Mi profesora de teoría sociológica dice que duda mucho de la capacidad de la poesía para “cambiar el mundo”; yo, honestamente, también dudo mucho de ciertos racionalistas para tales menesteres. Hoy no existe más razón que la racionalidad del mercado; puede que la salvación estea en manos de Mac Donalds o Microsoft, el día en que todo ser viviente pueda disfrutar de hamburguesas y ordenadores, la tierra –dicen- se convertirá en un cielo, aunque la mayoría de los seres que la habitan, no sepan leer los carteles de Mac Donalds, ni escribir en los ordenadores de Bill gates. Cualquier persona que se considere un racionalista, está obligado a poner en duda la supuesta racionalidad del mercado, si no quiere correr el riesgo de convertirse en un idiota. No pasa nada, de todo hay en la viña del señor, y no distinguiríamos a seres medianamente inteligentes, si no los hubiese –también- completamente bobos.
La poesía no cambia el mundo, pero puede evitar que el mundo se vuelva loco, a no ser que haya poetas que decidan dedicarse a la política. El periodista no cambia el mundo, pero puede –si es medianamente independiente- consolarse con no haber sido un mentiroso. Una persona no se vuelve loca por decir verdades, se vuelve loca por resistirse a admitirlas, el periodismo y la poesía es el consuelo de los políticos frustrados, de aquellos que intentan –o intentaron- llevar la honradez y las buenas intenciones a la política.
Seguro. De todas formas, no sería bueno dejar la política al necio y las letras al humilde, por dos poderosas razones : la primera, porque los grandes negocios tampoco están en manos de gente honrada, y la segunda, porque hoy –sino siempre- los grandes negocios y la política son las parturientas de destinos colectivos. Cierto es que hay poetas y periodistas enmohecidos por la vanidad, y si bien podrían robar sus ideas de las cabezas de mejores escritores, al menos no robarían nuestro dinero con sus brazos.
Cierto es que existe el político honrado, pero éste, por lo general, suele ser el alcalde de Villaconejos, y no el secretario general de los grandes partidos.
Por lo general, se tiende a pensar que sólo los pesimistas sienten la necesidad de escribir, que el escritor debe ser un alma torturada, una persona excéntrica con un pasado difícil. Creo que, en mi caso, la infancia ha sido la etapa más silenciosa y feliz de mi vida; silenciosa, porque un niño carece por completo de la orgullosa vehemencia que se nos pega cuando somos adultos… y creemos saberlo todo. Y feliz, porque nadie lo es más que cuando no siente ganas de demostrar nada : el niño no vive para la aprobación de los demás, le importa un rabano lo que piensen las personas, de hecho no le importa ni lo que pueda pensar él mismo; se queda clavado ante un nogal, y pasa las horas contemplándolo desinteresadamente. El niño –al menos el niño sano- se tumba en su cama, cruza los pies, apoya las manos en la nuca y silba, sin interesarle si el tiempo pasa o no pasa. No hay nada que admire más que la figura del niño despreocupado, es demasiado indolente como para preocuparse por tonterías, y hoy, gran parte de los temas que preocupan al hombre moderno, lo son.
Se puede decir que es razonable pasarse toda una vida ansioso por acumular fama, riqueza o éxito, pero sería irracional no reconocer que tal ansia es lo que hace de este mundo… el teatro de lo absurdo; se puede decir que es razonable sentir amor por la patria, pero sería irracional no admitir que es peligroso quererla más que a tu mujer. Se puede pensar, incluso, que el concepto de culpa no existe, pero sería irracional creer que las guerras no tienen culpables, o que un patrono no tiene la culpa de explotar a sus empleados. Se pueden pensar y opinar muchas cosas, y muchas de ellas tendran cierta lógica argumentativa, aunque las consecuencias de creer en tales argumentos, sean, a todas luces : ilógicas. Por ejemplo : uno puede pensar, de forma lógica, que el concepto de culpa es innecesario, incluso puede –increiblemente- creer tal cosa, pero solo hasta que su mujer se acueste con el fontanero, el ladrón le robe las cuatro ruedas del coche, o el ministro de hacienda malverse fondos públicos. El optimista ilustrado quiso matar a Dios y hacer de la tierra un cielo, sacralizando el uso de la razón. Creyó haber ganado y tiró cohetes al aire. Poco despues, desde algunas iglesias de la periferia Londinense, donde madres, padres y niños paseaban descalzos y en harapos, los cohetes le cayeron del cielo.
Es un error muy común considerar que la razón sólo ha sido revolucionaria fuera de las iglesias, o que todas las iglesias han funcionado como tapón de tales revoluciones, si razonásemos con cierto sentido de la Justicia, admitiríamos que, tanto los estados como los conventos, no han sido siempre, precisamente, hermanitas de la caridad. Desde luego, yo preferiría el silencio y el recogimiento de un convento, a la guillotina justiciera de Robespierre, o a los gulags judíos de la Rusia post-revolucionaria. Mi concepto de revolución difiere mucho del de ciertos revolucionarios –si es que quedan-, lo que motiva al revolucionario, en el sentido clásico de la palabra, es la construcción de un nuevo mundo, aunque éste, luego, sea insufrible. Bajo esta lógica, estaría obligado a admitir que trabajar en el sistema fabril londinense, o en las fábricas de armas rusas, sería mejor que arar la tierra de un aristócrata al calor del sol, y no quisiera estar obligado a escoger entre ninguna de las tres opciones. Yo preferiría dejar el mundo como está, y pasear por mi país observando como todo ser viviente tiene -como mínimo- casa, tierra, vacas y comida; la verdadera revolución no es aquella que construye mundos nuevos de la nada, sino aquella que da a los hombres lo necesario para no morirse de hambre. No se puede alcanzar la dicha a través del espíritu, adorando a patrias y a Dioses, si nuestro estómago no tiene razones para sentirse dichoso, he ahí el principio sagrado que debería regir toda política. La hoz y el martillo sobre un fondo rojo, me asustan, porque simbolizan el trabajo, yo propondría otra iconografía :
la patata y la flor del tojo.
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