirada y auspiciada por el imperialismo inglés. Precisamente uno de los más destacados agentes del imperio británico en la historia latinoamericana, el dictador argentino Bartolomé Mitre, al inaugurar una línea de ferrocarriles ingleses había llegado a exclamar eufórico que la fuerza que impulsaba el progreso de su país era el capital inglés.

Patriotas de Corazón colonizado

 Es que Mitre no era un caudillo, tampoco el primero entre sus pares en una oligarquía, sino más bien el ídolo de su logia liberal porteña. Su prestigio se restringía a los hijos de apellido y los comerciantes prósperos del soberbio y lejano puerto sobre el río de la Plata, pero no alcanzaba a los matanceros de los corrales, a los quinteros de las orillas y mucho menos a los gauchos de la campaña. De todas maneras, supo hacer creer que tenía dotes militares, logrando que el ejército lo prefiera al inexpresivo Valentín Alsina, al inconsecuente Vélez Sarsfield o al nunca bien ponderado Domingo Faustino Sarmiento. Ese argumento le abrió las puertas de la gobernación de Buenos Aires un 2 de mayo de 1860, preludio de una carrera política consagrada a hacer concesiones a los ingleses, el mismo sentido de su obra como historiador. En marzo de 1863 Mitre, a quien el historiador inglés Ferns califica como “un patriota argentino cuyo corazón había sido colonizado por el temperamento victoriano”, obsequió 300 mil hectáreas de las más espléndidas tierras argentinas a ferroviarios ingleses y delegó en el recién fundado Banco de Londres la responsabilidad de nominar a quien debía ser Ministro de Hacienda de su gabinete. Luego admitirá al representante inglés Edward Thornton como asesor de su gobierno con derecho a participar en el consejo de ministros.

Alzamiento del coraje

A las casi infinitas fuerzas del imperialismo inglés y sus aliados porteños como Mitre, el gauchaje argentino opondría la montonera, que aunque calificada como arma indígena y bárbara, bien manejada por los caudillos federales fue de una eficacia insuperable durante el período anterior a las armas modernas de precisión. El jefe montonero de mayor prestigio, Ángel Vicente Peñalosa (el Chacho), pasó a la historia por el coraje de soñar los imposible, sin riendas, a raja cincha. Encarnaba a un pueblo socialmente abandonado y espiritualmente desestimado por los profetas del colonialismo liberal. Sólo podían esperar, quienes como él exigían respeto a su dignidad humana con el rango de condición para vivir, la “solución final” de la hora, que enunciara Sarmiento en su famosa carta a Mitre: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de humanos”.

El 12 de noviembre de 1863, los coroneles prendieron fuego al sueño asesinando a Peñalosa en Olta, acabando con 65 años de vida montonera defendiendo a La Rioja. El sacrificio quedó clavado en el corazón de los habitantes de la puna del Atacama, como una lanza seca en el blanco para siempre. Esa inmolación fecundó con sangre la rebelión de otros caudillos que en plena guerra de Mitre contra el Paraguay, se levantaron contra Buenos Aires favoreciendo a Solano López, el líder de la revolución y la resistencia paraguaya. Los colorados de Mendoza, el general Saá de San Luís y el catamarqueño Felipe Varela se alzaron contra la triple infamia sufragada por el imperio británico decidido a batirse por la patria grande.

Un Quijote de los Andes

El más emblemático de estos jefes, Felipe Varela, había nacido en Huaycama, un pueblito perdido en las sierras de Catamarca, en un tiempo en que los gauchos habían empezado a esgrimir las armas para defenderse de la opresión portuaria agrupándose en torno al riojano Juan Facundo Quiroga, y había sido un dolorido testigo de la miseria de su provincia marginada y humillada por el soberbio y lejano puerto de Buenos Aires, que con su política complaciente a las potencias de la época había desencadenado el derrumbe de las economías del interior reemplazando el coloniaje español sólo con una servidumbre de nuevo cuño. Cuando Varela tenía tres años, Catamarca no había podido pagar el pasaje y viáticos a sus dele-gados a la constituyente que se reunió en Buenos Aires en 1928. Al llegar Mitre al poder, este Quijote de los Andes frisaba en los cincuenta, edad a la que no repararía en consejos de amas y sobrinas, desoiría a curas y barberos y con el yelmo de mambrino en la cabeza se lanzaría contra los molinos de viento. Pero a diferencia de su tatarabuelo manchego, este patriota nacional latinoamericano no estaría solo en su aventura.

Un historiador de pensamiento colonizado lo recordará en 1900 como un caudillo tan ignorante como funesto que había logrado fanatizar a las masas. Toda la chusma se le presentó en su cabalgadura propia o en alguna robada a su respectivo dueño. Cuando hace ya varios años recorrí el norte argentino y conocí los valles calchaquíes de Catamarca, comprendí la rebeldía que alentaba a sus ancestros al comprobar que pueblitos enteros sobreviven en medio de enormes dificultades vendiendo pimentones. No menos contradictorio me pareció el hecho de que nunca había oído en Paraguay sobre la epopeya de los montoneros, leales aliados de López en medio de tantas traiciones. La frustración de las tropas mitristas, que debieron abandonar el frente en Paraguay para sofocar el alzamiento de la “chusma”, quedó reflejada en los comunicados y partes de los crueles coroneles que encarnaron la barbarie genocida del colonialismo liberal, y que aún se conservan en el Archivo de Tucumán.

Acusados de bandoleros y en medio de grandes privaciones, cercados al fin por implacables regimientos de línea, los montoneros acabaría exterminados en Pozo de Vargas, en abril de 1868. A partir de entonces, un manto de ignominia se extendería sobre el nombre de los monto-neros, a quien la historia a gusto del trono no perdonaría jamás haber ingresado a la Argentina apoyados por un batallón de chilenos y por el gobierno boliviano, y haberse levantado contra la anglofilia de Mitre con un ejército de gauchos argentinos que no se avergonzaban de defender al Paraguay. La derrota abrió el paso a los buques mercantes que con la bandera de la pérfida Albión, al fin pudieron libres-navegar el Paraná y el Paraguay consolidando el orden mundial bajo tutela del generoso imperialismo inglés.

 Ideas que sobreviven

Tan antagónicas son las visiones históricas de los bandos que hoy siguen disputándose la mentalidad de los latinoamericanos. Mientras unos siguen considerando a Varela y los de su especie como viles bandoleros, invasores y abigeos, los otros ven en su gesta la desaparición del adalid postrero de la patria grande y la proyección de su figura a la altura de Bolívar, por encima de los hombres pequeños y las patrias pequeñas. Es tan sorprendente como evidente que a ciento cuarenta y dos años, el combate entre los montoneros y el imperio parece tan vigente como cuando los ejércitos de la Triple Alianza se enfrentaban con los paraguayos en los fangales Lomas Valentinas, aquella Navidad de 1868. Sólo que ahora la batalla se libra en las ideas, entre quienes promueven la falta de autonomía de pensamiento y quienes tienen clara la dicotomía entre patria o colonia.

Navidad en la Guerra del Paraguay

El día de la Navidad del año 1868 sorprendió a los paraguayos, argentinos, brasileños y uruguayos atrapados en una guerra impuesta desde lejanos centros de poder
Luis Agüero Wagner
martes, 20 de diciembre de 2011, 07:38 h (CET)

La navidad del año 1868 es recordada por la historia paraguaya como una fecha en que los paraguayos fueron sorprendidos envueltos en una guerra inspirada y sufragada por el imperialismo inglés. Del 21 al 27 de Diciembre esta insólita batalla determinaría la aniquilación final de lo que quedaba del ejército del Paraguay, que se enfrentaba en desigual lucha con Argentina, Brasil y Uruguay coaligados e impulsados por el apoyo británico.

Dice O’leary que el Mariscal paraguayo Francisco Solano López ya “No tenía soldados, no tenía proyectiles, no tenía que comer. Solo noventa fantasmas le rodeaban en la cumbre de la trágica colina, aguardando sus palabra para correr a la muerte”. El gran revisionista de la historia argentina José María Rosa narra que en la refriega “Hubo prodigios de coraje: Felipe Toledo, de ochenta años, carga diez veces al frente de la escolta presidencial para caer en la décima; Valois Rivarola, con una herida recibida en Avay, abandona el hospital y toma el primer caballo que encuentra. Una bala le rompe el cráneo: sujetando la masa encefálica, que se le escurría, con los dedos de una mano, con la otra disparaba su carabina”.

Un testigo presencial, el embajador norteamericano en Paraguay y héroe de la guerra de secesión, General Martin Thomas McMahon, relata que “Seis mil heridos, hombres y chiquillos, llegaron a ese campo de batalla el 21 de diciembre y lucharon como ningún otro pueblo ha luchado jamás por preservar a su país de la invasión y la conquista...otros han fugado (hacia su propio ejército) de las pocilgas que utilizaban los invasores como prisión,...el cuartel Paraguayo comenzó a llenarse de heridos incapacitados positivamente para seguir la lucha. Niños de tiernos años arrastrándose, las piernas desechas a pedazos con horribles heridas de balas. No lloraban ni gemían, ni imploraban auxilios médicos. Cuando sentían el contacto de la mano misericordiosa de la muerte, se echaban al suelo para morir en silencio”.

Era un episodio de una invasión demencial del Paraguay, epilogada con el asesinato del mismo Jefe de Estado en la espesura de Cerro Corá, el 1º de Marzo de 1870, según el parte oficial brasilero y la historiografía oficial de los mismos vencedores. Valgan algunas puntualizaciones para reflexionar sobre una historia que algunos hoy buscan inútilmente borronear.

Asesinando a la historia

Decía Juan Bautista Alberdi que entre el pasado y presente la filiación es tan estrecha, que juzgar el pasado no es otra cosa que ocuparse del presente, y nada mejor para pervertir la política que falsificar el sentido de la historia. La sentencia es hierro candente y quemante que expresa el estado de ánimo del pensador y jurisconsulto tucumano ante las graves heridas y mutilaciones que infligían a la historia algunos de sus contemporáneos, entre los que no se puede omitir al indolente comandante que dio las órdenes de asaltar Curupayty durante la guerra del Paraguay, el Brigadier General Bartolomé Mitre. El episodio durante la desigual guerra que enfrentó al Paraguay con una coalición entre Argentina, Brasil y Uruguay que se gestó inspirada y auspiciada por el imperialismo inglés. Precisamente uno de los más destacados agentes del imperio británico en la historia latinoamericana, el dictador argentino Bartolomé Mitre, al inaugurar una línea de ferrocarriles ingleses había llegado a exclamar eufórico que la fuerza que impulsaba el progreso de su país era el capital inglés.

Patriotas de Corazón colonizado

 Es que Mitre no era un caudillo, tampoco el primero entre sus pares en una oligarquía, sino más bien el ídolo de su logia liberal porteña. Su prestigio se restringía a los hijos de apellido y los comerciantes prósperos del soberbio y lejano puerto sobre el río de la Plata, pero no alcanzaba a los matanceros de los corrales, a los quinteros de las orillas y mucho menos a los gauchos de la campaña. De todas maneras, supo hacer creer que tenía dotes militares, logrando que el ejército lo prefiera al inexpresivo Valentín Alsina, al inconsecuente Vélez Sarsfield o al nunca bien ponderado Domingo Faustino Sarmiento. Ese argumento le abrió las puertas de la gobernación de Buenos Aires un 2 de mayo de 1860, preludio de una carrera política consagrada a hacer concesiones a los ingleses, el mismo sentido de su obra como historiador. En marzo de 1863 Mitre, a quien el historiador inglés Ferns califica como “un patriota argentino cuyo corazón había sido colonizado por el temperamento victoriano”, obsequió 300 mil hectáreas de las más espléndidas tierras argentinas a ferroviarios ingleses y delegó en el recién fundado Banco de Londres la responsabilidad de nominar a quien debía ser Ministro de Hacienda de su gabinete. Luego admitirá al representante inglés Edward Thornton como asesor de su gobierno con derecho a participar en el consejo de ministros.

Alzamiento del coraje

A las casi infinitas fuerzas del imperialismo inglés y sus aliados porteños como Mitre, el gauchaje argentino opondría la montonera, que aunque calificada como arma indígena y bárbara, bien manejada por los caudillos federales fue de una eficacia insuperable durante el período anterior a las armas modernas de precisión. El jefe montonero de mayor prestigio, Ángel Vicente Peñalosa (el Chacho), pasó a la historia por el coraje de soñar los imposible, sin riendas, a raja cincha. Encarnaba a un pueblo socialmente abandonado y espiritualmente desestimado por los profetas del colonialismo liberal. Sólo podían esperar, quienes como él exigían respeto a su dignidad humana con el rango de condición para vivir, la “solución final” de la hora, que enunciara Sarmiento en su famosa carta a Mitre: “No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de humanos”.

El 12 de noviembre de 1863, los coroneles prendieron fuego al sueño asesinando a Peñalosa en Olta, acabando con 65 años de vida montonera defendiendo a La Rioja. El sacrificio quedó clavado en el corazón de los habitantes de la puna del Atacama, como una lanza seca en el blanco para siempre. Esa inmolación fecundó con sangre la rebelión de otros caudillos que en plena guerra de Mitre contra el Paraguay, se levantaron contra Buenos Aires favoreciendo a Solano López, el líder de la revolución y la resistencia paraguaya. Los colorados de Mendoza, el general Saá de San Luís y el catamarqueño Felipe Varela se alzaron contra la triple infamia sufragada por el imperio británico decidido a batirse por la patria grande.

Un Quijote de los Andes

El más emblemático de estos jefes, Felipe Varela, había nacido en Huaycama, un pueblito perdido en las sierras de Catamarca, en un tiempo en que los gauchos habían empezado a esgrimir las armas para defenderse de la opresión portuaria agrupándose en torno al riojano Juan Facundo Quiroga, y había sido un dolorido testigo de la miseria de su provincia marginada y humillada por el soberbio y lejano puerto de Buenos Aires, que con su política complaciente a las potencias de la época había desencadenado el derrumbe de las economías del interior reemplazando el coloniaje español sólo con una servidumbre de nuevo cuño. Cuando Varela tenía tres años, Catamarca no había podido pagar el pasaje y viáticos a sus dele-gados a la constituyente que se reunió en Buenos Aires en 1928. Al llegar Mitre al poder, este Quijote de los Andes frisaba en los cincuenta, edad a la que no repararía en consejos de amas y sobrinas, desoiría a curas y barberos y con el yelmo de mambrino en la cabeza se lanzaría contra los molinos de viento. Pero a diferencia de su tatarabuelo manchego, este patriota nacional latinoamericano no estaría solo en su aventura.

Un historiador de pensamiento colonizado lo recordará en 1900 como un caudillo tan ignorante como funesto que había logrado fanatizar a las masas. Toda la chusma se le presentó en su cabalgadura propia o en alguna robada a su respectivo dueño. Cuando hace ya varios años recorrí el norte argentino y conocí los valles calchaquíes de Catamarca, comprendí la rebeldía que alentaba a sus ancestros al comprobar que pueblitos enteros sobreviven en medio de enormes dificultades vendiendo pimentones. No menos contradictorio me pareció el hecho de que nunca había oído en Paraguay sobre la epopeya de los montoneros, leales aliados de López en medio de tantas traiciones. La frustración de las tropas mitristas, que debieron abandonar el frente en Paraguay para sofocar el alzamiento de la “chusma”, quedó reflejada en los comunicados y partes de los crueles coroneles que encarnaron la barbarie genocida del colonialismo liberal, y que aún se conservan en el Archivo de Tucumán.

Acusados de bandoleros y en medio de grandes privaciones, cercados al fin por implacables regimientos de línea, los montoneros acabaría exterminados en Pozo de Vargas, en abril de 1868. A partir de entonces, un manto de ignominia se extendería sobre el nombre de los monto-neros, a quien la historia a gusto del trono no perdonaría jamás haber ingresado a la Argentina apoyados por un batallón de chilenos y por el gobierno boliviano, y haberse levantado contra la anglofilia de Mitre con un ejército de gauchos argentinos que no se avergonzaban de defender al Paraguay. La derrota abrió el paso a los buques mercantes que con la bandera de la pérfida Albión, al fin pudieron libres-navegar el Paraná y el Paraguay consolidando el orden mundial bajo tutela del generoso imperialismo inglés.

 Ideas que sobreviven

Tan antagónicas son las visiones históricas de los bandos que hoy siguen disputándose la mentalidad de los latinoamericanos. Mientras unos siguen considerando a Varela y los de su especie como viles bandoleros, invasores y abigeos, los otros ven en su gesta la desaparición del adalid postrero de la patria grande y la proyección de su figura a la altura de Bolívar, por encima de los hombres pequeños y las patrias pequeñas. Es tan sorprendente como evidente que a ciento cuarenta y dos años, el combate entre los montoneros y el imperio parece tan vigente como cuando los ejércitos de la Triple Alianza se enfrentaban con los paraguayos en los fangales Lomas Valentinas, aquella Navidad de 1868. Sólo que ahora la batalla se libra en las ideas, entre quienes promueven la falta de autonomía de pensamiento y quienes tienen clara la dicotomía entre patria o colonia.

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