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La frase, acuñada a finales de los años 20 por el difunto historiador Arthur Schlesinger Jr. para describir el fracaso del capitalismo desinhibido, también es válida en la actualidad

La crisis del viejo orden

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WASHINGTON -- Somos testigos de “la crisis del viejo orden”. La frase, acuñada a finales de los años 20 por el difunto historiador Arthur Schlesinger Jr. para describir el fracaso del capitalismo desinhibido, también es válida en la actualidad a pesar de las circunstancias diferentes. En todas partes, las economías avanzadas se enfrentan a problemas parecidos: estados del bienestar comprometidos más allá de sus posibilidades, poblaciones que envejecen, lánguido crecimiento económico. Estos síntomas definen la crisis global y explican el motivo de que atacara simultáneamente a Estados Unidos, Europa y Japón. Hemos de ir más allá de los titulares cotidianos para comprender esta tesitura más extendida.

El viejo orden, levantado por la mayor parte de las democracias tras la Segunda Guerra Mundial, descansaba sobre tres pilares. Uno era el estado del bienestar. El estado ampararía a los parados, los ancianos, los discapacitados y los pobres. El capitalismo sería domesticado. El segundo era la fe en el crecimiento económico; esto elevaría el estándar de vida de todo hijo de vecino al tiempo que permitiría la redistribución de la riqueza. El crecimiento sería dirigido, porque los economistas habían aprendido lo suficiente de la década de los 30 para curar las recesiones periódicas. Por último, el comercio y la economía globales satisfarían los intereses mutuos de los países.

Cada uno de los tres pilares se está tambaleando. Claro, la crisis económica agravó las cosas, y la situación de cada país es diferente. El estado del bienestar de América es menos generoso que el de Alemania. La crisis de Grecia comenzó porque venía informando a la baja de su déficit presupuestario; el de Irlanda era producto de una burbuja inmobiliaria pinchada que condujo a un caro rescate bancario. Pero estas diferencias eclipsan las grandes similitudes.

Empecemos por el estado del bienestar. Bendición de muchos, también es un lastre general. Su expansión fue colosal. En 1950, el gasto público como porcentaje de la economía de una nación (producto nacional bruto) era del 28% en Francia, del 30% en Alemania y del 21% en Estados Unidos. Hacia 1999, las cifras eran del 52% del PIB en Francia, el 48% en Alemania y el 30% en Estados Unidos, según el difunto historiador especializado Angus Maddison. Las sociedades en envejecimiento disparaban el gasto futuro en la seguridad social y la sanidad pública. De 2008 a 2050, la población de más de 65 años de edad se proyecta que alcance el 40% en Alemania, el 77% en Francia y el 121% en Estados Unidos.

Teniendo en cuenta este panorama, hasta los países sin riesgo inmediato de crisis están adoptando medidas de austeridad. Todos se enfrentan a una elección ruinosa: los impuestos o déficit públicos más elevados imprescindibles para financiar el mayor gasto social pueden perjudicar más a la economía, pero recortar las pensiones suscita reacciones populares. Aun así, las prestaciones sociales ya están expuestas. Irlanda recortó las prestaciones de los parados alrededor del 10%, redujo las subvenciones por hijo un 16% y, a partir de 2014, elevará gradualmente la edad de jubilación de los 65 a los 68 años.

Sobre el papel, el mayor crecimiento económico podría sacar de esta trampa a los gobiernos. Desafortunadamente, esto parece un espejismo. De hecho, el segundo puntal del viejo orden -- la fe en el crecimiento económico rutinario -- es inestable. Los economistas exageraron su comprensión y su control. Parecen haber agotado los enfoques legislativos convencionales. Bancos centrales como la Reserva Federal han mantenido bajos los tipos de interés. Los déficit presupuestarios son elevados.

Ciertos economistas norteamericanos aducen que Estados Unidos debería incurrir temporalmente en déficits aún más sustanciales. Puede que funcione, pero la experiencia de Europa aconseja lo contrario. Los grandes déficits condujeron allí a tipos de interés más altos, reflejo de los mayores temores de los inversores al descubierto. El miedo a los descubiertos debilita su vez a los bancos -- los grandes poseedores de deuda pública -- y, a través de ellos, a la economía en general. Aunque Estados Unidos aún no ha corrido esta suerte, podría correrla, a tenor sobre todo de las advertencias de Moody's y Standard & Poor's de que la deuda federal desbocada puede causar rebajas de la calificación.

La austeridad puesta en práctica por uno o dos países comprometidos más allá de sus posibilidades puede tener éxito; sus economías pueden crecer elevando la exportación para reemplazar el gasto nacional perdido. Pero la austeridad prolongada puesta en práctica por la mayor parte de los países avanzados puede actuar de enorme lastre a la economía mundial. ¿A quién van a exportar? La respuesta evidente es a China y al resto de los "mercados emergentes". Pero China frustra esta posibilidad manteniendo un cambio de la divisa artificialmente bajo que subvenciona su exportación y mantiene enormes superávit comerciales. China considera el comercio un creador de empleo. Rechaza la noción de comerciar para beneficio mutuo -- tercer pilar del viejo orden. Los cimientos políticos del comercio global corren peligro.

Hemos abandonado nuestra zona de seguridad colectiva. Ideas e instituciones que, en conjunto, hicieron maravillas desde la Segunda Guerra Mundial han perdido el favor. Fue el mismo caso en la década de los años 20 y principios de la década de los 30. Por entonces, las principales naciones del mundo luchaban en vano por mantener el patrón oro, que -- antes de la Primera Guerra Mundial -- había asegurado un próspero orden económico. Reinaba una tendencia natural a aferrarse a ideas y prácticas familiares según las cuales la gente invertía tanto política como intelectualmente. Esta inercia contribuyó a la gravedad de la Gran Depresión.

Algo parecido está sucediendo hoy. La debilidad económica en los países avanzados se deriva en parte del trauma residual de consumidores y empresas tras la voraz crisis económica de 2008-2009. Pero el efecto es complicado por una mentalidad extraña. Los gobiernos luchan en todas partes por proteger el viejo orden porque temen y no entienden el nuevo.

La crisis del viejo orden

La frase, acuñada a finales de los años 20 por el difunto historiador Arthur Schlesinger Jr. para describir el fracaso del capitalismo desinhibido, también es válida en la actualidad
Robert J. Samuelson
miércoles, 27 de julio de 2011, 07:01 h (CET)
WASHINGTON -- Somos testigos de “la crisis del viejo orden”. La frase, acuñada a finales de los años 20 por el difunto historiador Arthur Schlesinger Jr. para describir el fracaso del capitalismo desinhibido, también es válida en la actualidad a pesar de las circunstancias diferentes. En todas partes, las economías avanzadas se enfrentan a problemas parecidos: estados del bienestar comprometidos más allá de sus posibilidades, poblaciones que envejecen, lánguido crecimiento económico. Estos síntomas definen la crisis global y explican el motivo de que atacara simultáneamente a Estados Unidos, Europa y Japón. Hemos de ir más allá de los titulares cotidianos para comprender esta tesitura más extendida.

El viejo orden, levantado por la mayor parte de las democracias tras la Segunda Guerra Mundial, descansaba sobre tres pilares. Uno era el estado del bienestar. El estado ampararía a los parados, los ancianos, los discapacitados y los pobres. El capitalismo sería domesticado. El segundo era la fe en el crecimiento económico; esto elevaría el estándar de vida de todo hijo de vecino al tiempo que permitiría la redistribución de la riqueza. El crecimiento sería dirigido, porque los economistas habían aprendido lo suficiente de la década de los 30 para curar las recesiones periódicas. Por último, el comercio y la economía globales satisfarían los intereses mutuos de los países.

Cada uno de los tres pilares se está tambaleando. Claro, la crisis económica agravó las cosas, y la situación de cada país es diferente. El estado del bienestar de América es menos generoso que el de Alemania. La crisis de Grecia comenzó porque venía informando a la baja de su déficit presupuestario; el de Irlanda era producto de una burbuja inmobiliaria pinchada que condujo a un caro rescate bancario. Pero estas diferencias eclipsan las grandes similitudes.

Empecemos por el estado del bienestar. Bendición de muchos, también es un lastre general. Su expansión fue colosal. En 1950, el gasto público como porcentaje de la economía de una nación (producto nacional bruto) era del 28% en Francia, del 30% en Alemania y del 21% en Estados Unidos. Hacia 1999, las cifras eran del 52% del PIB en Francia, el 48% en Alemania y el 30% en Estados Unidos, según el difunto historiador especializado Angus Maddison. Las sociedades en envejecimiento disparaban el gasto futuro en la seguridad social y la sanidad pública. De 2008 a 2050, la población de más de 65 años de edad se proyecta que alcance el 40% en Alemania, el 77% en Francia y el 121% en Estados Unidos.

Teniendo en cuenta este panorama, hasta los países sin riesgo inmediato de crisis están adoptando medidas de austeridad. Todos se enfrentan a una elección ruinosa: los impuestos o déficit públicos más elevados imprescindibles para financiar el mayor gasto social pueden perjudicar más a la economía, pero recortar las pensiones suscita reacciones populares. Aun así, las prestaciones sociales ya están expuestas. Irlanda recortó las prestaciones de los parados alrededor del 10%, redujo las subvenciones por hijo un 16% y, a partir de 2014, elevará gradualmente la edad de jubilación de los 65 a los 68 años.

Sobre el papel, el mayor crecimiento económico podría sacar de esta trampa a los gobiernos. Desafortunadamente, esto parece un espejismo. De hecho, el segundo puntal del viejo orden -- la fe en el crecimiento económico rutinario -- es inestable. Los economistas exageraron su comprensión y su control. Parecen haber agotado los enfoques legislativos convencionales. Bancos centrales como la Reserva Federal han mantenido bajos los tipos de interés. Los déficit presupuestarios son elevados.

Ciertos economistas norteamericanos aducen que Estados Unidos debería incurrir temporalmente en déficits aún más sustanciales. Puede que funcione, pero la experiencia de Europa aconseja lo contrario. Los grandes déficits condujeron allí a tipos de interés más altos, reflejo de los mayores temores de los inversores al descubierto. El miedo a los descubiertos debilita su vez a los bancos -- los grandes poseedores de deuda pública -- y, a través de ellos, a la economía en general. Aunque Estados Unidos aún no ha corrido esta suerte, podría correrla, a tenor sobre todo de las advertencias de Moody's y Standard & Poor's de que la deuda federal desbocada puede causar rebajas de la calificación.

La austeridad puesta en práctica por uno o dos países comprometidos más allá de sus posibilidades puede tener éxito; sus economías pueden crecer elevando la exportación para reemplazar el gasto nacional perdido. Pero la austeridad prolongada puesta en práctica por la mayor parte de los países avanzados puede actuar de enorme lastre a la economía mundial. ¿A quién van a exportar? La respuesta evidente es a China y al resto de los "mercados emergentes". Pero China frustra esta posibilidad manteniendo un cambio de la divisa artificialmente bajo que subvenciona su exportación y mantiene enormes superávit comerciales. China considera el comercio un creador de empleo. Rechaza la noción de comerciar para beneficio mutuo -- tercer pilar del viejo orden. Los cimientos políticos del comercio global corren peligro.

Hemos abandonado nuestra zona de seguridad colectiva. Ideas e instituciones que, en conjunto, hicieron maravillas desde la Segunda Guerra Mundial han perdido el favor. Fue el mismo caso en la década de los años 20 y principios de la década de los 30. Por entonces, las principales naciones del mundo luchaban en vano por mantener el patrón oro, que -- antes de la Primera Guerra Mundial -- había asegurado un próspero orden económico. Reinaba una tendencia natural a aferrarse a ideas y prácticas familiares según las cuales la gente invertía tanto política como intelectualmente. Esta inercia contribuyó a la gravedad de la Gran Depresión.

Algo parecido está sucediendo hoy. La debilidad económica en los países avanzados se deriva en parte del trauma residual de consumidores y empresas tras la voraz crisis económica de 2008-2009. Pero el efecto es complicado por una mentalidad extraña. Los gobiernos luchan en todas partes por proteger el viejo orden porque temen y no entienden el nuevo.

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