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La presunción de inocencia

La sentencia absolutoria del Padre Román
Francisco Rodríguez
viernes, 14 de abril de 2017, 00:00 h (CET)
Después de casi tres años se ha dictado sentencia absolutoria para el Padre Román y se ha condenado al denunciante al pago de las costas. La sentencia, de ochenta folios, examina todo el proceso y las declaraciones de acusador, acusado y testigos y llega a la conclusión de la inconsistencia del relato del denunciante que ha ido modificando los detalles de los abusos que decía haber sufrido cuando era menor de edad a lo largo de sus declaraciones para agravar la conducta del denunciado para el que solicitaba pena de nueve años de prisión.

Aunque no tengo relación ni amistad con el Padre Román me he alegrado de su absolución que seguramente parecerá mal a los que esperaban su condena, es más, ya lo habían condenado desde que el proceso saltó a los medios de comunicación. Condenar a un cura resulta de interés para mucha gente anticlerical y enemiga de la Iglesia.

El número 2 del artículo 24 de nuestra Constitución establece, entre otros, el derecho de todo acusado a un proceso público sin dilaciones indebidas y a la presunción de inocencia.

Respecto a la presunción de inocencia se ha convertido más bien en presunción de culpabilidad y el tiempo transcurrido entre el inicio de un proceso y la sentencia cuestiona si este proceso, y tantos otros, se realizan sin dilaciones indebidas.

Casi tres años en este caso me parecen demasiados, pues realmente el acusado, aunque haya sido absuelto, ha sufrido todo ese tiempo una condena de incertidumbre que a buen seguro le habrá impedido dormir cada noche a lo que hay que añadir la que se ha dado en llamar “condena de telediario”, que hace añicos su reputación y le deja aislado como un apestado.

Pensaba en todo esto mientras pasaban las procesiones de esta Semana Santa y cómo Jesús el Nazareno fue prendido, apaleado, burlado y al final crucificado. La presunción de inocencia la tuvo quizás Pilatos, que no encontraba culpa en Jesús, pero decidió condenarlo en vista de la presión de la plebe hábilmente manejada por sus acusadores. Los que le habían seguido, los que habían comido con El hacía unas horas lo abandonaron y huyeron y uno de ellos facilitó su detención.

No deja de sorprenderme que, antes y ahora, la gente decide de antemano sobre la culpabilidad de cualquiera ya sea una cantante, una infanta, un cura o un político y espera con impaciencia la condena y disfruta con ello. Cuando hace tiempo leí que alrededor de la guillotina de la Revolución Francesa se agolpaban las vecinas a esperar las ejecuciones mientras hacían calceta, me pareció una exageración, pero ahora no me extraña. Ver rodar cabezas, hoy entrar en la cárcel, alegra a mucha gente que adoba su insignificancia con el morbo de cualquier situación ajena debidamente aireada.

Otra cosa que me resulta extraña es la existencia de la acusación pública que ejercen profesionales que no sé si buscan justicia o hacerse propaganda. Creo que entre las reformas que necesita la justicia debía incluirse la desaparición de estos justicieros, la vuelta al sano principio de que la prueba le corresponde a quien acusa, sin excepciones de género o la obligación de justificar cualquier retraso en la tramitación de los procesos.

Lo más importante que posee cada persona es su honor y es triste que nuestra fama esté en manos de cualquiera que quiera perjudicarnos y arruinar nuestra vida, sobre todo si tenemos que probar nuestra inocencia ante determinadas denuncias.

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