WASHINGTON - Nos enfrentamos entre nosotros por el significado de nuestra historia y la razón, en palabras de nuestra Declaración de la Independencia, de que "se instituyan los gobiernos".
Sólo diferencias tan acusadas pueden explicar el motivo de que corramos riesgos con el futuro de nuestro país que por lo general somos lo bastante despiertos para evitar correr. Los debates en torno a lo que debería de grabar y gastar el estado constituyen el toma y daca mismo de la democracia. Ahora bien, el debate es ensombrecido por el temor a que si una formación testaruda no recibe lo que quiere, obligue al país a reestructurar la deuda.
Esto es, bueno, de locos. Solamente tiene sentido si los políticos están convencidos -- o se han convencido solos -- de que luchan por cuestiones fundamentales tan profundas que cualquier medio de derrotar a sus rivales es justificable.
Estamos más cerca de ese extremo de lo que creemos, y nuestros amigos del movimiento fiscal han ofrecido una provechosa pista al bautizar a su movimiento en honor a la revuelta de 1773 contra la recaudación fiscal del té aquella histórica noche en los muelles de Boston.
Tanto si lo pretenden como si no, su nombre insinúa que están convencidos de que el actual ejecutivo elegido democráticamente en Washington es tan ilegítimo como ilegítima era una monarquía distante no electa. E insinúa que hay algo fundamentalmente equivocado en los propios impuestos o, como poco, que los tipos fiscales actuales (que son los más bajos en décadas) son peligrosamente opresores. Y señala que los métodos al margen de los canales políticos normales están justificados a la hora de enfrentarse a esa opresión.
Hemos de reconocer los profundos defectos de esta visión de nuestro presente y nuestro pasado. La lectura de la Declaración de la Independencia deja claro que nuestros ancestros no se revolvían contra los impuestos en sí -- y sobre todo no contra el estado como tal.
En la larga lista de "abusos y usurpaciones" que documenta la Declaración, los impuestos no aparecen hasta llegar al punto 17, y ese punto no es ni una queja de los tipos fiscales ni un reparo a la idea de recaudar impuestos. Los artífices de nuestra Constitución protestaban materialmente contra la corona británica "pon imponernos el pago de tributos sin nuestro consentimiento". Estaban inquietos por "el consentimiento", léase la decisión popular, no los impuestos.
El primer punto mismo de su lista condena al rey por "negarse a someterse a las leyes, lo más imprescindible y favorable al bien común". Observe que los firmantes querían aprobar leyes, no derogarlas, y que empiezan hablando del "bien común", no de particulares ni del "sector privado". Sabían que es necesaria la intervención común -- intervención pública eficaz y sensible incluida -- para garantizar "la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad".
Su segundo agravio refuerza el primero, acusando al monarca de "haber prohibido a sus gobernadores aprobar leyes de importancia inmediata y apremiante". De nuevo, nuestros fundadores querían implantar leyes; no eran radicales contrarios a la gobernación pública.
Las quejas de la tres a la nueve también se refieren de alguna forma al medio por el que se tramitaban las leyes o se administraba justicia. El texto del documento no se acerca realmente a nada que se parezca a la opresión del estado ("Ha implantado un gran número de cargos públicos nuevos, y enviado enjambres de funcionarios a humillar a los nuestros, y comer su sustento") hasta el punto número 10.
Este malentendido de nuestro documento fundacional rivaliza con la malinterpretación de nuestra Constitución. "La administración federal fue creada por los estados para ser agente de los estados, no al revés", decía hace poco el Gobernador de Texas Rick Perry.
No, nuestra Constitución empieza con las palabras "Nosotros el Pueblo", no "Nosotros los Estados". El Prefacio de la Constitución habla de promover "una Unión más perfecta", la "justicia", la "defensa común", "el bienestar general" y "las bendiciones de la libertad". Objetivos nacionales.
Sé que los defensores de los derechos de los estados reverencian la Décima Enmienda. Pero cuando la palabra "estado" aparece en la Constitución, forma parte por lo general de un compuesto, "Estados Unidos", o se refiere a la forma en que los estados y su población van a estar representados en la instancia nacional. Lo aprendemos en el parvulario: La Constitución reemplazaba a los Documentos Federalistas para dar lugar a un estado federal más fuerte, no a una administración confederada débil. La visión de Perry fue rechazada en 1787, y de nuevo en 1865.
Cada año elogiamos a los artífices de nuestra Constitución por rebelarse contra el gobierno monárquico y por dar lugar a un sistema de autogobierno excepcionalmente sólido. Podemos echar a perder ese sistema si olvidamos el objetivo de nuestros Padres de crear una forma representativa de autoridad nacional lo bastante robusta para garantizar el bien común. El sistema sigue siendo perfectamente capaz de hacer eso. Pero si simulamos que vivimos en el Boston de 1773, sacaremos todas las conclusiones equivocadas y tomaremos ciertas decisiones notablemente estúpidas.