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Al torero en su cogida

Torero, no pienses que tu muerte en la arena me deja indiferente
Julio Ortega Fraile
martes, 1 de noviembre de 2011, 10:33 h (CET)
Tampoco lo hacen tus heridas. Y esa mueca convulsa, aunque te cueste creerlo, mejor dicho: a pesar de que te convenga negarlo, me sobrecoge y entristece. Así pasa cuando la empatía con el sufrimiento de otros no se construye sobre la distinción entre especies, sino que se apoya en la conciencia del padecimiento ajeno y del valor que la propia vida posee para cada cual. Sé que te resultará difícil entenderlo y que aún haciéndolo preferirás no admitirlo, pues tal sinceridad desmontaría una de las falacias más ruínes y recurrentes utilizadas por el mundo de la tauromaquia para denostar a los que pedimos la abolición. Y no estáis sobrados de razones precisamente.

Lo cierto es que se me antoja un instante terrible aquel en el que el cuerno del toro desaparece en tu ingle o se hunde en tu rostro desencajado. Igual de espantoso, torero capaz de sentir miedo y dolor, que el de tu espada ensartada en el animal hasta la empuñadura mientras el acero le atraviesa piel, músculos, nervios y vísceras. Él, para su desgracia en un mundo donde la reacciones humanas son la única medida, no sabe gritar, pero está tan dotado como tú, mamífero vestido de luces, para experimentar angustia física y psíquica..

Ambos cuerpos sangrientos y desvencijados, el tuyo de hombre y el suyo de toro, los entiendo como un tributo absurdo y dramático a la escenificación de la violencia transformada en tradición intocable, en espectáculo y en negocio. Pero no es una tragedia sobrevenida por azar, ni la consecuencia indeseable de una acción virtuosa y necesaria. Son la estupidez y la brutalidad elevadas a arte imprescindible cobrándose el precio más alto por la crueldad, la ambición, la ignorancia y el egoísmo del ser humano.

Tu muerte me estremece tanto como la del toro, es verdad. Pero existe un matiz que diferencia tu suerte de la suya: él no escogió entrar en la plaza para ser torturado y ejecutado. Es, por lo tanto, la víctima. Tú saliste triunfante al ruedo de forma voluntaria con la intención de martirizarlo y acabar con su vida. Eres, pues, el verdugo. Y sólo muy de vez en cuando el destino te depara lo que al toro tú le reservas siempre.

A pesar del papel que cada uno tenéis asignado (el animal jamás puede elegir el suyo), mi entrañas se encogen si cualquiera de los dos, se dobla cayendo sobre la arena para masticar su sangre e intentar respirar sin que el oxígeno le llegue a los pulmones. No os ocurre sin embargo lo mismo a vosotros, taurinos de sensibilidad tan selectiva, porque cuando eres tú, matador, el que recibe el daño, los gritos de tus pares expresan su profunda aflicción, pero al ser el toro agonizante al que se le escapa la vida por sus hemorragias brotan los aplausos y las ovaciones. ¿Te imaginas que hiciésemos nosotros lo mismo mientras te llevan en brazos a la enfermería? Ahórrate el esfuerzo porque tal cosa no ocurrirá. Juráis amar al toro y le procuráis suplicio hasta la muerte. Nosotros, sin amaros, no deseamos vuestro dolor y tampoco el suyo. Esa es la diferencia entre el concepto que tenéis de respeto a la vida ajena y el nuestro.

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