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Como siempre me había pasado todo un verano trasnochando enganchada a un libro tras otro

Carlos Casares, ¡Gracias profesor!

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Siempre que empezaba un nuevo curso sentía la vista cansada de haberla forzado durante tres meses saltando de historia en historia hasta que, cada noche, los ojos se me cerraban ya cerca del amanecer incapaces de vencer al sueño.

Con quince años no existía nada en el mundo más allá de la curiosidad de abrir un libro. Mi carácter peculiar (por llamarlo de alguna manera) no necesitaba de una intensa vida social para sentirse satisfecho. Mi curiosidad, que es enfermiza desde que tengo memoria, me llevaba de un libro a otro buscando entender el mundo, la historia, el futuro y tratando también de comprenderme a mí misma.

Y así, llegué al primer día de clases de segundo de BUP. Quince años, la vista cansada y una necesidad casi patológica de encontrar una respuesta a cada pregunta.

Cuando el profesor entró por la puerta pensé que me resultaba conocido. Aquella cara la había visto yo en algún sitio, pero no podía caer donde.

Cuando se sentó y se presentó, inmediatamente pensé en aquel libro con la portada doblada que estaba en una de las librerías del salón de mi casa. Aquel libro se llamaba “Xoguetes pra un tempo prohibido” y era uno de aquellos libros que yo había leído mucho antes de tener capacidad para entenderlo del todo.

¡Un escritor!, pensé, ¡El profesor es un escritor!

Siempre había visto a los profesores como estudiosos. Seres que se dedicaban a leer y a aprender de los libros que otros habían escrito, Los escritores, en cambio, eran semidioses. Personas con un don mágico que estaban a un nivel incomparable con nada, y aún menos con ninguna otra profesión.

En los meses en los que le tuve de profesor, Carlos Casares, me demostró que no era un semidiós. Era un ser humano con una capacidad excepcional, sabía contar historias.

Han pasado muchos años y no recuerdo exactamente que estudiamos ese curso pero sí recuerdo cómo enlazaba cada tema con una anécdota, con una historia o con algo que había leído en la prensa ese día y que venía al caso.

En las clases de Carlos Casares, encontré explicación por primera vez en mi vida para algo con lo que muchos intentaron martirizarme durante los años de adolescencia que no habían hecho más que comenzar, mi devoción fanática por la lectura y mi amor y pasión enfermiza por la narrativa.

Los grandísimos escritores como él, son unos privilegiados espectadores de la realidad dotados con el don maravilloso de transformar, en historias con alma, todo aquello que cae en su campo de observación.

Aquellas historias que nos contaba tan serenamente, con aquel tono de voz pausado, dándole aquellos colores y aquellos matices, sólo las podía contar alguien con un talento que debe ser cuidado y protegido para dejárselo en herencia a las siguientes generaciones.

Nunca me atreví a agradecerle personalmente a Carlos Casares que reforzase mi amor por los libros y las historias, al fin y al cabo, por aquel entonces, yo no era más que un ser muy pequeñito de tan sólo quince años.

Hoy, sigo siendo un ser muy pequeñito aunque ya con muchos más años encima. Pero no puedo dejar pasar el Día de las Letras Gallegas del 2017 para decirle lo que no tuve el valor de decirle entonces:

¡Mil millones de gracias profesor!

¡Feliz día a todos los gallegos y a todos los que aman Galicia!

Carlos Casares, ¡Gracias profesor!

Como siempre me había pasado todo un verano trasnochando enganchada a un libro tras otro
Iria Bouzas Álvarez
miércoles, 17 de mayo de 2017, 07:43 h (CET)
Siempre que empezaba un nuevo curso sentía la vista cansada de haberla forzado durante tres meses saltando de historia en historia hasta que, cada noche, los ojos se me cerraban ya cerca del amanecer incapaces de vencer al sueño.

Con quince años no existía nada en el mundo más allá de la curiosidad de abrir un libro. Mi carácter peculiar (por llamarlo de alguna manera) no necesitaba de una intensa vida social para sentirse satisfecho. Mi curiosidad, que es enfermiza desde que tengo memoria, me llevaba de un libro a otro buscando entender el mundo, la historia, el futuro y tratando también de comprenderme a mí misma.

Y así, llegué al primer día de clases de segundo de BUP. Quince años, la vista cansada y una necesidad casi patológica de encontrar una respuesta a cada pregunta.

Cuando el profesor entró por la puerta pensé que me resultaba conocido. Aquella cara la había visto yo en algún sitio, pero no podía caer donde.

Cuando se sentó y se presentó, inmediatamente pensé en aquel libro con la portada doblada que estaba en una de las librerías del salón de mi casa. Aquel libro se llamaba “Xoguetes pra un tempo prohibido” y era uno de aquellos libros que yo había leído mucho antes de tener capacidad para entenderlo del todo.

¡Un escritor!, pensé, ¡El profesor es un escritor!

Siempre había visto a los profesores como estudiosos. Seres que se dedicaban a leer y a aprender de los libros que otros habían escrito, Los escritores, en cambio, eran semidioses. Personas con un don mágico que estaban a un nivel incomparable con nada, y aún menos con ninguna otra profesión.

En los meses en los que le tuve de profesor, Carlos Casares, me demostró que no era un semidiós. Era un ser humano con una capacidad excepcional, sabía contar historias.

Han pasado muchos años y no recuerdo exactamente que estudiamos ese curso pero sí recuerdo cómo enlazaba cada tema con una anécdota, con una historia o con algo que había leído en la prensa ese día y que venía al caso.

En las clases de Carlos Casares, encontré explicación por primera vez en mi vida para algo con lo que muchos intentaron martirizarme durante los años de adolescencia que no habían hecho más que comenzar, mi devoción fanática por la lectura y mi amor y pasión enfermiza por la narrativa.

Los grandísimos escritores como él, son unos privilegiados espectadores de la realidad dotados con el don maravilloso de transformar, en historias con alma, todo aquello que cae en su campo de observación.

Aquellas historias que nos contaba tan serenamente, con aquel tono de voz pausado, dándole aquellos colores y aquellos matices, sólo las podía contar alguien con un talento que debe ser cuidado y protegido para dejárselo en herencia a las siguientes generaciones.

Nunca me atreví a agradecerle personalmente a Carlos Casares que reforzase mi amor por los libros y las historias, al fin y al cabo, por aquel entonces, yo no era más que un ser muy pequeñito de tan sólo quince años.

Hoy, sigo siendo un ser muy pequeñito aunque ya con muchos más años encima. Pero no puedo dejar pasar el Día de las Letras Gallegas del 2017 para decirle lo que no tuve el valor de decirle entonces:

¡Mil millones de gracias profesor!

¡Feliz día a todos los gallegos y a todos los que aman Galicia!

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